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¿Ideas geniales? No las busques: más bien, cultívalas e incentívalas

¿Estás obsesionado porque te llegue una idea genial? ¿Para crear un negocio, para presentar una propuesta, para escribir un libro que sea bestseller, para convencer a tus clientes y que te compren más? Esta de la idea genial (o mágica o perfecta) es una obsesión del ser humano, pero no solo ahora en los tiempos de la inmediatez, sino que lo ha sido desde siempre.

Y es algo natural que surge de la curiosidad, de las ansias de conocimiento, de que buscamos una explicación (una razón, un motivo) en lo que nos sucede. Además, también porque nos han metido en la cabeza la idea de ser únicos, ricos, exitosos, felices y otras más. Que, a mi modo de ver, se resumen en la idea de ser los mejores, como si la vida fuera una competencia.

No sé qué pienses tú, pero para mí no lo es. De ninguna forma. ¿Sabes por qué? Porque hace años, producto de los golpes que recibí de la vida, aprendí que soy único. Lo soy como todos los seres humanos, únicos, irrepetibles, modelo exclusivo. Aun si tienes un hermano gemelo, sabes que son distintos de muchas formas: nadie, absolutamente nadie, es igual a otro.

Y eso, precisamente, es lo que nos hace valiosos. La clave, ¿sabes cuál es la clave? Entender que ya todas las maravillas posibles en el mundo, absolutamente todas, fueron creadas. Eventualmente, algunas de ellas son desconocidas por nosotros y nos sorprenderán cuando las hallemos. Sin embargo, repito, ya todo lo maravilloso del mundo está ahí, en algún lugar.

Como las ideas geniales, por ejemplo. Todo, absolutamente lo que podemos imaginar, ¡ya existe! ¿Lo sabías?Créeme, a mí también me costó entenderlo. En su famoso libro Piense y hágase rico, Napoleon Hill escribió: “Todo aquello que el hombre crea empieza con un impulso del pensamiento. El hombre no puede crear nada que primero no haya concebido en su pensamiento”.

Es decir, todo lo que hay en el mundo, en tu vida, pasó antes por tu pensamiento, surgió de ahí. En especial, las ideas geniales. En términos sencillos, cuando observas algo, percibe un olor o escuchas una canción, las neuronas asocian esas percepciones con alguna circunstancia previa y conforma una idea. Así es como funcionan la memoria, la imaginación y la creatividad.

¿Entiendes? La información ya está dentro de tu cerebro porque la viste, la escuchaste, la oliste, la tocaste o la experimentaste antes. Aunque fuera de forma lejana, imperceptible para los sentidos. Tu cerebro asocia esa información a una circunstancia, a un lugar, a una persona con la que te encuentres, y la recupera cada vez que el estímulo se repite. Una y otra vez.

Hay personas más sensibles a esos estímulos externos porque han educado su cerebro para eso, porque observan más (no solo ven), escuchan más (no solo oyen). Además, son personas que han cultivado positivos hábitos para estimular la creación: gustan del silencio, tienen más contacto con la naturaleza, practican ejercicio, se alimentan y descansan bien, aprenden más.

En otras palabras, tienen una mayor cantidad de información en su cerebro que otras, que la mayoría. Y no solo eso: es también información de mejor calidad. Además, su actitud frente a la vida, a lo que les sucede, es positiva, constructiva, propositiva. No son de las que lloran sobre la leche derramada, sino que buscan soluciones, aprender de sus errores y continúan.

Lo que la ciencia ha podido establecer es que una mente tranquila es más propensa a generar ideas geniales. No solo porque es más receptiva, sino también porque tiene la capacidad para enfocarse en lo que verdaderamente importa. Por eso, es importante el ambiente, la gente con la que te rodeas, los hábitos de tu día a día y, sobre todo, cómo te hablas a ti mismo.

Según Rowan Gibson, considerado uno de los mayores expertos en innovación y gestión empresarial, orador y escritor de varios libros, las ideas se configuran a partir de pensamientos organizados. ¿Eso qué significa? Que antes de las ideas están los pensamientos y, no hay que olvidarse de ellas, las experiencias vividas, que proporcionan la información que necesitamos.

Entonces, no sería errado pensar que las ideas geniales son fruto de un proceso de estimulación del pensamiento. Es ahí donde está la diferencia: hay personas que creamos el hábito de estimular el pensamiento de múltiples formas (lectura, pintura, canto, baile, cocina, deporte y más) y otras que, por su lado, son reactivas y esperan que las ideas les lleguen.

Es lo que comúnmente llamamos inspiración, que es una mentira muy vendedora, pero no por eso deja de ser mentira. El famoso estudio de animación DreamWorks Animation, en EE. UU., por ejemplo, promueve el acceso de sus empleados a clases de yoga o arte durante la jornada laboral, con el fin de estimular su creatividad. Y ya sabemos que Google está en la misma línea.

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Lo he mencionado en otros artículo, pero es menester repetirlo: la tal inspiración no llega a ti, nunca llegará, porque la verdadera inspiración, ese chispazo brillante, esa idea genial, surge de ti. Es la genial tarea que cumple tu cerebro cuando lo has alimentado con información de calidad y cuando lo entrenas permanentemente, cuando lo retas, cuando lo exiges al máximo.

Porque, no podría ser de otra manera, un cerebro perezoso solo te brinda ideas comunes y corrientes. Esa es la realidad. No sé cómo lo veas tú, pero a mí esto se me antoja maravilloso. ¿Sabes por qué? Porque significa que cualquier ser humano, tú o yo, está en capacidad de crear ideas geniales. O, de otra forma, ya eres un genio, solo debes agitar la botella y dejarlo salir.

El filósofo escocés David Hume dijo algo que puede ayudarte a entenderlo. Según él, son tres las cualidades que asocian la generación de ideas: la semejanza, la contigüidad y la causa y el efecto. No sobra decir que son cualidades incorporadas en cualquier ser humano, como para que te desprendas de la creencia de que las ideas geniales son un don concedidos a pocos.

Por la ley de semejanza, la mente tiene a reproducir ciertas ideas cuando el impulso que las originó es semejante a alguna circunstancia o experiencia previa. Por ejemplo, ves la fotografía de uno de tus hijos y te dan una ganas terribles de hablar con él, de verlo pronto, de darle un gran abrazo. O, quizás, tomas un libro y de inmediato recuerdas a la persona que te lo regaló.

Por la ley de contigüidad, la mente trae a colación ideas que son afines o que se han dado de manera simultánea con la idea presente. ¿Por ejemplo? O, si escuchas una canción, la mente te transporta a vivencias atadas a cuando la aprendiste, te hace recordar a las personas con las que las cantabas y los lugares que frecuentaban. O, quizás, una película o una serie de tv.

Por la ley de la causa y el efecto, mientras, la mente trae un pensamiento complementario asociado a uno preliminar. ¿Por ejemplo? Escuchas las sirenas de una ambulancia y piensas que hubo un accidente o a la distancia ves una columna de humo y asumes que hay un incendio. O, quizás, tu pareja saluda a una mujer con la que se cruzó y asumes que es infiel.

Lo que realmente me importa que comprendas, la idea que me motivó a escribir este artículo, es que no necesitas ser un genio para crear o producir ideas geniales, no requieres un don especial para ser creativo y tampoco te servirán las plantillas, fórmulas o libretos de otros. Lo único que debes hacer es entrenar a tu cerebro, enseñarle a producir esas ideas geniales.

Por supuesto, debes ayudarle. ¿Cómo? Para comenzar, vive la vida bajo tus propias reglas, es decir, no sigas el camino establecido por otros. Hazles caso a tu intuición, a tus sueños, a tu corazón. No reprimas tus emociones (que son fuente inagotable de ideas geniales si sabes canalizarlas) e incluye en tu rutina actividades que promuevan la creatividad y la imaginación.

Por ejemplo, la lectura, la escritura, escuchar música, jugar con tus hijos, pasear a tu mascota, practicar algún ejercicio, alimentarte bien, descansar, dedicarte tiempo para ti en soledad, en fin. Ve al cine con tu pareja, sal a comer con tus amigos, asiste a teatro o al concierto de tu cantante preferido, cocina y atiende a tu familia y amigos en casa, ayuda a otras personas…

Algo que debes saber es que la mente, tu cerebro, no está preparada para ir contra la corriente. ¿Eso qué significa? Que si quieres que te brinde ideas geniales, debes facilitarle la tarea, proporcionarle el ambiente adecuado. Y no solo eso: también debes alimentarla y ejercitarla constantemente a través del aprendizaje y del desarrollo de nuevas habilidades.

