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Cómo no caer en la falacia de la generalización apresurada

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Todos, sin excepción, hemos sido señalados injustamente al menos una vez en la vida. Se nos ha culpado de algo que no es nuestra responsabilidad o se nos acusa de algo que no hicimos. Y no se trata de una sensación, sino de una situación incómoda. Que, en estos tiempos de tecnología avanzada, de hiperconexión, se multiplica en los canales digitales.

Basta que hagas un comentario a la publicación de otra persona, quizás un familiar o un amigo, un excompañero de la universidad, para que se arme Troya. O publicas un post con un comentario acerca de un partido de fútbol, de un político, de una figura reconocida y… Episodios molestos que a veces, muchas veces, son más que un simple cortocircuito.

Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que una vez baja la temperatura y retorna la calma, nos damos cuenta de que era un malentendido. Alguien entendió mal, interpretó mal o quizás solo reaccionó mal en un momento de inestabilidad emocional. Todos, sin excepción, lo hemos vivido, lo hemos sufrido, lo hemos protagonizado. Es parte de nuestra naturaleza.

Por eso, esos episodios no son exclusivos de los canales digitales, de las redes sociales. Se dan, y con frecuencia, en la vida real. En la interacción con otros, en especial con nuestro entorno. ¿Quién no ha discutido con sus padres, o su pareja, por algo insignificante? ¿Porque creímos escuchar algo distinto de lo que la otra persona expresó? Sucede con frecuencia…

¿Sabes cuál es la razón? Algo que en lógica y filosofía se denomina falacia de generalización apresurada. ¿En qué consiste? En que a partir de una sola experiencia, o de un caso aislado, tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso humano de sacar conclusiones, de tener la razón.

Afirmaciones como “las mujeres son tercas”, “los hombres son infieles”, “los argentinos son presumidos” o “los políticos son corruptos” son clara muestra de este síndrome. Claro que hay mujeres tercas, pero hombres, también. Claro que hay hombres infieles, casi siempre con otra mujer (también infiel). Claro que hay argentinos presumidos, pero hay otros que no.

Y así sucesivamente. Son generalizaciones apresuradas que, por lo general, nos conducen a tropezar, a enredarnos en discusiones sin sentido. Esta falacia se da cuando alguien toma un número insuficiente de casos o experiencias particulares y los usa como base para una afirmación general. La conclusión parece lógica, pero no hay pruebas que la certifiquen.

Lo vemos cada día en las reseñas que los usuarios escriben en internet luego de haber comprado un producto o utilizado un servicio. En función de la experiencia, que es única y particular, se generaliza, se emite una sentencia contundente. Como si fuera una verdad sentada en piedra, escrita con sangre. La realidad, sin embargo, suele ser distinta.

Míralo de la siguiente manera: ¿conoces a alguien que se expresa bien de ti, que asegura que eres buena persona? No un familiar o alguien de tu círculo cercano, sino, por ejemplo, algún excompañero de trabajo o un cliente. Por supuesto, hay una buena cantidad de personas que, con seguridad, van a dar testimonio de tu bondad, de tu calidad como ser humano.

Sin embargo, para no caer en la trampa de la generalización apresurada, es justo reconocer que habrá otras personas que disienten. Es decir, que tienen argumentos para afirmar que no eres tan buena onda como piensan otros. ¿Y sabes qué? Tienen razón, también tienen razón. Y la tienen en función de la experiencia que vivieron contigo, que quizás no fue positiva.

Es decir, no hay verdades absolutas, ni para bien ni para mal. ¿Un ejemplo? En Colombia, luego de que las autoridades dieron de baja al narcotraficante Pablo Escobar, un sanguinario y despiadado asesino, hubo quienes lloraron su muerte. Y no eran familiares, propiamente. Eran personas del común que lo veían como un ídolo, que se favorecieron de su ayuda.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero que te grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
Los seres humanos tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso natural de sacar conclusiones, de siempre tener la razón.

