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“Se conoce a la pareja en el divorcio, a los hermanos en la herencia, a los hijos en la vejez y a los amigos en las dificultades”. Esta es una de tantas frases de autor anónimo que revolotean por los canales digitales y que encierra una gran sabiduría popular. Y que, por si aún no lo notaste, incorpora un mensaje clave que muchos omiten a la hora de crear y compartir contenidos.
¿Sabes a qué me refiero? Por naturaleza, el ser humano confía en sus semejantes. En especial, en aquellos a los que tenemos cerca, en su entorno más cercano: familia, estudio, amigos, trabajo, aficiones… Es decir, las personas con las que más tiempo compartimos, con las que nos unen lazos emocionales y con las que por lo general forjamos relaciones a largo plazo.
Un vínculo que se profundiza, se fortalece, en la medida en que interactuamos con esa otra persona. Cuanto más conozcamos de ella, más confianza nos brinda. No solo sentimos una gran empatía, sino que también descubrimos y disfrutamos las similitudes, aquellas creencias, pensamientos o comportamientos que nos identifican. Como si fuéramos el uno para el otro.
Sin embargo, y seguro lo has experimentado, la vida no es un paraíso. De hecho, a veces, muchas veces, se transforma en un infierno. Y lo más doloroso es que el antagonista, el malo de la película, es aquella persona en la que confiábamos ciegamente, en la que creíamos con los ojos cerrados, por la que estábamos dispuestos a meter las manos en el fuego…
La pareja, un hermano, un hijo, un amigo… O un compañero de trabajo o el que durante varios años te acompañó en esas apasionantes travesías en bicicleta los fines de semana… Algún malentendido, una discusión que se subió de tono, una actitud o una acción que riñó con los valores que forjaron la relación, una traición… Se terminó la armonía y… ¡comenzó la batalla!
Todos, absolutamente todos los seres humanos, lo hemos vivido alguna vez. Al menos una vez. Suficiente para dejarnos una cicatriz, un mal recuerdo y, quizás, una de esas experiencias que preferiríamos no haber vivido. ¿Por qué? Porque nos mostraron la otra cara de la moneda, descubrimos un otro yo de esa persona a la que creíamos conocer perfectamente.
El problema, porque siempre hay un problema, es que a las personas no las vemos como son, sino como las queremos ver. Y a esas personas que nos generan confianza por lo general las vemos sin defectos, las idealizamos. Por eso, no nos damos cuenta de las manifestaciones que nos indican que las cosas no van bien, que hay que prestar atención… Y no las atendemos.
Lo malo es cuando esa situación se nos convierte en un hábito que se replica como epidemia en todos los ámbitos de la vida. Creemos que conocemos a los demás, a los más cercanos, y la realidad se empeña en demostrarnos que, en verdad, son poco menos que unos desconocidos. Lo desagradable es la forma en que lo comprobamos: descubrimos su lado más oscuro.
Si has pasado por un divorcio tormentoso, si te enredaste con tus familiares por una herencia, si eres un adulto mayor al que sus familiares hicieron a un lado como si fuera un estorbo o si algún amigo de los de para toda la vida te dio una puñalada por la espalda, sabes a qué me refiero. A mi juicio, lo más doloroso es la sensación de sentirnos defraudados y engañados.
Una sensación que, tristemente, se repite con frecuencia cuando eres una marca (empresa o persona), un negocio o un profesional independiente e intentas vender algo al mercado. Cuando, después de haber hecho la tarea previa a la publicación de contenido, piensas que conoces a tu audiencia. Y no solo lo piensas: ¡estás completamente convencido de que sí!
Sin embargo, el resultado te demuestra que no es así. Compartes tu mensaje, lanzas tu oferta y la respuesta que recibes es un silencio sepulcral o un rechazo. Te sientes como Robinson Crusoe en una isla desierta, como si estuvieras perdido en la inmensidad del Himalaya y lo único que escuchas es el eco de tu grito desesperado. Ese al que llamas tu cliente ideal te ignora.
Una de las razones es que confundimos los términos. O, dicho de otra manera, asumimos que palabras como conocer, comprender y entender significan lo mismo. En el lenguaje coloquial, en el que utilizamos en nuestras conversaciones frecuentes, en nuestros mensajes, no hay diferencias, pero la verdad es que existen y, aunque sean sutiles, también son fundamentales.
Conocer es tener una idea clara de algo, mientras que comprender es hacer propio ese conocimiento y aplicarlo en la vida. Por ejemplo, puedes conocer (saber) que ser sedentario y tener malos hábitos de alimentación es malo para tu salud, pero solo lo habrás comprendido cuando practiques ejercicio con frecuencia y, además, te alimentes sano. ¿Ves la diferencia?