¿Alguna vez escuchaste o leíste aquello de “cosecharás lo que hayas sembrado”? Bueno, este es uno de esos casos, específicamente. Hoy, por ejemplo, los padres y los maestros se quejan de la falta de creatividad de niños y jóvenes y lo asocian con la obsesión de estar conectados a internet, jugando y viendo videos insulsos. No es el único factor, pero su influencia es innegable.

Las ideas son como las mariposas: vuelan silvestres hasta que las atrapas. Tu tarea, entonces, consiste en darles forma, en ponerles tu toque personal, tu estilo, y asignarles un rumbo, un propósito. Esto (tu toque, tu estilo, tu intención) lo que las hace geniales, distintas, únicas. Recuerda lo que mencioné al comienzo: todo, absolutamente todo, ya fue inventado.

Un ejemplo: el amor. Está ahí, omnipresente. Sin embargo, para cada persona significa algo distinto, todos lo manifestamos de formas diferentes. Se han escrito millones de canciones inspiradas en el amor y, aunque muchas son parecidas, creadas con el mismo molde, cada una es única. Inclusive, un bolero cantado en ritmo de ranchera o de balada es una idea única.

No te olvides de la frase de Napoleon Hill: “Todo aquello que el hombre crea empieza con un impulso del pensamiento. El hombre no puede crear nada que primero no haya concebido en su pensamiento”. Todo lo que necesitas ya está dentro de ti. Lo que quizás haga falta es aprender cómo estimularlas; una vez lo hagas, el resto de la tarea será la realizará tu maravilloso cerebro

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Cómo evitar que tu cerebro caiga en la ‘obsolescencia programada’

Si lo quieres ver así, es tanto un gran privilegio como una dificultad (al menos, para algunos). ¿A qué me refiero? Los seres humanos, todos, sin excepción, tenemos tanto el privilegio de aprender cada día y la dificultad (si así la quieres ver) de entender que el aprendizaje nunca termina. Aunque no me lo preguntaste, para mí no hay dualidad: lo interpreto como una maravillosa bendición.

Vivimos la era de la tecnología, con poderosas y sorprendentes herramientas y recursos que nos llegan para mejorar las tareas que realizamos cada día. Desde las sencillas en casa hasta las más complejas en el ámbito laboral. Ciertamente, nunca antes la humanidad disfrutó más, nunca antes la vida fue tan fácil, ni tan cómoda como lo es ahora. ¡Y cada vez será más fácil, más sencilla!

Más allá de que para algunos el manejo de la tecnología y sus herramientas es un desafío, estas nuevas versiones son cada vez más humanas, más intuitivas. Así, por ejemplo, puedes impartirle instrucciones a tu teléfono por voz y él las interpreta y las realiza de inmediato. O la inteligencia artificial generativa, que crea imágenes o textos, entre otros, a partir de instrucciones sencillas.

De nuevo, vivimos la más fantástica era para el ser humano. Lo que para otras generaciones fue un problema o un proceso de aprendizaje, lento, complicado y costoso (especialmente, en términos de tiempo), hoy es fácil. ¿Por ejemplo? Hoy puedes leer o escuchar libros a través de aplicaciones en 1, 3 o 5 horas, del mismo modo que aprendes inglés desde el celular, al ritmo que desees.

 Sin embargo, y aquí está el pero de la historia, esta maravillosa era de la tecnología es también la era de la odiosa obsolescencia programada. ¿Sabes en qué consiste? Es la acción consciente y premeditada de los creadores de productos (sobre todo, de tecnología) para que dejen de servir (o que sus funciones y características se vuelvan obsoletas) tras un determinado tiempo.

Televisores, celulares, computadores y otros electrodomésticos que al cabo de 2-3 años se transforman en un estorbo porque ya no están en capacidad de cumplir a cabalidad las funciones para las que fueron creados. Y lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que no hay un plan B válido. Es decir, la única opción es ir a la tienda y renovar el equipo (esa es la esencia de la obsolescencia).

Durante años, lidié con ese problema principalmente con mis computadores, tanto de escritorio como portátiles. Microsoft, con sus múltiples versiones de Windows, siempre infestadas de mil y un virus, es por mucho el rey de la obsolescencia programada. Una estela que han seguido todos sus partners, todos los que de una u otra manera están involucrados en esos aparatos.

Hace poco más de dos años, me enfrenté a uno de esos problemas. Mi computador, que en teoría estaba “perfecto”, rendía al mínimo con video. Y el video es parte fundamental de mi trabajo, así que no puedo estar limitado. Tuve la posibilidad de dar el salto a los productos Apple y adquirí un Mac mini, primero, y luego un computador de escritorio. ¡Fue la mejor decisión que pude tomar!

Sí, son más costosos; sí, Apple te cobra además por servicios relacionados como aplicaciones (y no es económico); sí, la mayoría de las personas usan PC o dispositivos Android; sí, los periféricos que se requieren para los computadores Apple son exclusivos y costosos. Sí, sí… pero los productos de esta marca son MUCHO mejores que los demás y te olvidas de la obsolescencia programada.

Que también se sufre con esta marca, pero de manera distinta: no es a corto plazo (2-3 años), sino a largo plazo (al menos 10 años). Es decir, tiempo suficiente para que le saques el jugo a esa inversión que realizaste, que a partir de los beneficios que obtienes o, en mi caso, del ROI que recibo a partir de mi trabajo te permite recuperar con creces lo que pagaste por ese dispositivo.

Lo mejor, ¿sabes que es lo mejor? Que las actualizaciones, a diferencia de las de Windows, no están destinadas a corregir fallos de seguridad, de estabilidad del sistema o de funcionamiento. ¿Entonces? Son verdaderas mejores de funciones, ampliación de servicios o cobertura. Es un gana-gana. Y no te cobran más por esas actualizaciones, que por demás se realizan con frecuencia.

Por eso, cada vez que me aparece la notificación “Hay actualizaciones pendientes” no me molesto, como ocurría antes, cuando tenía mi computador Windows. ¿Por qué? Porque sé perfectamente que es un proceso rápido (otro gran beneficio) y, además, positivo. Es decir, algo que sirve, que va a potenciar las características de mi iMac, la va a potenciar y mi trabajo será más agradable.

Es, justamente, lo que sucede con tu cerebro, ¿lo sabías? Sí, como si fuera una computadora, cuando nacemos tiene un disco duro dispuesto para recibir información y unas funciones básicas programadas por defecto. Sin embargo, desde el momento en que llegas a este mundo es tu responsabilidad programarlo, configurarlo con las aplicaciones que te permitan aprovecharlo.

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¿Cuáles son esas aplicaciones? El conocimiento, para comenzar. Que, a diferencia de lo que sucede con un computador, no tiene límites. Puedes almacenar tanto como desees, como seas capaz de adquirir. Puedes, por ejemplo, aprender dos, tres o cinco idiomas. Puedes, también, leer un par de libros al mes o tomar un curso sobre pintura, si esa es la afición que te apasiona y disfrutas.

También están las habilidades, que el diccionario define como “capacidad y disposición para algo”. Eso significa que tenemos más facilidad para aprender unas, pero no cometas el error de pensar que “no estás hecho” para las demás. La diferencia es que las primeras las desarrollarás más rápido y las disfrutarás más, mientras que estas otras requerirán mayor esfuerzo y disciplina de tu parte.

Así mismo, el cerebro se nutre de las experiencias que vivimos cada día. De todas, no solo de las negativas, como solemos pensar. Todo lo que nos ocurre en la vida tiene un porqué, es decir, una razón o un propósito, e incorpora una lección, un aprendizaje. Ese porqué dependerá un poco de tus metas en la vida, de tus planes, mientras que la lección es inevitable, aunque sea dolorosa.

Hay otro componente importante de esa configuración del cerebro: creencias, pensamientos, sentimientos y emociones (amor y miedo y todas sus manifestaciones). Son esas aplicaciones que muchas veces incorporamos de manera inconsciente, impulsiva, y que en la práctica son un problema porque nos distraen, nos consumen tiempo valioso y son perjudiciales a largo plazo.

