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La negociación, el poder oculto de la verdadera comunicación

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Los seres humanos, aun cuando estamos quietos y en silencio, nos comunicamos todo el tiempo. De hecho, lo que hacemos mientras dormimos dice mucho de cada uno. Se trata de un privilegio único, la característica que nos distingue del resto de las especies del planeta y, quién lo creyera, de manera irónica, fuente principal de muchas de nuestras desventuras.

En efecto, y seguro lo has padecido, somos víctimas de la premisa de “el pez muere por la boca”. O, de otra manera, solemos tropezar más con la lengua, cuando hablamos, que con los pies, cuando caminamos. Decimos cosas que no queríamos decir, o las decimos de una forma distinta a como deseábamos, o las decimos a las personas equivocadas en un mal momento.

Un contrasentido, sin duda, porque el objetivo último de la comunicación es la comunión. Es decir, establecer y fortalecer vínculos o relaciones, intercambiar conocimiento y experiencias que se traducen en valiosos aprendizajes. Sin embargo, hacemos un uso inadecuado de las palabras, de los mensajes; nos comunicamos para destruir, para herir, no para construir.

La comunicación está con el hombre desde que el hombre está en este mundo. Primero, de una forma arcaica para transformarse al ritmo que el ser humano evolucionó. Han pasado miles de años y, aunque parezca increíble, todavía no aprendemos a comunicarnos. O, quizás, todavía no entendemos cuál es el beneficio de esa habilidad que nos hace únicos.

La esencia de la comunicación es el intercambio de ideas, conocimientos y experiencias. Y no solo eso: también, creencias, pensamientos, sentimientos, miedos y sueños. Es tal el valor que le damos a la comunicación, que hablamos con las plantas o los animales, a sabiendas de que no nos pueden responder. Y nos sentimos incómodos con el silencio, nos atemoriza el silencio.

Lo más increíble, sin embargo, es que en la era de la tecnología y la comunicación, un tiempo en el que disfrutamos de herramientas y recursos que no tuvieron otras generaciones, cada vez es más difícil comunicarnos. Porque sí, estamos en contacto, al instante, pero no hay una verdadera comunicación. Y ni hablar de esas conversaciones en las que te dejan en visto.

Es como conversar con una pared o con un árbol. Disponemos de facilidades únicas, que van más allá de lo que habíamos imaginado, pero no sabemos usarlas. O, peor, las usamos mal. Somos reacios a cumplir con ese objetivo básico del intercambio de ideas, conocimientos y experiencias, quizás porque desconocemos que “lo que no se comparte, no se disfruta”.

De igual manera, “lo que no se comparte, no se multiplica (se marchita)”. Lo hacemos, quizás, porque nos cuesta dar (sin esperar a cambio), porque nos enseñan a pedir o a recibir. O, a lo mejor, porque olvidamos que, en esencia, todas las conversaciones son negociaciones. Pero, ojo, sin caer en el error de asumir que una negociación es sinónimo de una transacción.

Negociar entendido como “tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro”. Con sinónimos como acuerdo, pacto, convenio, ceder, traspasar o transferir. La dinámica es muy sencilla: “yo te doy, tú me das”. Ojalá en la misma medida, aunque en la práctica es difícil, casi imposible. Lo fundamental es que entre las partes haya un ánimo de negociar, de compartir.

Un matrimonio es un ejercicio de negociación. Diario, continuo, en el que la verdadera comunicación es un pilar. Una negociación que, además, cambia con el tiempo porque los seres humanos cambiamos con el tiempo. Hay nuevas prioridades, nuevos miedos, nuevas responsabilidades, nuevas oportunidades. Si no sabes negociar, tu matrimonio puede ser un caos.

O una amistad. Una relación que, seguro lo sabes, enfrenta retos, a veces difíciles, a lo largo del tiempo. Hay que negociar tiempos, intereses, la participación de otros. Y aprender a adaptarse a los cambios bajo la premisa que, aunque no se encuentren, aunque no se vean, los amigos se comunican todo el tiempo. La comunicación, fluida y honesta, es la base de la negociación.