Además, repito, es parte de nuestra naturaleza humana. La generalización apresurada se da porque el cerebro busca patrones y coherencia. En su intento por interpretar la realidad, por entenderla, acude a situaciones previas, que son parecidas, y las asume idénticas cuando no lo son. Establece un patrón que, en últimas, es solo una visión distorsionada de la realidad.

En la práctica, lo que nos resulta fácil de comprender, y que además se identifica con lo que creemos, lo damos por cierto. Y pensamos, también, que es toda la verdad, la única verdad. Y no es así, por supuesto. Porque es completamente seguro, al mil por ciento, que hay otras personas, muchas, que han vivido algo distinto, una experiencia diferente.

Cuando hay un partido de la Selección Colombia de fútbol, así sea un amistoso, se cae en esta generalización apresurada. Una idea reforzada no solo por los interesados, sino también por los medios de comunicación. Y surge eso de “todos somos hinchas”, “todos sufrimos por la derrota”, “el país se paraliza”, cuando hay muchos a quienes el juego les interesa cero.

Un fenómeno en el que, no podía ser distinto, las emociones juegan un rol importante. Son ellas, en últimas, las que determinan la generalización, positiva o negativa. En especial, si son recuerdos dolorosos, de esos que nos provocaron un trauma y dejaron una cicatriz, porque estas experiencias pesan más en la memoria que los buenos momentos.

Esta generalización apresurada se da, por ejemplo, al juzgar a una persona por un solo contacto. Nos formamos una idea contundente a partir de una primera impresión que, quizás, no fue suficiente o no proporcionó tantos elementos de juicio. Lo vemos en los canales digitales cuando a una persona equis, por algo que dijo o hizo, se la reduce a una caricatura.

Asimismo, sucede cuando extrapolamos una experiencia personal, única, a un colectivo, a toda la sociedad. No solo caemos en estereotipos, sino que pecamos por los prejuicios. Este, seguro ya lo sabes, es un recurso muy utilizado para alentar discursos de odio, para polarizar opiniones o, simplemente, para desinformar. ¡Lo sufrimos todos los días!

Ahora, la pregunta que quizás te haces: ¿hay escapatoria? Sí, pero depende de cada uno. Lo primero es desarrollar el pensamiento crítico, que en la práctica no es otra cosa que eso que llamamos “no tragar entero”. Verificar las fuentes, buscar en distintas fuentes, cuestionar las aseveraciones, cifras o datos sin sustento. Ah, y sobre todo, no reaccionar de manera instintiva.

Una de las formas de identificar estos mensajes contaminados por la generalización apresurada es que incluyen palabras absolutas. ¿Como cuáles? Siempre, nunca, todos, nadie, es decir, los extremos. Negro/blanco, bueno/malo, rico/pobre, derecha/izquierda. Ten presente que cuanto más categórica sea la afirmación, mayor es el riesgo de generalización.

Este escenario lo vemos con frecuencia, por ejemplo, con los vendehúmo y los gurús de la inteligencia artificial. Sus sentencias son contundentes, categóricas, apocalípticas. Pero, también, contradictorias: un día ensalzan una app porque “es lo máximo” y al siguiente la descalifican porque apareció otra “que la destrozó”. No hay grises, ni puntos intermedios.

La falacia de la generalización apresurada es atractiva para el ser humano porque nos hace creer que tenemos autoridad, que lo sabemos todo acerca de algo. Y no es así, por supuesto. Es una trampa de las emociones, de la comodidad de nuestro cerebro, y también un recurso útil y productivo de los manipuladores. Ellos son verdaderos artistas del engaño.

Por si no lo sabías, tras bambalinas de la falacia de la generalización apresurada está uno de los 11 principios de la propaganda de Joseph Goebbels. ¿Sabes cuál? El último, el principio de la unanimidad. Consiste en hacer creer que los mensajes difundidos son aceptados por todos, como si fueran una verdad absoluta. Pretende que todos pensemos de igual forma.

En relación con este fenómeno, el filósofo, matemático y escritor inglés Bertrand Russell afirmó: “El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes, llenos de dudas”. Y que conste que él vivió un mundo muy distinto del actual: falleció en 1970, mucho antes de las redes sociales, de internet, de la inteligencia artificial.