La vida es como una App Store que nos brinda infinidad de aplicaciones, de programas, de gadgets que podemos instalar en nuestro cerebro y utilizar. No todas son convenientes o productivas, no todas las aprendemos a gestionar, no todas nos brindan los servicios o beneficios prometidos. La clave está en saber cuáles sí y las demás, eliminarlas: hay que liberar espacio para algo útil.

Una de las situaciones incómodas a la que me enfrento a mi trabajo es encontrarme personas que se niegan a ejecutar las “actualizaciones pendientes”. Tristemente, han convertido su cerebro en un dispositivo con fecha de expiración, de caducidad. Le han impuesto una obsolescencia programada que se traduce en que no están en disposición de aprovechar las actualizaciones.

Soy un eterno aprendiz y, además, me encanta enfrentar el reto del aprendizaje. Es decir, no soy de los que se quedan sin responder la pregunta fundamental: aquella de “¿Podré hacerlo?” o “¿Seré capaz de aprenderlo?”. Gracias a esta mentalidad abierta, la vida me ha dado el privilegio de aprender una gran cantidad de cosas que no imaginabao, inclusive, que no estaban en mis planes.

Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que con frecuencia en mi camino aparece la famosa notificación de “tienes actualizaciones pendientes”. La vida me brinda la posibilidad de aprender más, de vivir nuevas experiencias, de conocer más personas, de explorar otros ámbitos de mi profesión. La vida me abre horizontes infinitos, gratificantes, que refuerzan mi propósito y le dan sentido a cada día.

Y tú, ¿aprovechas las “actualizaciones pendientes?”. En el caso de la creación de contenidos, de las estrategias efectivas para comunicar nuestro mensaje, la experiencia me ha enseñado que son muy pocos los que se atreven a hacer clic en “actualizar todo”. La mayoría, la gran mayoría, funciona con la configuración limitada producto de la temida y odiada obsolescencia programada.

Y, créeme, no es la herramienta que utilizas, o el canal que eliges, o la inteligencia artificial lo que te permitirá aprovechar esto tan valioso que la vida te brinda. El valor no está allí, sino en el poder de tu mensaje que está determinado por lo que sabes, lo que has vivido, lo que has aprendido de tus errores, así como de lo que te apasiona y, por supuesto, del propósito que guía tu vida.

No me canso de repetirlo: tienes todo, absolutamente todo, lo que necesitas para crear un mensaje poderoso que produzca un impacto positivo en la vida de otros. Uno que informe, eduque, entretenga y, sobre todo, inspire. Uno que sea la otra cara de la moneda de la perversa infoxicación y sirva para crear relaciones poderosas, vínculos transformadores e innovadores.

“Tienes actualizaciones pendientes” y, a diferencia de los dispositivos sujetos a la obsolescencia programada que los convierte en chatarra tecnológica en poco tiempo, tu cerebro te permite aprender cada día, todos los días, sin excepción. Cuanto más actualizada esté tu configuración, mejor. Elige bien las aplicaciones que vas a utilizar y, una vez las descargas, ¡aprovéchalas!

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10 pequeños momentos que son una genial fuente de inspiración

El famoso y tristemente célebre bloqueo mental del escritor, o del creador de contenido, no es más que un cerebro mal entrenado o, dicho de otra forma, imaginación dormida. Eso significa que, primero, es responsabilidad de cada uno si esa luz está apagada y, segundo, que hay una solución al alcance de la mano. No importa si A y B se aplican a tu caso: ¡siempre hay solución!

Quizás en la niñez tu padre te llevó a la academia a que aprendieras a jugar tenis, que era su pasión. Su sueño era que te transformaras en un campeón. Dedicaste tiempo y trabajo para convertirte en un buen jugador, llegaste a ser el número uno de tu liga y en tu casa hay un lugar especial en el que exhibes los trofeos de aquella época dorada en la juventud.

Sin embargo, cuando ingresaste a la universidad las prioridades cambiaron. El estudio y el tiempo que pasabas con Claudia, tu novia, no te daban la posibilidad de entrenar con la disciplina requerida. Poco a poco dejaste de practicar hasta que un buen día, en silencio y con dolor, tomaste una decisión radical: guardaste la raqueta y pensaste “no volveré a jugar”.

La vida, sin embargo, es maravillosa y te dio una nueva oportunidad. Años más tarde, eras tú el padre que llevaba a su hijo (Joaquín) a la academia para que aprendiera los secretos de este deporte. Que todavía te apasiona, claro. Al verlo a él entusiasmado y disciplinado en la pista, no pudiste contenerte y al regresar a casa desempolvaste la raqueta. ¡Volverías a jugar!

Fue un sábado en la mañana, según la tradición, pero no resultó como lo esperabas, a pesar de la inmensa ilusión que bullía en tu interior. ¿Por qué? No tardaste más que unos golpes en darte cuenta de que estabas oxidado, de que habías perdido la sensibilidad y de que esa habilidad que antaño dominabas fácilmente ahora parecía una prueba insuperable para ti.

Asumo que entiendes el símil. Cuando le enseñas a tu cerebro o a tu cuerpo a realizar una actividad, cualquiera que sea, inclusive una harto difícil que exige mucho trabajo y constancia, en algún momento logras los objetivos propuestos. Toma unos segundos para recordar y te darás cuenta de que tu cerebro y tu cuerpo hacen lo que tú les enseñas o para lo que los entrenas.

¿Entiendes? Esta es una premisa que se aplica a cualquier actividad en la vida. ¡Cualquiera! Sin límites, salvo que tú mismo los impongas como en el caso de la creación de contenido. Es uno de esos momentos en los que las objeciones, las creencias limitantes, los mitos y las mentiras se convierte en una excelente excusa. O, peor, en la justificación para renunciar a tus sueños.

Cuando comencé a escribir, por allá en 1987, carecía de formación más allá lo que había aprendido en las clases de Español en el colegio. Me diferenciaba por mi buena ortografía, pero nada más. No tenía estilo, ni una estructura y tampoco, el hábito. Es decir, comencé de cero. Escribía mal, con incongruencias, con muchas fallas de las que no era consciente.

Además, durante mi niñez y adolescencia, o mi paso por la universidad, fue poco o nada lo que leí. Eso, sin embargo, no fue un obstáculo. Comencé a escribir, a escribir, a escribir. A fallar, a fallar, a fallar, y a corregir. En algún momento, que no puedo determinar con exactitud, me transformé en un buen escritor, uno que producía textos que les agradaban a sus lectores.

El punto de partida del famoso y tristemente célebre bloqueo mental del escritor, o del creador de contenido, obedece a alguna de estas opciones: uno, falta de conocimiento del tema; dos, conocimiento a medias o, de otra forma, falta de información; tres, un cerebro mal entrenado, perezoso, que se niega a activar el chip de la imaginación; cuatro, no ves en tu interior.

Porque, si no lo sabes, todo, absolutamente todo lo que necesitas para comenzar a crear contenidos (independientemente del formato) están dentro de ti. Lo importante, lo valioso, que es la información, los principios, los valores, los sueños, los sentimientos, las reflexiones, las ideas. Lo demás, especialmente lo técnico, lo aprendes en el camino o lo contratas.

Es decir, no hay excusa. Solo tienes que cerrar los ojos, respirar lento y profundo y mirar a tu interior. Abstráete de lo que sucede afuera y concéntrate en todo aquello que ves ahí. Que, seguro, es maravilloso (recuerdos, alegrías, logros) o doloroso (pérdidas, frustraciones). Las pequeñas cosas de tu día a día son una inagotable fuente de ideas para crear contenido.

Pequeñas cosas que por lo general pasan inadvertidas, sin que percibamos su importancia o trascendencia. Situaciones o pensamientos que cada día nos ayudan a construir nuestra vida y que, de acuerdo con el modo en que los gestionemos, nos amargan o nos brindan la felicidad que anhelamos. Y que, aunque no lo parezca, son buenas ideas para crear mensajes de poder.

Antes de mencionarte cuáles son esas fuentes de buenas ideas para la creación de contenido, te invito a hacer una reflexión: lo que tú vives, lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo, es lo mismo que viven el resto de seres humanos del planeta. Cambian las circunstancias, los momentos en que se producen y, por supuesto, las consecuencias de cada hecho.

Que, no sobra decirlo, están determinadas por nuestras creencias, miedos, pensamientos y, sobre todo, nuestras emociones. Lo que quiero que te grabes en la mente es que lo que a ti te sucede SÍ (así, en mayúscula) es útil y necesario para otras personas. ¿Por qué? Porque puede ser la respuesta a sus interrogantes, a sus inquietudes; la luz que los conduzca a salir del túnel.