El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que nos comunicamos más con la intención de solo decir lo necesario, lo justo. ¿La premisa? No exponernos. Una práctica que va en contravía de la esencia de la comunicación, que como mencioné es la de establecer lazos, puentes, vínculos. Y una vez hecha esta tarea, fortalecerlos, extenderlos, promover el intercambio de beneficios.

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Lo que hay detrás de esa actitud, de esa prevención, es el temor a la vulnerabilidad. En especial, a esa sensación de sentir que los demás nos reprocharán, nos desaprobarán, nos criticarán. Creemos que “si digo solo lo necesario, lo justo” vamos a estar protegidos, pero no es así. El único resultado es que echamos a perder el poder del acto de la comunicación.

En los años 90, uno de los agentes de la CIA ganó notoriedad por su don para persuadir a los sospechosos durante los interrogatorios. Su nombre era Jim Lawler y escribió varios libros acerca de contraespionaje, lucha contra el terrorismo y armas de destrucción masiva. Era un especialista en conseguir una conexión poderosa con otras personas y obtener respuestas clave.

¿Su táctica? Tan sencilla como efectiva: mostraba interés por los sentimientos del otro. Eso que llamamos empatía. Eso, por supuesto, no tiene nada de extraordinario, pues se trata de una capacidad que poseemos todos los seres humanos. ¿Entonces? Exponía su propia vulnerabilidad, contaba sus anécdotas personales y provocaba que los demás le correspondieran.

Al sentirse en el mismo plano que su interrogador, los sospechosos derribaban las barreras y se abrían. Contaban lo que Lawler quería saber y muchos confesaban sus delitos. Conseguía establecer un ambiente de franqueza y de confianza único y hacía que esas personas, reacias a hablar, a declarar, lo hicieran con soltura. Y, por supuesto, no había magia: era el poder de las emociones.

Las emociones, por si no lo sabes, son los cimientos de la civilización humana. El cerebro las reconoce tan bien que las personas las utilizamos para buscar aliados, compañía y parejas. Es a través de las emociones que conectamos con nuestros padres, que establecemos lazos de amistad, que formamos parte de comunidades y, lo mejor, descubrimos un lugar en el mundo.

Irónicamente, nos han enseñado que la vulnerabilidad es ‘mala’, pero no es cierto. De hecho, si no permites que las emociones te dominen, a través de la vulnerabilidad podrás conseguir una conexión genuina con los demás. Genuina y también, poderosa, transformadora. Una de esas conexiones que disfrutas y agradeces porque te brindó una experiencia positiva.

En un mundo en el que padecemos el efecto de hacer mal uso de la tecnología, de los canales digitales, la autenticidad que se desprende de la vulnerabilidad es un elíxir. Cuando exhibes tus emociones con transparencia, verás cómo las otras personas se abren contigo, de manera recíproca. Esa es la negociación, silenciosa y poderosa, que surge de la comunicación real.

Cuando pierdes el temor a sentirte vulnerable, cuando descubres el tesoro que reposa dentro de ti en forma de recuerdos, experiencias y aprendizajes, estás en capacidad de lograr conexiones únicas. Es a través del acto de compartir lo que eres que puedes identificarte con otras personas que han vivido algo parecido, más allá de que la circunstancias fueran distintas.

Esa comunicación genuina, auténtica, derriba las barreras de las diferencias. Es la razón por la cual puedes conversar animadamente, productivamente, con alguien que piensa distinto. Por ejemplo, personas con creencias políticas o religiosas opuestas o acérrimos aficionados a dos equipos rivales en algún deporte. Así pueden comunicarse de manera enriquecedora.

Mientras haya un punto de unión, aunque sea pequeño, es suficiente. Lo demás, eso que algunos llamarán magia, se producirá por cuenta de esa increíble capacidad de los seres humanos de conectar con otros. Cuanto más fluida, libre y espontánea sea la comunicación, cuanto más control tengas de las emociones involucradas, más fructífera será la negociación.