Se trata de ser más conscientes, más inteligentes, a la hora de comunicarnos, de emitir un mensaje. También, y de manera especial, de ser cuidadosos de los contenidos que consumimos, de su calidad. El exceso de confianza puede llevarnos a caer en las trampas de la generalización apresurada y cometer errores de los que debamos arrepentirnos.

Solemos decir que “nada en la vida es eterno” (de hecho, ni la vida lo es). De igual modo, entonces, nada es absoluto. Siempre hay tonos grises, puntos intermedios, excepciones, casos único, otros que se dan solo a veces. Para comunicarnos de manera efectiva y asertiva, huir de la falacia de la generalización apresurada es una buena estrategia.

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Cuidado con los vendehúmo de las plantillas: ¡son un engaño!

Internet, tristemente, es el reino de los bulos, las fake-news o las noticias falsas. Y cada día es peor, porque no solo los sucesos mediáticos, aquellos que concentran la atención de las personas por su trascendencia, son parte de esta despreciable especie. De hecho, prácticamente nada está exento de esta epidemia de desinformación, que se ha tipificado como la era de la infoxicación.

Una de las variables de esta grave enfermedad es el grave riesgo de sufrir un engaño cada vez que hacemos un clic. Estafas, versiones distorsionadas para favorecer a alguien en particular (o, por el contrario, para perjudicar a alguien) o, simplemente, mentiras que traspasaron la barrera de lo piadoso y entraron en las arenas movedizas de la peligrosa manipulación. Cada clic es un riesgo.

Por desgracia, el tema del copywriting y la escritura es uno de los más contaminados. Pululan los expertos sin preparación, los gurús que se aprendieron un libreto y lo interpretan con brillantez, pero que son incapaces de demostrar que pueden hacer aquello que pregonan. Son muchos los que se presentan como expertos en la materia, pero no pueden pasar del dicho al hecho.

Eso sí, son contundentes para dictar normas, para establecer reglas, para fijar estilos. “Haces esto o nadie te leerá”, “Haces lo otro o nadie te comprará” y otras especies por el estilo. Que, por supuesto, son vulgares mentiras. El problema, porque siempre hay un problema, es que una gran cantidad de incautos o ingenuos caen en sus redes, creen sus mentiras y después lo pagan caro.

Una de estas mentiras que ha hecho carrera es aquella de que “hay que escribir corto porque la gente ya no lee”. No sé qué es más perverso y patético, si el argumento o la justificación. No porque un texto sea corto es mejor, más legible o más atractivo para el lector: lo que en verdad atrapa es la calidad del contenido, el estilo, la autoridad de quien escribe y el valor que aporte.

Por otro lado, aquello de que “la gente ya no lee” es muy fácil de desvirtuar: la industria editorial ha mostrado un claro y constante repunte en los últimos años, especialmente en los textos físicos, en papel. Mientras, las previsiones del bum de los textos digitales, de los e-books, se desinfló. Y es normal: a pesar del avance de los dispositivos digitales, estamos hechos para leer textos en papel.

Y es mentira, claro. Las cifras de ventas de libros impresos han repuntado en los últimos años y, lo mejor, cada día son más las opciones de autopublicación que están disponibles. Y también hay personas de todas las edades que se lanzan a la aventura de escribir y publicar. Además, si fuera verdad eso de que “la gente ya no lee” la industria estaría paralizada, no habría publicaciones.

Lo más triste es que los medios de comunicación impresos, que deberían ser aliados de la buena escritura y los impulsores de la cultura de la lectura son, más bien, sus principales enemigos. Los periodistas de hoy, en general, no saben escribir porque en las universidades no hay quién les enseñe, porque la mayoría de los profesores tampoco escribe. Es un penoso círculo vicioso.

Basta ver las páginas principales de sus versiones web o los titulares del generador de caracteres en los noticieros de televisión para comprobar esta patética realidad. Y como no encuentran la solución, han elegido una opción vergonzosa: la consabida “hagámonos pasito”. Nadie critica a nadie, porque nadie está libre de pecado, y aquel que levante la mano es censurado.