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Vamos, ahora sí, entonces, con esas situaciones fuente de buenas ideas:

1.- La felicidad está en ti. Los seres humanos tendemos a buscar la felicidad en lo material o en los demás, sin darnos cuenta de que está incorporada en el abrazo de tu hijo, la sonrisa de tu pareja, la magia del amanecer, el privilegio de respirar o la satisfacción de ayudar a otro. Dile a tu audiencia cómo experimentas esa felicidad, llama su atención acerca de esos pequeños tesoros.

2.- El pasado ya fue. El ayer, cercano o lejano, suele ser origen de preocupaciones o miedos que nos amargan la vida, el hoy, el presente. El pasado condiciona y determina la forma en que pensamos y actuamos si no somos capaces de cortar ese cordón umbilical. Comparte alguna experiencia en este sentido y sé explicito especialmente en cómo superaste la situación.

3.- Trata a los demás con te gusta que te traten a ti. Vivimos en un mundo frenético, histérico y, sobre todo, particularmente violento. Somos reactivos y hacemos de la agresividad, de la ofensa, un hábito. Todos los hemos sufrido y todos, también, lo hemos provocado. Relata de qué manera esto te afectó y cuenta cómo es la forma en que te gusta ser tratado.

4.- Rendirte es el único fracaso. Por lo general, tenemos pánico del fracaso y, en especial, de lo que piensen los demás cuando fallamos. Sin embargo, la sabiduría de la vida, el aprendizaje más valioso, surge de los errores que cometemos. Comparte alguna situación en la que el resultado no fue el esperado, cómo te sentiste, cómo lo superaste y qué aprendiste.

5.- Lo que piensen y digan de ti no te define. A los seres humanos, a todos, nos afecta la percepción que otros tienen de nosotros. Es algo que nos enseñan en la niñez y que luego nos encargamos de cultivar nosotros mismos. ¿Cuál ha sido esa opinión que te afectó?, ¿de qué forma lo hizo?, ¿ya lo superaste? Compartir esta experiencia ayudará a muchas personas.

6.- Lo que das, regresa a ti. En especial, si lo das de manera generosa y desinteresada, sin esperar nada a cambio. Y regresa convertido en múltiples bendiciones. Es el círculo virtuoso y maravilloso de la vida, que nos enseña que llegamos a este mundo con una sola tarea: la de ayudarnos los unos a los otros. Comparte alguna experiencia que refleje esta situación.

7.- Casi todo mejora con el tiempo. Aunque a veces, muchas veces, la vida nos enseña que la temible Ley de Murphy (“Todo aquello que está más puede empeorar”) es real. Siempre que llovió, escampó y el sol volvió a brillar; después de un momento aciago, la vida te brindó días de felicidad. ¿Recuerdas alguno en especial? Cuéntale a tu audiencia cómo fue el cambio.

8.- Se hace camino al andar. Cada ser humano es único, al igual que la tarea que le fue encomendada a su paso por este mundo. Esa es una realidad incuestionable y, sin embargo, son muchas las personas que viven una vida ajena. ¿Te sucedió a ti en algún momento? O, quizás, ¿conoces a alguien? Tu testimonio puede ser la luz que ilumine el camino de otro.

9.- Lento, pero seguro. Como dicen, “Roma no se construyó en un día”. La vida es un proceso y hay que vivir y, sobre todo, disfrutar cada etapa, sus características, sus oportunidades. Todos, sin embargo, queremos ir más rápido y lo único que logramos es estrellarnos contra el planeta. ¿Cómo fue tu estrellada? ¿Cómo te recuperaste? Sin duda, muchos querrán saber la respuesta.

10.- Atraes lo que sale de ti. “Si te preocupa lo que recibes de la vida, revisa bien lo que tú le ofreces a ella”, reza una frase que abunda en internet. Recibes lo que das, para bien o para mal, un aprendizaje que suele ser doloroso y, muchas veces, complicado. Y todos hemos sido víctimas de esto, así que todos podemos brindar un testimonio valioso. ¿Cuál es el tuyo?

Como ves, esos momentos insignificantes del día a día, si los aprecias en profundidad, son una fuente valiosa de experiencias y aprendizaje que otros necesitan. Entiende, así mismo, que el gran problema del ser humano es encontrar respuesta o explicación a lo que le sucede, de ahí que nuestras vivencias son útiles para otros. No te niegues el privilegio de ayudarlos.

Algo más: por favor, despójate de esa creencia limitante según la cual “lo que me sucede a mí no le interesa a nadie”. La verdad es que tu historia no solo les interesa a muchos, sino que también les sirve, es un espejo en el que pueden verse o, de otra manera, un modelo de lo que les puede ocurrir si replican tus errores. Eso sería cerrar las puertas de un universo maravilloso.

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Dar y recibir: la clave para crear mensajes poderosos

La vida es sabia y nos envía poderosos mensajes de distintas formas. Tantas y tan contundentes, que te sorprendería descubrir a cuántas no les has dado la atención requerida. Señales que pasamos por alto cotidianamente y que, si las atendiéramos, nos libraríamos de muchos obstáculos, de muchas caídas, de muchos golpes dolorosos. Si las atendiéramos.

El problema es que en la vida no podemos ir pensando en lo que pudo haber sido y no fue. Esa es una actitud equivocada que nos mantiene frenados, atados al pasado, aferrados a situaciones que ya fueron, que no puedes modificar. Necesitamos desarrollar la habilidad de escuchar y atender los mensajes que nos envía la vida, para luego no lamentarnos.

Uno de ellos, y te parecerá hasta divertido, nos lo ofrece el diccionario del español. Cualquiera de las versiones que puedas consultar, el libro físico o una versión digital. En todas ellas, dar está primero que recibir. Y no es casualidad. Es uno de tantos poderosos mensajes que la vida nos envía y que, por obvios, los omitimos, no les prestamos la atención requerida.

Es probable que hayas escuchado que vivimos la era de las marcas personales. En especial después de una crisis global como la pandemia, un período en el que el reinado de las marcas (empresas, negocios) se debilitó. Los emprendimientos, los negocios/personas ocuparon los lugares vacíos y se convirtieron en las alternativas que los consumidores buscaban.

Una de las consecuencias de la pandemia fue aquella de que las personas del común perdimos la confianza en las instituciones y en muchas marcas. La incertidumbre, el miedo y, sobre todo, esa incómoda sensación de sentirnos vulnerables, tan vulnerables, nos abrió los ojos. Y nos dimos cuenta de que ni las instituciones, ni las marcas, nos ofrecían lo que necesitábamos.

¿Por qué? ¿Qué está mal? Que es un juego desequilibrado, en el que damos más, mucho más, de lo que recibimos. Y no está bien. No es lo correcto. Por eso, justamente, durante la crisis fueron muchas las personas que cortaron el cordón umbilical que durante años las mantuvo atadas a marcas e instituciones, a personalidades, y posaron su mirada en nuevas opciones.

Descubrieron que podían vivir sin ellas, que podían vivir sin sus productos y/o servicios o, de otra forma, que podían beneficiarse de productos/servicios distintos. Quizás no tan conocidos, quizás no tan famosos, quizás no tan poderosos, pero con una virtud: brindaron la solución, a veces desesperada, que los usuarios requerían durante un momento difícil de su vida.

El fondo del problema está en la educación que recibimos en la niñez, lo que vemos que hacen los mayores: el mal ejemplo cunde. ¿A qué me refiero? A que nos enseñan a pedir (a exigir) en vez de dar. Somos muy recibidores por crianza, cuando deberíamos ser más dadores. Está claro que la vida no es uno u otro, que se requieren ambos extremos, pero debe haber equilibrio.

Que, por supuesto, no significa un 50/50 o una cifra específica. Lo que necesitamos aprender, y poner en práctica, es que cuanto más damos, cuanto más compartimos, cuanto más ofrecemos, mayor será la recompensa que recibiremos. Es una ley de la vida, uno de sus tantos mensajes poderosos que desoímos, a los que no les prestamos la atención que merecen.

Un ejemplo: cuidas a tu mascota, la cepillas, la consientes, le pones agua fresca, dedicas una parte de tu tiempo para jugarle con la pelota y lo sacas a pasear al parque, donde se relaciona con toros perros. Das de muchas formas. ¿Y qué recibes? Lealtad, cariño incondicional, alegría desbordada y compañía permanente. Y aprendes de su nobleza, de su capacidad de perdón.