Moraleja: los seres humanos somos la especie privilegiada. Disponemos de herramientas, de recursos, de habilidades y de posibilidades que nos hacen únicos. A través de la comunicación genuina, constructiva e inspiradora, se crean sinergias increíbles, transformadoras. Es posible comprender significados ocultos, hallar similitudes y, lo mejor, controlar las emociones.

La clave radica en entender que comunicarnos es un privilegio y una responsabilidad. Es decir, en ser conscientes del uso que le damos, del objetivo de nuestra comunicación, del poder de los mensajes. Aprovechar lo que la vida nos ha dado de manera generosa y compartirlo con otros sin prevenciones, sin dobles intenciones, promoviendo negociaciones ganadoras.

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La música, un manantial inagotable de geniales ideas

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Celia Cruz tenía razón: ¡la vida es un carnaval! Luces, alegría, color, sabor y, claro, música. Un carnaval que cada uno disfruta a su manera. O lo sufre, también. Puedes ser el héroe de una ranchera, el villano de un tango, el enamorado empedernido de una balada. O el frenético guitarrista de una banda de rock, el parrandero de un vallenato o el fiestero de la salsa…

Cada uno escribe su propia historia, su propia canción. Lo que se me antoja genial es que cada día puede vivirse al tenor de un ritmo distinto. No hay limitaciones, más allá de las que te imponen tu creatividad, las circunstancias y tus emociones. En un mismo día, inclusive, puedes bailar varios ritmos, al vaivén de los acontecimientos. ¡La vida es un carnaval!

Cuando reveo el carrete de mi vida, siempre hay un radio a mi lado. Tenía uno grande, de esos que para funcionar necesitaban conectarse a la corriente eléctrica y el dial se movía de manera manual. Luego tuve un transistor, de batería, que llevaba conmigo a todos lados. Más adelante llegaron el walkman (¡qué maravilla de invento!) y, claro, los dispositivos digitales.

Siempre he creído que la radio es la mejor compañía. Es una especie de caja de Pandora que esconde miles de sorpresas. Las emociones del deporte, el impacto de las noticias diarias, el entretenimiento de las entrevistas y la magia de las canciones. Y más. Durante muchos años, lo primero que hacía al despertar era prender la radio y solo la apagaba antes de ir a dormir.

Sin duda, mi vocación por el periodismo responde a la influencia que la radio tuvo en mi vida en esos años de infancia y adolescencia. No en vano, mis primeros ídolos surgieron de esa cajita mágica: narradores deportivos, periodistas, deportistas y cantantes. Pedro Vargas, José Alfredo Jiménez, Raphael, Armando Moncada Campuzano, Yamid Amat, Hernán Peláez…

Aprendí que había un ritmo musical que se conectaba directamente con cada estado emocional. Quizás por eso mis gustos musicales siempre fueron diversos: ranchera, balada, bolero, vallenato, tango, salsa… Más adelante, en la adolescencia, música latinoamericana (en algún momento, de protesta), bailable (cumbia, merengue). Una colección interminable.

Con el tiempo, me convertí en periodista y, vaya ironía, qué alegría, mi primer trabajo me dio el privilegio de disfrutar de algunos de mis ídolos. Era redactor de una revista de espectáculo y entretenimiento y entrevisté a Raphael, Rocío Dúrcal, Facundo Cabral, Franco De Vita, Yordano, Timbiriche (Thalía, Edith Márquez, Paulina Rubio) y me hice amigo del Binomio de Oro.

Con ellos, Rafael Orozco (qepd) e Israel Romero, disfruté parrandas inolvidables, hasta amanecer, haciendo gala del título de uno de sus primeros éxitos. Creé una biblioteca musical que hoy es tanto uno de mis más valiosos tesoros y un orgullo. Tengo unos 300 acetatos y más de mil discos compactos. ¿Lo mejor? Toda la música está digitalizada en un dispositivo.

