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Los seres humanos, todos, solemos satanizar aquello que está por fuera de nuestro control. Las emociones, esas caprichosas, traviesas, traicioneras y juguetonas señoritas que hacen pilatunas con nosotros, no son la excepción. Y les imponemos una carga negativa que no poseen y las vemos como las malas del paseo, como fuente ilimitada de desdichas.
El resultado es que, entonces, las despojamos de un inmenso poder que sí tienen y que, lo desconocemos o lo ignoramos, nos sirve. ¿Sabes a qué me refiero? A que las emociones nos ayudan a sobrevivir y, también, a cubrir necesidades básicas. Al final, se trata de aprender que las emociones son una brújula, un faro que nos guía en la oscuridad.
Lo desconocemos porque nadie, absolutamente nadie, nos lo enseña. Y nadie nos lo enseña porque la esencia de todos los seres humanos, sin excepción, es la misma. Es decir, sufrimos por los mismos motivos, aunque las manifestaciones de ese sufrimiento sean diversas. O, de otra manera, expresamos de distintas formas esas emociones que son comunes para todos.
Todos sentimos dolor cuando nos golpeamos. Todos nos reímos cuando escuchamos un buen chiste. Todos lloramos de tristeza cuando perdemos a un ser amado o una mascota. Todos nos alegramos cuando vemos que un hijo es el héroe del juego. Todos nos dejamos llevar por la ira al ser testigos de una injusticia. A todos nos da miedo la muerte inminente…
Aunque la emoción sea la misma, la manifestación es distinta. ¿Por qué? principalmente, por las experiencias vividas y, algo muy importante, por la influencia del ambiente. Solemos decir que los asiáticos son “serios e imperturbables”, que los nativos del Caribe son “alegres, joviales y fiesteros”, que los adultos mayores son “tranquilos, reflexivos y pacientes”.
No nos damos cuenta de que todos los seres humanos, más allá de dónde nacimos, del país en que vivimos, de las experiencias vividas, somos así. Es decir, según las circunstancias del momento, somos (o podemos ser) serios, imperturbables, alegres, joviales, fiesteros, tranquilos, reflexivos y pacientes. Nadie nace con más o con menos emociones.
Son señales de alerta que el cerebro utiliza para comunicarnos que algo del exterior llama su atención. Un grito, la lluvia, unas carcajadas o algo indeterminado que lo inquieta. Son señales a las que nosotros (no él) le damos un valor, un significado. El cerebro recibe la información, relaciona el estímulo con la reacción y responde de manera idéntica si se repite esa situación.
Lo que debemos aprender es que las emociones son necesarias para la supervivencia. Su rol principal es desencadenar una conducta apropiada en función del estímulo recibido. La reacción al impulso es algo natural, inconsciente, un botón que el cerebro activa de manera automática. Mientras, el comportamiento que le sigue a esa reacción es aprendido.
Un ejemplo: tu corazón late con más fuerza y tus sentidos se agudizan cuando abres la puerta de tu casa y tu mascota, enloquecida, salta sobre ti para recibirte. Hasta ahí, todo se da en modo automático. Lo que sigue después es aprendido: para recompensarlo, no solo le das unas tiernas caricias, sino que también le juegas o quizás le regalas su snack preferido.
Uno más: caminas desprevenido por la calle, mientras escuchas tu cantante favorito en los audífonos, y de repente ves que las personas a tu alrededor corren. Sin saber qué sucede, miras a un lado y al otro y corres. Sin rumbo fijo, solo corres. Desconoces el estímulo, pero tu intuición (que es algo aprendido) te dijo que había algún peligro en ciernes y reaccionaste.
Sin embargo, las emociones tienen un poder mucho mayor que alertarnos de eventuales peligros o incitar la reacción a un estímulo. Estas traviesas señoritas comunican valiosa información sobre cómo percibimos e interpretamos los estímulos que recibimos. Es el camino a través del cual los demás nos conocen, nos entienden, nos aceptan o rechazan.
Aunque la mayoría de las veces no nos damos cuenta, no somos conscientes, la parte más importante de la comunicación que emitimos es no verbal. Así transmitas el mismo mensaje, así utilices las mismas palabras, lo que comunicas es distinto si hablas pausado o si gritas. El impacto que ese mensaje produce en otros es distinto por las emociones.
Las abuelas del pasado, del siglo pasado, argumentaban que “no fue lo que me dijo, sino cómo me lo dijo (el tono)”. ¿Cuál crees que sería la reacción de tu pareja si a su petición de casarse la respuesta es un escueto “ok”?Probablemente creerá que rechazaste su propuesta, caso contrario a lo que sucedería si estallas de emoción, gritas, saltas y lloras.
La comunicación consciente es un privilegio exclusivo del ser humano. Ninguna otra de las especies que habitan este planeta posee esa habilidad. Que, por cierto, está ahí en especial para comunicarnos, que significa tender puentes, estrechar lazos, solventar diferencias y establecer conexiones poderosas. Cualquier otro uso es equivocado.