Uno más: te fijaste la meta de ser saludable, de respetar ese templo que es tu cuerpo para que no se deteriore. Le das una buena alimentación, balanceada y libre de toxinas, de vicios como el alcohol y el cigarrillo. Practicas ejercicio con regularidad, descansas el tiempo suficiente, haces lo que te gusta, te das tiempo para ti mismo y disfrutas la vida con otras personas.

¿Y qué recibes? Aprendizajes múltiples, relaciones que se traducen en un intercambio de beneficios, vives experiencias increíbles y aventuras inolvidables y siembras la semilla de la abundancia, la prosperidad y la felicidad. También, algo que no es despreciable: la satisfacción de ocupar un lugar importante en la vida de otros, de que tu vida tenga sentido y propósito.

Ahora, te preguntarás qué tiene que ves todo esto que he mencionado antes con tu capacidad, con tu habilidad para comunicar un mensaje. La verdad, mucho, mucho más de lo que crees. ¿Por qué? La clave está en la respuesta que le des al siguiente interrogante: ¿qué es lo más poderoso, lo más valioso que puedes ofrecerles a otros, que puedes compartir con el mundo?

Tu mensaje, tu conocimiento, el aprendizaje surgido de tus experiencias, de tus errores, de tus relaciones con otros y con el mundo. Especialmente si eres experto en algún tema, no importa en cuál, tu deber, tu responsabilidad, es compartirlo con otros. ¿Por qué? Porque esos otros lo necesitan y tú puedes ayudarlos, porque hay otros que no han sido bendecidos igual que tú.

Uno de los obstáculos a los que se enfrentan los empresarios, dueños de negocios, emprendedores o profesionales independientes cuando se relacionan con el mercado es no recibir la respuesta que esperaban. Por lo general, intentan vender y no venden. ¿Por qué? Quizás tienen un buen producto/servicio, quizás tienen una solución, pero no venden.

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La razón es que no han conseguido establecer un vínculo de confianza y credibilidad con el mercado. No han podido demostrar su autoridad a esos clientes potenciales, que no tienen claro por qué esa persona es la mejor opción, por qué deberían elegirla. Quizás están enfocadas en el producto/servicio y no en cómo este puede ayudar a esas otras personas.

Son errores comunes que se cometen con frecuencia, que comete la mayoría. Sin embargo, hay otra razón más pesada: porque le piden algo al mercado, quieren recibir algo del mercado, antes de darle algo al mercado. Y así no funciona. Ni la vida, ni el marketing o los negocios. La premisa es al contrario: primero das, das y das(cuanto más puedas) y luego pides (recibes).

¿Por qué de esa forma? Primero, porque así es la naturaleza del ser humano. Estamos programados para recibir primero y luego dar. Segundo, porque es un proceso que luego reforzamos de manera consciente a través de nuestras acciones, por lo general derivadas del ejemplo de otros. Y lo aplicamos a todo en la vida: relaciones, negocios, trabajo y con nosotros mismos.

No importa si eres empresario o emprendedor; o médico, abogado, contador, profesor, artista, escritor, coach (en cualquiera de sus modalidades) o consultor inmobiliario. Si vendes tus servicios, si quieres ayudar a otros a transformar su vida compartiendo tu conocimiento y el aprendizaje de tus errores y experiencias, ante de pedir (vender o recibir) tienes que dar.

¿Qué puedes dar? Veamos:

1.- Consejos útiles y prácticos que ofrezcan buenos resultados con rapidez
2.- Aprendizajes surgidos de tus errores en el proceso
3.- Un paso a paso del proceso que seguiste para obtener resultados
4.- Las principales dificultades que encontraste en el camino
5.- Cómo sorteaste esas dificultades para seguir avanzando
6.- Cuál fue la búsqueda que realizaste para hallar una solución
7.- Qué alternativas probaste y por qué no te funcionaron
8.- A quién recurriste para que te brindara ayuda
9.- Cómo fue ese carrusel de emociones a lo largo del proceso
10.- Cuál fue el punto bisagra, ese momento que cambió todo para bien
11.- Cuál fue el error más grosero que cometiste y cómo lo corregiste
12.- Qué debiste aprender en el proceso para poder avanzar
13.- Por qué elegiste esa opción específica, qué tenía distinto de las demás
14.- Qué resultados se dieron: cómo es ahora tu vida
15.- Tu historia: cómo llegaste a esa situación que te obligó a buscar una transformación

Como ves, hay mucho para dar. Porque, seguro lo sabes, cada una de estas 15 opciones puede dividirse de modo que puedas dar más. Fíjate, además, que en ningún momento hablo de fórmulas perfectas o de magia o de libretos, sino de experiencias, vivencias, aprendizajes. Eso, créeme, es el corazón de un mensaje poderoso, que luego te permitirá recibir recompensas valiosas.

Una de las cuales, eventualmente, será que el mercado compre aquello que le ofreces. Sin embargo, no es la única ni la más importante. Porque también están la gratitud, el respeto y las ganas de retribuirte recomendándote con sus familiares y amigos, con sus conocidos. Y, por supuesto, te volverá a comprar, una y otra vez, en la medida en que no dejes de darle más.

La vida es sabia y nos envía poderosos mensajes de distintas formas. Uno de ellos, y hasta te parecerá divertido, nos lo ofrece el diccionario del español. En cualquiera de sus versiones, dar está primero que recibir. Y no es casualidad. Es uno de tantos poderosos mensajes que la vida nos envía y que, por obvios, los omitimos, no les prestamos la atención requerida.

Hay mucho para dar. Y cuando más des, cuanto más valor aportes, cuanto más sirvas a otros, más recibirás. Es una ley de la vida, una premisa que se aplica a todo lo que hagas en la vida. Eso sí: no des con la mente puesta en lo que vas a recibir, porque así no funciona. Concéntrate en dar y la vida se encargará de que recibas lo que mereces (que seguro es más de lo que diste).

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Realidad e imaginación: cómo gestionar esta mezcla para ser mejor escritor

A veces, la mayoría de las veces, no lo percibimos. O, quizás, nos damos cuenta, pero de inmediato miramos hacia otro lado, distraemos la atención. La vida, nuestra vida, es una combinación de realidad y ficción o, dicho de otra forma, lo que en verdad vivimos y lo que creemos que vivimos. Esto, seguramente lo sabes, se aplica tanto a los acontecimientos positivos como a los negativos.

Sucede, por ejemplo, cuando conocemos a una persona que nos atrae, nos llama la atención. Aunque quizás solo pasamos unos minutos con ella, aunque fueron pocas las palabras que cruzamos, aunque es poco o nada lo que sabemos de ella, en nuestra mente hay una relación. Nos imaginamos momentos felices que aún no llegaron, soñamos momentos que quizás no se darán.

Sucede, por ejemplo, cuando tenemos la oportunidad de viajar, en especial a uno de esos lugares que nos atraen como imán. Bien sea por su cultura, por su historia, por sus paisajes naturales, por su gastronomía, por alguna personalidad que nació allí. Antes de llegar, mucho antes, la mente nos paseo por sus calles, nos hace sentir el frescor de la brisa, nos derrite el paladar con sus menús.

La capacidad de imaginación del ser humano, de cualquier ser humano, es ilimitada. Por supuesto, algunos la hemos desarrollado mejor que otros, la utilizamos como una poderosa herramienta, la hemos explotado en un nivel superlativo y la disfrutamos. No es un talento, o un don, mucho menos un privilegio reservado para unos pocos: es una habilidad que todos poseemos.

La otra cara de la moneda es la razón, una capacidad exclusiva del ser humano, precisamente la que nos distingue del resto de especies. Podemos ejercer control sobre nuestros actos, sobre nuestras decisiones; podemos controlar las emociones y los instintos. Podemos, aunque a veces, muchas veces, no lo hacemos. ¿Por qué? Porque la razón está ligada a la responsabilidad.

¿A dónde quiero llevarte con esta reflexión? A que te des cuenta de que los seres humanos somos una mezcla de razón e imaginación. Una mezcla que, es importante entenderlo, no es estática, sino que se moldea a las circunstancias. A veces, de manera inconsciente; otras, por fuera de nuestro control. Y está bien, porque así es la naturaleza, porque así somos todas las personas.