Conocer es un acto de percepción, que se concentra únicamente en lo exterior y que, además, incorpora una alta dosis de subjetividad. ¿Por qué? Lo que percibimos está determinado en función, principalmente, de nuestras creencias y pensamientos, de los miedos, así como de las costumbres. Significa que hay un componente social que nos invita a recibir la aprobación de otros.
Además, ese conocer se relaciona con un conocimiento teórico, que suele ser superficial. Comprender, mientras, es un proceso interno que implica tomar conciencia de algo. Es más profundo porque se relaciona con experiencias de vida, con las emociones. En otras palabras, es hacer propio lo que se entiende y actuar en consecuencia, con una clara intención.
Distinto, ¿cierto? Es como el iceberg. Conocer es lo que está sobre la superficie, a la vista de todos, de cualquiera. Comprender, en cambio, es más profundo, nos exige tomar una acción para descubrir esa gran porción que está bajo el agua. El conocer se queda en la simple percepción, algo pasajero, mientras que la comprensión nos brinda un aprendizaje a largo plazo.
Retomemos: creemos que conocemos a nuestra audiencia, a nuestro cliente ideal, pero la verdad es que solo vemos lo externo, lo superficial. Lo que está a la vista de cualquiera, de todos. Asumimos que poseemos la información suficiente para comunicarnos con esas personas, para conseguir una conexión emocional. Sin embargo, la realidad es distinta.
Entonces, mi propuesta es que de hoy en adelante borres de tu mente ese concepto de “conocer a tu audiencia” y lo cambies por “entender a tu audiencia” o “comprender a tu cliente potencial”. No es solo un cambio de palabras, sino un nuevo camino. Uno a través del cual puedas conectar emocionalmente con esas personas, interactuar, intercambiar beneficios.
Ahora, la pregunta del millón: ¿cómo saber si en realidad entiendo a mi audiencia, si comprendo a mi cliente potencial, y no me quedé en solo conocerlo?
Lo sabes cuando entiendes, cuando comprendes:
– Sus dudas
– Sus dolores
– Sus problemas
– Sus creencias y miedos
– Las herramientas que necesita
– En qué se equivoca
– Casos de estudio que le sirven
– Métodos que tiene que aplicar
– Consejos que le serán útiles
La compra, quizás lo sabes, es la respuesta a una emoción. O, si lo prefieres, es la respuesta emocional a un impulso que activa esa parte de tu cerebro que te implora que lo compres. Y esa emoción que actúa como un disparador está estrechamente ligada a las dudas, a los dolores, a los problemas, a las creencias y miedos del ser humano, a lo que le urge saber.
Crees que conoces a tu pareja hasta que un buen día te llega la demanda de divorcio y te das cuenta de que “duermes con el enemigo”. Crees que eres parte de una familia modelo hasta que tus hermanos impugnan el testamento de tu padre y tratan de impedir que recibas tu herencia. Crees que tus hijos te aman, hasta que te recluyen en un hogar para ancianos…
Los seres humanos, todos, sin excepción, reaccionamos de maneras extrañas cuando las circunstancias son extremas. Como decían las abuelas de antes, “se nos sale el diablo que llevamos dentro”. Es decir, salen a relucir las emociones, motivaciones, resentimientos, nuestros bajos instintos. Sí, aquella parte del iceberg que está oculta bajo la superficie.
Para conocer a una persona basta observarla un rato y formularle algunas preguntas. Sin embargo, si quieres entenderla, comprender en realidad quién es, debes verla en un momento de ira, darte cuenta de cómo trata a los animales y a las personas humildes, ver qué hace cuando está borracha o comprobar hasta dónde está dispuesta a ayudar a otros a cambio de nada.
Los seres humanos, todos, sin excepción, somos imperfectos. Estamos llenos de defectos y a veces, ante situaciones que nos llevan al límite, reaccionamos de una forma en la que quienes dicen conocernos se sorprenden (nos desconocen). Es con ese otro yo, el que no se percibe a simple vista, con el que debes conectar emocionalmente, profundamente, con tu mensaje.
Moraleja: no te quedes en lo externo, en lo superficial, porque corres el riesgo de que te rechacen tan pronto realices una oferta. Utiliza todas las herramientas y recursos que estén a tu alcance para investigar el mercado, para entender a tu cliente potencial, para comprender si en verdad puedes ayudarlo y cómo hacerlo. Si no lo haces, te llevarás una sorpresa al conocer su otro yo…