Moraleja
Lo que sufrimos cada día a través de las redes sociales y otros canales de comunicación es clara muestra de ello. Publicas un post con una frase que te inspiró y recibes una andanada de críticas e improperios. Das una opinión sobre cualquier tema (religión, deporte, política, amor, música, cocina…) y afloran silvestres los haters que ni siquiera conoces.
La clave, entonces, es entender que la comunicación, el mensaje que transmitimos, va mucho más allá de las palabras. No importa si es verbal, escrito o visual, el mensaje está condicionado por las emociones que incorpora y, en especial, por la percepción que de ellas tiene cada una de las personas que recibe tu mensaje. Esto es algo ajeno a tu control.
Es muy probables que te hayas dado cuenta de que la mayoría de los cortocircuitos o de los conflictos surgen del impacto de lo que comunicamos. Y de cómo lo comunicamos, claro. Es decir, de las emociones que transmitimos. Por eso, más allá de la natural habilidad de la comunicación, que viene incluida en la configuración original, debemos desarrollar otra.
¿Sabes cuál es? La de aprender a gestionar las emociones. Significa reconocer la emoción, aceptarla y responder de manera consciente. En otras palabras, la gestión de las emociones implica tener el control de lo que respondes, de la reacción al impulso, del comportamiento que realizas enseguida. No es fácil, sin duda, pero es posible lograrlo.
La clave está en entender la diferencia entre el sentimiento que experimentamos a partir de una emoción determinada y la forma (conducta) en la que la expresamos. Sentir ira porque alguien maltrata a su mascota está bien, pero no pueden hacer justicia por tu propia mano. Estar triste porque no te dieron el ascenso que anhelabas está bien, pero insultar a tu jefe es inaceptable.
Hay un largo trecho entre la comunicación asertiva y madura, consciente, y la reacción impulsiva, una descarga sin contención. La diferencia es el impacto que provocas en otras personas. Con una buena comunicación, estableces y fortaleces lazos; por medio de los estallidos emocionales, rompes vínculos, levantas barreras y generas el rechazo.
El mensaje que quiero transmitirte con este contenido es la importancia de ser consciente de lo que comunicas y de cómo lo comunicas. No son solo palabras que se las lleva el viento, sino también, y de manera especial, emociones poderosas y volátiles. Basta que recuerdes la última vez que tu hijo te sacó que quicio y la reacción desproporcionada que tuviste.
Se nos olvida que nuestras acciones, todas, tienen un impacto en los demás. Y olvidamos también que esas personas no están obligadas a consentir nuestras reacciones, a soportar nuestras descargas emocionales. Por eso, hay que echar mano de habilidades como la empatía, la paciencia, la tolerancia y el respeto, que ya sabes que no abundan por ahí.
Para gestionar adecuadamente las emociones, prueba esto:
1.- Identifícalas. Bien sea que tú la experimentas o es el resultado que provocas en otros. Si tienes claro cuál es la emoción, podrás ofrecer una respuesta adecuada, consciente. Recuerda que las emociones son información encriptada, señales de alerta que nos indican sobre qué terreno pisamos. La clave está en respirar unos segundos antes de reaccionar
2.- Acéptalas. Que no significa estar de acuerdo, sino entender que no están al alcance de tu control. El dolor provocado por la pérdida de un ser querido es desagradable, pero si no lo aceptas, si te resistes a esa emoción, más daño te hará. Las emociones, por si no lo sabías, son como las olas del mar: vienen, te tocan y se van, siempre se van. No dejes que te dominen
3.- Autorregúlalas. Sí, no es fácil, lo sé. Sin embargo, la calidad de tus comunicaciones y, por ende, de tus relaciones con tu entorno y contigo mismo dependerá de si ejerces control sobre tus emociones o permites que hagan sus travesuras. Arrebátales el poder que tienen sobre ti y demuéstrales que eres más fuerte, más inteligente. Autorregularlas aumentará tu bienestar
4.- Comunícalas. De manera asertiva y consciente, a sabiendas del poder que tienen tanto las palabras como las emociones. Exprésalas sin permitir que se transformen en reacciones inadecuadas. En la medida en que tengas el control, tu mensaje, tu comunicación, estará blindado y transmitirá justamente lo que deseas, sin cortocircuitos, sin daños colaterales
Jon Kabbat-Zinn, profesor emérito de medicina conocido por fundar el programa de Reducción de Estrés Basado en la Atención Plena (MBSR), dijo algo fantástico: “no puedes evitar las olas, pero sí puedes aprender a surfearlas”. No puedes evitar las emociones, pero sí tienes la capacidad para surfearlas y disfrutar el impacto positivo, constructivo e inspirador de tus mensajes, de tu comunicación.
Una respuesta a «Cómo la gestión de las emociones determina el impacto de tu mensaje»
Excelente contenido de valor y es permanente en el tiempo. Es de muchísimo beneficio para toda persona. Muchas gracias por tu tiempo y conocimiento profesional.