A veces, quizás porque nos cuesta aceptar la realidad que vivimos, la vida que hemos construido; quizás porque nos dejamos llevar por las emociones, permitimos que la imaginación vuele de más y nos provoque inquietud y temor, nuestra vida se restringe a una lucha incesante, desgastante. ¿Entre qué y qué? Entre la imaginación y la razón. La verdad, sin embargo, es que no tiene sentido.

¿Por qué? En esta batalla, seguramente ya lo sabes (o por lo menos tienes sospechas) no hay un ganador, tampoco, un perdedor. ¿Por qué? Porque el rival al que enfrentas eres tú mismo, tus creencias limitantes, tu ignorancia sobre algunos temas, tu falta de autoconocimiento, tus miedos a enfrentar las circunstancias que has creado. Si no te detienes, solo conseguirás autodestruirte.

Y no es lo que deseas, ¿cierto? Más bien, ¿por qué no aprendes a aprovechar esa dualidad, esa rivalidad entre imaginación y razón? Por si no lo sabías, son la materia prima básica de cualquier escritor. Olvídate de la tan cacareada inspiración (las musas o como la quieras llamar), del talento, de los dones y de tantas otras falacias que han hecho carrera en el imaginario popular.

Lo que sucede es que no lo vemos así, no las vemos así. ¿A qué me refiero? A que cualquier persona puede ser un buen escritor. ¡Tú puedes ser un buen escritor! Que no necesariamente significa millonario o afamado, que es el modelo que nos venden, pero que solo unos pocos alcanzan. Se trata, en esencia, de desarrollar la capacidad de transmitir mensajes persuasivos.

Mensajes que motiven, que inspiren, que eduquen, que entretengan, que ayuden a generar cambios positivos en la vida de otras personas, que las impulsen a transformarse. ¡Tú puedes ser el buen escritor que cause este efecto! Y una de las asignaturas que debes aprobar en ese camino es, precisamente, aquella de aprender a utilizar esa poderosa mezcla de imaginación y razón.

El problema, porque ya sabes que siempre hay un problema, es que actuamos a partir de la imaginación, que se manifiesta a través de las traviesas y caprichosas emociones, y luego nos justificamos con la razón. Así en todas y cada una de las actividades de la vida, en todas y cada una de las decisiones de la vida, en todas y cada una de las acciones que realizamos en la vida.

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Sucede cuando aceptas un trabajo o tomas la decisión de cambiar. Cuando le pides matrimonio a tu pareja. Cuando solicitas un préstamo en el banco para adquirir un auto de lujo que no puedes pagar de contado. Cuando miras la vitrina de un almacén y, al fondo, ves ese suéter que tanto habías buscado y lo compras, aunque está fuera de tu presupuesto. Y así sucesivamente…

El obstáculo con el que muchos se enfrentan a la hora de comenzar a escribir, en especial cuando no han desarrollado la habilidad, cuando no han cultivado el hábito o, peor aún, cuando se dejan llevar por sus miedos, es que le apuestan todo a la razón. Es decir, dejan de lado la imaginación con la excusa de que “la inspiración nunca llegó”, pero sabemos que esa es una gran mentira.

El origen del obstáculo es eso que llaman objetividad, que como la inspiración o el tal bloqueo mental no existe. Nadie, absolutamente nadie, puede ser objetivo. Porque, valga recalcarlo, en este tema no hay puntos intermedios, no hay matices: 0 o 100, todo o nada. Nadie es 50 % objetivo o 99 % objetivo; eso no existe. Sin embargo, muchos tropiezan con esa piedra.

De lo que se trata es de ser fiel a la realidad, a los hechos, relatarlos tal y como sucedieron. El problema es que, aunque hagas tu mayor esfuerzo, nunca podrás evitar que las emociones, que tus creencias, que tus valores y principios entren en juego. ¡Siempre estarán presentes, siempre! Por eso, aunque tú y yo seamos testigos de una realidad, cada uno la ve e interpreta a su manera.

Un ejemplo: podemos estar sentados en un sofá viendo un partido de fútbol y ser hinchas del mismo equipo. Sin embargo, cada uno verá su propio partido, uno distinto, al vaivén de sus emociones, de sus percepciones. Cada uno valorará aspectos distintos, recordará momentos diferentes, criticará jugadas distintas, se hará una idea del resultado diferentes de la del otro.

Cuando vas a escribir y eres novato, o no cuentas con experiencia profesional, es común caer en esta trampa. Sin embargo, ya sabes que para cada problema hay una solución (al menos una). En este caso, la solución es darte licencia para apartarte de la realidad, del espacio de la razón, y aprovechar lo que la imaginación (la creatividad) te pueden aportar. Que es mucho, por cierto.

Todos los seres humanos, absolutamente todos, somos creativos. En distintas facetas o actividades de la vida, es cierto, pero todos somos creativos. Así mismo, todos necesitamos de la creatividad en lo que hacemos, sin importar a qué nos dedicamos: el abogado, el médico, el obrero, el jardinero, el deportista, el profesor, el panadero y el escritor necesitan la creatividad.

Que, y esto es muy importante, no significa estrictamente crear de cero. Es decir, no tienes que crear una nueva realidad, porque la realidad ya está creada. Como dice mi buen amigo y mentor Álvaro Mendoza, “no es necesario reinventar la rueda”. Se trata de contar esa realidad con tus propios ojos, dejándote guiar por tu conocimiento y experiencias, por tus emociones.

Como en el caso del partido de fútbol. Por supuesto, debes entender que hay un límite razonable entre recrear la realidad (verla desde tu perspectiva y relatarla) y llegar a los terrenos de la ficción. ¿Por qué? Porque aquí es posible darles juego a elementos o hechos que no son reales. ¿Cuáles, por ejemplo? Animales que hablan, seres humanos con alas o los tradicionales superhéroes.

Es un recurso válido, un estilo que tiene muchísimos adeptos, pero no es lo mío. Lo mío es ver la realidad, interpretarla y recontarla. Sazonarla con mi conocimiento, experiencias, creencias y emociones tratando de brindarles a mis lectores un platillo delicioso. A veces se logra y otras, no. Esa es la realidad. Por eso, no queda otro camino que escribir y escribir, trabajar y trabajar.

Una de las tareas primarias de un escritor, en especial de los que no tienen experiencia, es la de aprender a darse licencia. ¿A qué me refiero? A perder el miedo de contarle al mundo cómo lo ves, cómo lo sientes, expresar qué te gusta y qué te disgusta, con qué estás de acuerdo y con qué no. ¿Por qué nos cuesta trabajo? Por el bendito qué dirán, por temor a la crítica o la desaprobación.

Escribir, amigo mío, es, como lo he mencionado otra veces, un acto soberano de rebeldía, la máxima expresión de libertad. Mientras escribes, eres Dios. Quizás posees el conocimiento, quizás ya desarrollaste la habilidad, quizás tienes un mensaje poderoso, pero te faltan cinco centavitos para el peso: aprender a dominar la mezcla de imaginación y razón para recrear la realidad y contarla.

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Cómo la imaginación llena los vacíos del conocimiento

La línea entre la realidad y la ficción, o la imaginación, es muy delgada. De hecho, con frecuencia la traspasamos, aun sin darnos cuenta. Y es inevitable, sin duda, no solo porque es la naturaleza del ser humano, sino también porque es imposible controlar la mente, que es traviesa, caprichosa, que nos juega malas pasadas. Que, además, es infinitamente poderosa.

Tan poderosa, que muchas veces, en muchas circunstancias, no somos capaces de saber a ciencia cierta si vivimos en la realidad o en la ficción (imaginación). Nos montamos películas, vemos enemigos que no existen, creamos escenarios que solo están en nuestra mente y nos mortificamos por situaciones o hechos que no se dieron o que se dieron de una forma distinta.

Quizás lo sabes, quizás lo has experimentado, la mayoría de los males que nos aquejan a los seres humanos están en nuestra mente, surgen de nuestra mente. Así mismo, habrás escuchado que los pensamientos tienen poder curativo y de transformación: lo que piensas y aquello en lo que crees determina lo que haces, tus comportamientos, hábitos y deseos.

La clave radica en que tu vida tenga más realidad que ficción (imaginación), porque de lo contrario la puedes pasar muy mal si vives en un mundo irreal. Esta, seguramente lo sabes, es una premisa que se aplica a todas las actividades de la vida y, por supuesto, la escritura es una de ellas. Pero, no solo la escritura: cualquier forma o especialidad de creación que elijas.