Y va conmigo a todas partes. Son más de 15.000 canciones que en conjunto resumen mi vida. Son como un maravilloso viaje al pasado, a esos recuerdos imborrables, a esos momentos inolvidables. También, a los amigos y circunstancias que sirvieron de excusa perfecta para escuchar música, para compartir. Para mí, antes y ahora, la música es felicidad pura.

Lo insólito es que muchos años después, cuando el oficio de narrar historias se convirtió en mi sello como periodista, primero, y como creador de contenidos digitales, después, me di cuenta de que todo había comenzado con la música. No fue algo planeado, sino casual, un capricho de la vida que agradezco infinitamente y procuro disfrutar y aprovechar cada día.

Te explico: siempre tuve problemas para memorizar. En el colegio, claro, esa dificultad me enfrentó a serios retos. En la música, así escuchara la canción decenas de veces, no podía aprenderme la letra. Entonces, decidí darme a la tarea de transcribir la letra de las canciones y tenía varios cuadernos a los que acudía cuando quería cantar. Así aprendí las letras.

Pero no fue solo eso. Dado que cada ritmo musical incorpora una estructura específica y distinta de los demás, sin querer queriendo mi cerebro las incorporó y aprendí a contar historias. Cuando comencé a escribir como periodista, esa habilidad afloró y me permitió diferenciarme de mis colegas: me convertí en storyteller a partir de cantar canciones.

Puede parecerte increíble, o quizás una mentira. Sin embargo, es la verdad. Jamás leí algún texto relacionado con la creación de historia, con copywriting o algo por el estilo. Tampoco me lo enseñaron en la universidad. Fue un aprendizaje espontáneo que adquirí de escuchar distintos ritmos, de aprenderme la letra, de cantarlas a grito herido una y otra vez, y una más.

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La música siempre ha ocupado un lugar importante en mi vida. Como compañía, como aliento, como paño de lágrimas y, en especial, como vínculo. En esas parrandas conocí a personas que luego fueron amigos por mucho tiempo con los que compartí momentos que no olvido. Experiencias sin filtros, en las que cada uno se mostraba tal como es.

Diversos estudios científicos, de antes y de ahora, han demostrado que la música le encanta al cerebro. De hecho, está comprobado que al nacer los bebés reconocen la música que escucharon mientras estaban en el vientre de mamá. Y también se sabe que a través de la música, de las canciones, nos relacionamos con el mundo exterior y aprendemos sobre él.

Una influencia muy importante proviene del entorno. En mi caso, por ejemplo, el gusto por las rancheras fue heredado de mi padre; por las baladas, de mi madre; por el vallenato, de mis amigos. Otra característica especial es que adquirimos nuevos gustos musicales a medida que crecemos, que tenemos contacto con más personas, que vivimos más experiencias.

Según el músico y periodista científico canadiense Michel Rochon, experto en el tema, “los científicos creen que el Homo sapiens empezó a hacer música hace cien mil años para comunicarse. Y no solo eso: “También, para aprovechar sus poderes con fines de supervivencia”. Todas las civilizaciones y todas las culturas crearon y disfrutaron la música.

“Es nuestra mejor amiga”, dice Rochon. “Lo mejor es que podemos elegir la música que mejor se adapta a la emoción del momento”. Todos tenemos una canción que nos hace reír, o llorar, o reflexionar, o bailar, o recordar viejos amores, o añorar la juventud. Según el experto, esa es la razón por la cual la música es crucial para la cohesión social y la felicidad personal.

Cada etapa de la vida está acompañada de música. Que, por supuesto, cambia a medida que crecemos, que evolucionamos. Música que, además, nos ayuda a forjar una identidad, una mentalidad. Que, también, y esto se me antoja maravilloso, nos permite ir y venir en el tiempo, regresar a la infancia o la juventud, revivir momentos que disfrutamos con personas que ya no están.