Lo grave ocurre cuando esas personas llegan al ámbito laboral. Sin importar qué estudiaron o en qué empresa trabajan, se presupone que saben escribir. Al fin y al cabo, pasaron por las aulas de un colegio y de una universidad y se graduaron (hagámonos pasito). Pero, la realidad es distinta: tan pronto les piden que elaboren un informe o una carta o un reporte, quedan al descubierto.

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Y estoy seguro de que, si haces un poco de memoria, tú también trabajaste en una empresa en la que las comunicaciones más importantes las escribía la secretaria de gerencia y las firmaba el gerente. Porque, ¡qué horror!, él tampoco sabía escribir. Y ese es, precisamente, el caldo de cultivo de los que dictan normas, establecen reglas, fijan estilos y, lo peor, venden plantillas.

Es un insulto a la inteligencia, a la capacidad innata del ser humano de aprender lo que desee. Además, es un engaño brutal: nadie, absolutamente nadie, aprendió a escribir con plantillas. ¿Por qué? Porque como lo mencioné en un post anterior el proceso de escribir es complejo, nos exige una variedad de habilidades y conocimientos, así como mucha práctica. Y para eso las plantillas no sirven.

¿Por qué no sirven? Porque son un atentado contra las principales y más poderosas herramientas de que dispones: la creatividad y la imaginación. Las cercenan, las inhiben, les cortan las alas. Una plantilla para un escritor es como una jaula para un pajarito: su espacio de acción es muy limitado y cuanto más tiempo pase allí más rápidamente se atrofiarán sus todas habilidades naturales.

Hay una verdad irrefutable que ni siquiera los gurús de las plantillas pueden rebatir: escribir es un acto creativo. Por eso, aquello que suelen llamar el tal bloqueo mental, que es otra gran mentira, se produce cuando la creatividad y la imaginación no fueron activadas, no son ejercitadas. Si no las utilizas, les ocurre como a un músculo: se entumecen, se endurecen y duelen cuando las usas.

Cursos de los que aseguran que te enseñan a escribir hay muchos en internet, ¡demasiados! Y la gran mayoría promete entregarte valiosas plantillas. Cuando los veas, por favor, ¡ten cuidado! Son un engaño y perderás tu dinero y tu tiempo. Y, lo peor, quedarás con la sensación de que no puedes, de que no eres capaz, de que eso de escribir no es para ti, y no hay nada más equivocado.

Cuando te cruces con un curso de copywriting o de escritura, antes de hacer clic en el botón de compra tómate tu tiempo para comprobar que no es un engaño, que no vas a caer en manos de un vendehúmo. ¿Cómo evitarlo? Mira si tiene página web, busca escritos que haya publicado, entra a su blog y lee algunos de sus artículos y presta atención a los comentarios de los usuarios.

Si no tiene web y si no publica escritos, entonces, ¿cómo puede enseñarte a escribir? Mejor dicho, ¿cómo una persona va a enseñarte algo que no sabe hacer? Piénsalo: ¿tomarías clases de culinaria con alguien que no sabe cocinar? ¿Crees que puedes aprender a jugar tenis con un profesor que solo recita el libreto de la teoría y no juega? Nunca te olvides de algo: la práctica hace al maestro.

No me cansaré de repetirlo, porque sé que tarde o temprano comprobarás que es cierto: dentro de ti hay un buen escritor, solo que no lo has descubierto y no lo has activado. Y no lo harás si caes en manos de los vendehúmo de las plantillas, que son un engaño (esto tampoco me cansaré de repetirlo). Aprovecha los dones y talentos que te dio la naturaleza, utiliza tu creatividad e imaginación.

No te arrepentirás, te lo aseguro. De hecho, tan pronto te des la oportunidad, tan pronto dejes atrás los miedos y ya no le prestes atención al qué dirán, tan pronto comiences a escribir te vas a dar cuenta de que es mucho menos difícil de lo que pensabas. De hecho, llegará el momento en que comprobarás que es fácil. Pero, claro, primero tienes que alejarte del riesgo de la infoxicación.

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