Por allá en el lejano año 1981, cuando a Gabriel García Márquez le otorgaron el premio Nobel de Literatura, los periodistas colombianos corrieron a Aracataca, su pueblo natal, un lugar polvoriento, caluroso y enigmático, con la intención de saber más de Gabo. Una de las paradas obligatorias era la casa natal del laureado escritor, donde los atendía doña Luisa Santiaga Márquez.

Ella, la madre de Gabo, con gentileza y paciencia, también con una encomiable naturalidad, respondió todos los interrogantes. Algunos de ellos, decenas de veces, porque las preguntas se repetían. Una de esas, de las más frecuentes, era cómo Gabo había aprendido (o quién le había enseñado) a crear esos personajes e historias fantásticas que maravillaban a los lectores.

No tengo ni idea. Lo único que les puedo decir es que todo lo que Gabo escribió es cierto porque a él se lo contaron”, decía la matrona. Por supuesto, nadie, absolutamente nadie, a excepción del propio escritor, sabía qué tanto de cada personaje, qué tanto de cada historia, era realidad y cuánto era ficción (imaginación). O, probablemente, ni él mismo lo sabía.

Y este, a mi juicio, es uno de los mayores poderes de la escritura, de la mente humana: puedes crear lo que sea, inclusive un mundo nuevo, y vivir allí aunque sea solo un rato, mientras lees. O puedes convertirlo en tu refugio privado, secreto, un espacio al que solo tú tienes acceso y en el que te sientes libre por completo. Sin ataduras, sin límites, sin preocupaciones.

Como lo mencioné en algún artículo anterior, escribir es el acto de rebeldía más increíble del ser humano. Entendiendo eso de la rebeldía como la resistencia a ser encasillado, a vivir una vida ajena condenado a seguir los patrones impuestos por otros; como la decisión voluntaria y valiente de vivir la vida bajo tus propios términos y aceptando los riesgos que esto implica.

De eso, justamente, se trata el privilegio de escribir: de hacerlo bajo tus propios términos, los que tú eliges, sin límites, y aceptando los riesgos que se presentan en camino. Aceptarlos y enfrentarlos, enfrentarlos y disfrutarlos. Un de los ineludibles es la creación de los personajes y de las situaciones (contexto) que le dan forma a tu historia, que le dan vida a tu historia.

Y este, créeme, es uno de los obstáculos más complicados para muchas personas, para la mayoría. ¿Por qué? Porque requiere darle rienda suelta a tu imaginación, dejar que tu creatividad vuele libremente. Y no saben cómo quitarse las ataduras, no saben cómo despojarse de los miedos y de las creencias limitantes, del peso de los errores del pasado.

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Por eso mismo, a lo mejor no lo sabías, escribir es también un acto de valentía. Las experiencias más ricas, más poderosas y las que te permiten generar mayor identificación con las personas que leen tus textos son aquellas que, irónicamente, más pánico nos producen. ¿Por qué? Porque son las que nos obligan a enfrentarnos a nuestros demonios internos.

Esa es la razón, una de las razones, por las que cuando creamos un personaje o una situación para una historia o un relato no podemos basarnos por completo, al ciento por ciento, en algo real, en una persona. “Nunca terminarás de conocer a una persona”, reza una popular frase. Le agregaría “ni a ti mismo”, porque hay mucho de nosotros mismos que desconocemos.

Son esas misteriosas profundidades de la mente y del corazón del ser humano que, quizás, sea mejor no explorar. Pero, no importa porque, al fin y al cabo, disponemos de un maravilloso recurso que nos permite llenar ese vacío: la imaginación (creatividad). Es lo que nos brinda la posibilidad de convertir en bueno lo malo, en hacer un villano de un héroe… ¡genial!

El de la realidad y la ficción es un círculo virtuoso: la una nutre a la otra, una se nutre de la otra. No hay realidad sin ficción y, por supuesto, no hay ficción sin realidad. En este caso, distinto de lo que ocurre con el huevo, sí sabemos qué fue primero: la realidad. Primero conocemos lo que el mundo nos ofrece y luego, a través del poder de la mente, lo recreamos, lo adaptamos.

Es usual que, cuando vas a escribir una historia, tomes algún modelo de la realidad. Sobre todo, a la hora de crear tu protagonista. La tendencia que seguimos, porque es lo que nos enseña el mercado, es tomar el modelo de alguien que conocemos, de alguien que nos es muy familiar, alguien muy cercano, y lo involucramos en la trama. Sin embargo, no siempre es bueno.

No si lo que haces es un copy+paste, es decir, si el protagonista de tu historia es, por ejemplo, tu abuelo o un amigo o una pareja que tuviste en el pasado. Recuerda: “Nunca terminarás de conocer a una persona”, así que ese modelo no es suficiente para tu relato. Para que no se noten los vacíos, tienes que echar mano de la imaginación, debes retocar a tu personaje.

El personaje o la situación en la que se desarrolla tu historia (el contexto) siempre es una mezcla de realidad y ficción. Siempre. Toma solo los rasgos más característicos de esa persona real que conoces y agrégale los matices que desees, surgidos de tu imaginación. Por supuesto, debe haber coherencia, debe ser creíble, debe tener un sentido y un propósito para tu historia.

Más que aquello que puedas leer (que no se puede descartar, por cierto), la mejor fuente de información para un escritor, para alguien que desea transmitir un mensaje, es su realidad. Sí, las experiencias que vive, las lecciones que surgen de sus errores, las interacciones que tiene con otras personas y con su entorno y, de manera muy especial, con sus emociones.

Una de las características que distingue a los buenos escritores es la capacidad para conectar con otras personas, para identificarse con ellas, a través de las emociones. Tu miedo quizás sea distinto del mío, pero es miedo al fin. Gracias a las emociones, nos acercamos a otros, nos sentimos acompañados, nos ayudamos unos a otros. Gracias, también, a la imaginación.

El oficio de escribir, en cierta forma, es muy similar al de cocinar: todos los chefs pueden preparar una deliciosa pasta con los mismos ingredientes, pero cada uno, gracias a la imaginación, le dará toque personal. ¿Entiendes? Y en esos, justamente en eso, radica la genialidad de cada uno, aquello que lo hace diferente y por lo que un comensal lo elige.

No te frenes simplemente porque no lo sabes todo, porque no lo conoces todo. Nadie, absolutamente nadie, lo sabe todo. Y, aunque se antoje una contradicción, es lo mejor. ¿Sabes por qué? Porque, entonces, puedes echar mano del maravilloso recurso de la imaginación, de la creatividad, una facultad única del ser humano que te permite ser el amo del mundo, de tu mundo…

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Lees, ¿pero no escribes? Te estás privando de la mitad de la diversión

Quizás no lo aprecias como deberías porque es algo que nació en ti, que nació contigo, y entonces lo ves como algo natural. Sin embargo, créeme, es algo extraordinario. De hecho, es un privilegio del ser humano, la única especie del planeta que puede leer y escribir. Lo mejor es qué puedes hacer con ese privilegio, qué impacto recibes y provocas con lo que lees, con lo que escribes.

Si me conoces o has leído algunas de mis publicaciones, sabrás que me gusta llevar la contraria, ir en contravía de lo que hace la mayoría. Y no por capricho (no siempre), sino porque siempre fui así y no solo lo disfruto, sino que además obtengo los resultados que espero. Y mi oficio, por supuesto, es una clara manifestación de esta forma de ser.

¿A qué me refiero? Soy un pésimo lector (podría ser el peor del mundo) y, en cambio, soy un prolífico escritor (escribo casi todos los días). Lo común es que una persona sea buena lectora, pero que le cueste trabajo escribir. No debería ser así, puesto todos, absolutamente todos, aprendemos a leer y a escribir en la escuela primaria y lo hacemos el resto de la vida.

Sí, lo hacemos todo el tiempo. La mayoría de las veces, tristemente, por obligación, es decir, leemos o escribimos para cumplir con los deberes del estudio o del trabajo y muy poco, casi nada, para regocijo propio, por el placer de disfrutar de esas habilidades únicas que nos dio la naturaleza. Y está mal, porque nada de lo que se hace por obligación nos genera felicidad.