“Cuando escuchamos la música 20 o 30 años después, nos trae recuerdos importantes sobre quiénes éramos y las batallas que libramos para construir nuestra identidad. Esto demuestra el poder y la importancia de la música en nuestra vida”, dice Rochon. Tan importante, que es posible contar la historia de nuestra vida a través de las canciones que nos han marcado.

No sé qué sería de mi vida sin música. O, de otro modo, no concibo mi vida sin música. Y no concibo, tampoco, mi trabajo sin la influencia de la música. Tanto que, quizás lo sabes, me atrevo a catalogar a José Alfredo Jiménez como el copywriter más brillante que conocí. Y otros autores, como Juan Gabriel, Armando Manzanero o Marco Antonio Solís, son fuente de inspiración.

Y ese es, precisamente, el mensaje que te quiero transmitir en este contenido. Para cada situación de tu vida, positiva o negativa, siempre hay una canción ideal. Una que encaja perfectamente para permitirte gestionar las emociones del momento. Y esas canciones, esos recuerdos, esas experiencias, esos aprendizajes, son ideas para crear contenidos.

Sí, muchos de los contenidos que comparto contigo a través de canales digitales, en múltiples formatos, están inspirados en canciones que son parte de la historia de mi vida. Escuchar música es uno de los consejos que doy a quienes me dicen que están bloqueados o que no se les ocurre una buena idea. ¿La clave? Elegir bien la canción que conecte con la emoción del momento.

Hay quienes, por otro lado, me dicen que no se animan a contar su historia personal. ¿El motivo? Se sienten vulnerables, piensan que otros se van a aprovechar de esas debilidades. ¿La solución? La música. Si no me crees, te propongo un ejercicio, uno sencillo. Uno que no tienes que compartir con nadie, uno que te servirá como una profunda introspección.

¿Te animas? Solo tienes que elegir diez canciones (o 5, las que tú quieras) que representen momentos importantes de tu vida en diferentes etapas. Por ejemplo, alguna de la niñez, otra de la adolescencia, una de la universidad, la que le dedicabas a la que hoy es tu pareja, la que coreabas con tu familia en el cumpleaños del abuelo o en Navidad, y así sucesivamente.

Tienes dos opciones: o utilizas las canciones elegidas para contar tu historia, para escribir tu historia, o haces una historia independiente a partir de cada canción. O las dos, ¿por qué no? Ponle buena onda, escucha las canciones varias veces antes de sentarte a escribir. También es conveniente que establezcas un libreto, una estructura, para evitar que la improvisación te estorbe.

Celia Cruz tenía razón: ¡la vida es un carnaval! Luces, alegría, color, sabor y, claro, música. Y a mí lo que más me gusta del carnaval, lo que más disfruto, es la música. La música me lo ha dado todo: momentos inolvidables con seres queridos, amigos, experiencias imborrables, además de ser un ilimitado manantial de ideas para crear contenido de valor, de impacto.

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La pandemia de los impostores: el reino del ‘copy + paste’

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Vivimos la era de la tecnología, de la comunicación y, ¡qué horror!, la del copy + paste. Justo en el momento en el que disponemos de maravillosas y poderosas herramientas para mostrar quiénes somos, qué hacemos; para exhibir nuestro valor, la gran mayoría de las personas se queda, tristemente, en el copy + paste. Que, por supuesto, va más allá del ámbito laboral.

Desde siempre, quizás porque es parte de su naturaleza, quizás porque es inevitable adquirir este comportamiento, el ser humano ha querido parecerse a otros. El hijo quiere ser como el padre, el joven quiere ser como su ídolo el deportista, la mujer quiere ser como la empresaria exitosa, el emprendedor quiere ser como Elon Musk… Es un cadena que no tiene fin.

Hoy los retadores procesos creativos de antaño fueron suplidos por plantillas, libretos, formularios y, más recientemente, prompts configurados. ¡Ya casi nada es auténtico, ya casi todo es copiado! Una verdadera pesadilla, sin duda. Para colmo, ya nadie quiere inventar o innovar y la mayoría recurre a copiar o, en el mejor de los casos, a modelar lo que es exitoso.

Es otra suerte de pandemia, la de los impostores. Que, no sobra decirlo, son descarados: dado que en internet es difícil saber quién copió a quién (qué fue primero, ¿el huevo o la gallina?), se aprovechan de la laxitud de las normas o, peor, de la carencia de normas. No solo normas legales, sino también las de la decencia, las del respeto por aquellos que consumen contenido.

Lo peor, lo verdaderamente desalentador, es que es el propio mercado el que valida y respalda a los impostores. Se hace clic fácil, se comparte información de la que no se conoce su veracidad o procedencia, se estimula la cultura del matoneo, de la burla, de dejar en ridículo al que piensa distinto, al que lo hace mejor, al que se atreve a ser auténtico. ¡Una pesadilla!

La verdad es que el mercado se caracteriza por la mediocridad. Y al mercado le gusta lo mediocre es más barato, porque los mediocres casi siempre están dispuestos a bajar el precio o acudir a cualquier otra estrategia suicida con tal de hacer una venta. En el caso de los contenidos, de la creación de contenidos, la mediocridad es vulgaridad, mentiras, manipulación, copy + paste.

Es triste cuando eres un creador de contenido y compartes el tuyo en los canales digitales. No tardas en darte cuenta de que, sin quererlo, eres parte de una cloaca nauseabunda. Basura que te traga, que te ensucia, que te contamina. El mercado, la mayoría del mercado, elige lo sucio, lo barato, lo ordinario y pasa de largo de lo profesional, constructivo e inspirador.

Visto con rapidez, el panorama se antoja desolador. Sin embargo, estoy seguro de que este no es el final del camino, de que hay mucho más por recorrer. Y los protagonistas de esa aventura seremos los creadores de contenido de calidad. Después de años de bombardeo mediático, de verse salpicado por tanta inmundicia, los consumidores reaccionan y… ¡toman medidas!

Poco a poco, las personas dicen ¡No más! No más vulgaridad, no más mentiras, no más impostores, no más copy + paste, no más fake-news. La realidad es que la gente, el común de la gente, está cansada de sentir miedo, de vivir en medio de la incertidumbre y la zozobra, de verse utilizado como marioneta por quienes se aprovechan de su dolor para ganar dinero.

Y las personas toman medidas, repito. ¿Cuáles? La pandemia provocada por el COVID-19 marcó un antes y un después. Fue un período muy duro en el que la gente, el ciudadano del común, se sintió desprotegido. Y no solo eso: también, engañado y abandonado tanto por las autoridades como por los medios de comunicación y, oh sorpresa, por muchas marcas.

Peor aún, sienten hoy todavía que fueron engañados, que se jugó con su miedo para sacar provecho particular. Que se exacerbó el pánico para promover la aplicación de vacunas, para inducir cambios de hábitos y nuevos comportamientos. Que al final se los utilizó para beneficiar a las farmacéuticas, para promover normas que en otros contextos no eran aceptadas.

En ese ambiente de desconfianza, entonces, la gente posó su mirada en otro lado. ¿En cuál? En los creadores de contenido que, durante el encierro, fueron un elíxir. En especial, una válvula de escape para la presión, para cuidar de la salud mental, para huir del apocalipsis que las autoridades y las marcas proclamaban cada día. Y, claro, también, del caos reinante.

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El resultado de este fenómeno es que el mercado les dio la espalda a esas autoridades y a esas marcas, que perdieron su confianza y credibilidad de manera irremediable. Y comenzó a creer y a confiar en nuevas marcas, en personas que les tendieron la mano en el momento en que más lo necesitaban. Marcas-personas que se diferenciaron de sus competidores, por mucho.

Y este, precisamente, es el mensaje que te quiero transmitir en este contenido. La clave del éxito a la hora de crear y compartir contenido en canales digitales, sin importar a qué te dedicas o cuál es tu área de experiencia, es ser diferente de la competencia. Diferente entendido como auténtico, como vulnerable, como sensible, como empático, como inspirador.

“Las marcas pobres se desentienden de sus competidores, las marcas del montón copian a sus competidores y las marcas ganadoras marcan el camino a sus competidores. Esta genial frase es de Philip Kotler, uno de los gurús verdaderos del marketing de los siglos XX y XXI, autor de múltiples libros que son referencia obligada. Es considerado el padre del marketing moderno.

Una frase que, además, se aplica perfectamente a la tarea de crear y compartir contenidos. Es decir, tú eliges qué camino quieres transitar: te desentiendes de la competencia, quizás porque crees que eres mejor o que tu mensaje es más poderoso, y corres el riesgo de llevarte una bofetada. Es el camino que siguen las estrellas fugaces, cuyo brillo se apaga muy pronto.

Puedes, también, hacer lo mismo que la mayoría. ¿Qué? Caer en la trampa del patético copy + paste. Es probable que por algún tiempo consigas atrapar la atención del mercado, pero bien sabes lo que dice el dicho: “primero cae un mentiroso que un cojo”. En algún momento, el mercado se dará cuenta de que eres un fiasco, de que eres tan solo otra especie tóxica.

Una variante de este camino es echar mano exclusivamente de las poderosas herramientas de inteligencia artificial generativa. Una tendencia que va en alza, tristemente, a pesar de que el mercado ha esgrimido banderas rojaspara expresar sus temores y su rechazo a esta práctica. Tal y como la mayoría usa la IA, se trata simplemente de un atajo que te lleva al despeñadero.

Queda una opción: marcarles el camino a tus competidores, señalarles el rumbo que el mercado prefiere. Y no solo eso: también, provocar un impacto positivo en la vida de las personas que reciben tu mensaje y dejar un legado. Convertirte en fuente de inspiración, en el modelo que otros quieren imitar, en ejemplo de contenido positivo y constructivo.

Este, no lo dudes, es el camino más complejo. Sin embargo, si no te rindes, si no caes en la tentación de cambiar el rumbo el ir por un atajo, también es el que mayores satisfacciones te brindará. Y no me refiero solo al tema económico, que apenas es una de las aristas, sino a la gratitud del mercado, que es algo mucho más valioso. La recompensa valdrá el trabajo.

Tú eliges: puedes ser una marca pobre, una marca del montón o una marca ganadora. Tú eliges: reniegas del tesoro que te regaló la vida, tus dones y talentos, principios y valores, y te dedicas a ser más de lo mismo, otra especie tóxica (que irremediablemente se extinguirá). Tú eliges: compartes lo que eres y lo que posees, y lo disfrutas, y produces un impacto positivo.

No tienes que ser experto en tecnología: basta que domines las funciones básicas de algunas de las herramientas. No tienes que ser perfecto, que hacerlo perfecto: eso créeme, a nadie le interesa y, lo peor, nadie lo valora. La clave del impacto que puedes producir en el mercado está en la calidad de tu contenido, en la utilidad de tu contenido, en la autenticidad de tu contenido.

Te criticarán aquellos que son incapaces de hacer lo que tú haces. Se molestarán aquellos que no pueden obtener los mismos resultados que tú. Se incomodarán los ególatras mediocres al escuchar que el mercado acoge con agrado tu propuesta, tus contenidos. Te descalificarán los vendehúmo y los gurús venidos a menos al comprobar tu frescura, que eres diferente.

En la era de la tecnología, de maravillosas y poderosas herramientas y recursos; en la era de la comunicación, vivimos la pandemia de los impostores, los reyes del copy + paste. No es algo definitivo, sino parte del proceso de evolución del mercado, de la vida misma. Como todas las especies incapaces de adaptarse y sobrevivir, desaparecerán y los olvidaremos rápidamente.