Porque felicidad, precisamente, es lo que damos y recibimos cuando escribimos, cuando leemos. Como escritor, es maravillosa la experiencia de saber que hay una persona, tan solo una, que disfruta tu producción. Y más maravillosa aún cuando son miles o millones las que aprecian y agradecen tu escrito. Irónicamente, es algo imposible de describir con palabras.

Como lector, es increíble la experiencia de conectarte con un autor al que no conoces, al que quizás nunca conocerás, pero que a través de sus textos sientes muy cercano. Y no solo eso: se establece una poderosa conexión emocional a través de la empatía, de la identificación, al punto que llegas a vivir sus tramas, a sentirte protagonista de tus historias, de sus relatos.

No sabes, no puedes entender (y no hay forma de explicarlo, tampoco), cómo alguien que no te conoce es capaz de escribir un texto, un libro, que parece hecho especialmente para ti. Como si te hubiera preguntado qué historia querrías leer o cuáles son las emociones que más te conmueven para agitarlas. No sabes por qué conoce a la perfección tus puntos débiles.

Cuando escribes, eres Dios (y perdóname que lo ponga en esos términos). Estás en capacidad de crear el mundo que quieres, los personajes que quieras, las historias que quieras. No hay un límite, porque tu imaginación y tu creatividad no tienen límites. Inclusive, puedes tomar una historia ya escrita y reformarla tantas veces como quieras, de tantas formas como quieras.

Cuando lees, te transportas a increíbles mundos imaginarios que no solo despiertan tu imaginación, sino que te producen emociones diversas. Puedes reír, puedes llorar, puedes enamorarte, puedes sufrir, puedes sentir lástima, puedes ser parte de una celebración. No hay límites, tampoco, en especial cuando puede establecer una conexión con el autor.

Nos dicen que solo puedes escribir si antes has leído mucho, pero no es cierto. Lamento si ataco una creencia tan arraigada. Mi caso particular es clara muestra de ello (y no soy la excepción que confirma la regla). La verdad es que para necesitas estar informado y la información no solo proviene de la lectura: también, de las experiencias, de la observación.

Es algo que me gusta repetir no solo porque es verdad, sino porque derriba uno de los grandes temores del común de las personas: todo lo que necesitas para comenzar a escribir está en ti, dentro de ti. Conocimiento, experiencias, miedos, ilusiones, pasión, imaginación, creatividad y, especialmente, dos habilidades poderosas: observar y escuchar (te recomiendo esta nota).

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Si no escribes, cualquiera que sea la razón que te detiene, no imaginas de cuántas experiencias maravillosas te privas, de cuánto impacto positivo estás en capacidad de provocar en la vida de otros. Cuando escribes y le brindas un poco de felicidad a alguien, tan solo un poco, la vida te recompensa de mil y una formas increíbles. Te lo digo con conocimiento de causa, lo he vivido.

Si no lees, sin necesidad de ser un devorador de libros o cualquier otro tipo de textos, te pierdes la posibilidad de acceder a conocimiento valioso; a experiencias que no has vivido y que te sirven, te permiten conocer algo del mundo y de la vida que no estaba a tu alcance. Te pierdes también la posibilidad de ingresar a universos imaginarios que hacen mejor tu vida.

Te comparto un dato que vi en una nota en internet: la venta de libros impresos, una especie a la que habían declarado en extinción, a la que le habían aplicado los santos óleos, solo cayó un 4 % durante 2020, en plena pandemia. Una sorpresa, en especial para las editoriales, que ya se veían condenadas a desaparecer. Sin embargo, el mercado se pronunció y dictó su sentencia.

¿Por qué te menciono esto? Para que disfrutes el paquete completo. ¿A qué me refiero? A que si te gusta leer, no te quedes solo con el 50 por ciento del privilegio que nos fue concedido a los seres humanos: aprovecha el otro 50 por ciento y escribe. Lo ocurrido en los últimos meses nos enseña lo que podemos recibir y lo que estamos en capacidad de dar a través de estas dos habilidades.

Leer y escribir son un acto de rebeldía, la máxima expresión de libertad del ser humano. Además, es una terapia, un hábito liberador. Durante la pandemia, en medio de la soledad y de la incertidumbre, agobiados por el miedo, acorralados por la muerte, leer y escribir nos permitieron sobrevivir, mantenernos a salvo. Sin leer y escribir, no lo habríamos logrado.

El ocio, en cualquiera de sus manifestaciones, y leer y escribir forman parte de ese universo, nos liberan del estrés, de la tensión y nos permiten soltar las cargas negativas. Así lo han comprobado diversos estudios. El escritor argentino Jorge Luis Borges dijo que de todos los inventos creados por el hombre el libro era el más asombroso, el de mayor impacto en la vida.

Mientras, el sicólogo social estadounidense James Pennebaker determinó que hay efectos positivos en escribir, en especial si lo hacemos acerca de las experiencias traumáticas que hemos vivido. Desde las más insignificantes hasta las que nos provocaron grandes traumas, en especial sobre estas últimas. La escritura es una forma de combatir y vencer a tus miedos.

La argentina Silvia Adela Kohan, filóloga y autora del libro La escritura terapéutica (2013), afirma que “escribir un diario para luchar contra la cobardía, vaya si es un ejercicio saludable para mí. Soy mi propia interlocutora. Me atrevo a escucharme y tomo nota. Desato nudos. Deshago grumos. Me impulsa el deseo irrefrenable de dar un nuevo significado al mundo”.

Hoy, el mundo necesita más personas que se atrevan a aceptar el reto de escribir no solo para compartir su conocimiento y experiencias, sino para hacer más llevadera la vida de quienes no son tan afortunados, de quienes han sido duramente golpeados. Lo mejor de escribir, ¿sabes qué es lo mejor? Que nunca sabes qué impacto puedes generar, pero siempre provocas algo.

Si eres un buen lector, te felicito. Sin embargo, te invito a que termines la tarea, a que te des la oportunidad de escribir y transmitir a otros el poderoso mensaje que hay en ti. No necesitas convertirte en un escritor profesional o algo por el estilo, pues hoy disponemos de increíbles y varias herramientas y oportunidades para comunicarnos con otros, para dejar huella positiva.

La vida me enseñó que “aquello que no se comparte, no se disfruta” y lo compruebo cada día, con cada texto que publico. Me honra y me hace muy feliz saber que al menos hay una persona, tan solo una, que lo aprovecha, que lo valora, que lo agradece. Termina de cerrar el círculo, haz el otro 50 %: descubre y activa el buen escritor que hay en ti: ¡no te arrepentirás!

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¿Qué haces aquí, si no sabes comunicarte, si no aportas valor?

Es una creencia limitante tan arraigada, que es fácil asumir que nada se puede hacer para derribarla. Sin embargo, si me conoces un poquito, sabes que me gusta llevar la contraria (y, además, que casi siempre me salgo con la mía). Y, por cierto, lo ocurrido en el mundo en los últimos meses, en los dos últimos años, me dice que se trata de una batalla digna de dar.

¿A qué me refiero? A que muchas personas, demasiadas, quizás tú, piensan que no tienen nada de valor para aportarle al mundo, a los demás. Y no es cierto, rotundamente no es cierto. Todos, absolutamente todos los que llegamos a este planeta, estamos en capacidad de hacer algo por los demás. Algo pequeño, que puede parecer insignificante, pero que para alguien es muy valioso.

El poder de las palabras es ilimitado, tanto para bien como para mal. Es algo que, seguramente, habrás comprobado. Enamoras con palabras, pero también puedes desatar una guerra con ellas si eliges las que no son adecuadas. Movilizas a otros con palabras, pero también hay de las que te paralizan, que te dejan congelado. El poder de las palabras es ilimitado, pero no sabemos aprovecharlo.

Uno de los descubrimientos insólitos de los últimos tiempos, en especial desde que comenzó la pandemia en marzo de 2020, es aquel de las dificultades para comunicarnos. Este, que es un privilegio exclusivo de los seres humanos, también es una de las mayores fuentes de problemas, de conflictos. Y este período traumático, con encierro obligatorio incluido, lo ha confirmado.

Es una gran ironía, porque a los seres humanos nos cuesta trabajo quedarnos callados, nos cuesta trabajo no decir o publicar lo que pensamos y lo que sentimos, pero nos cuesta trabajo, mucho trabajo, comunicarnos. Una comunicación verdadera que signifique un intercambio constructivo para los interlocutores y, especialmente, una comunicación verdadera surgida de la escucha activa.

Nos encanta hablar o publicar para llamar la atención, así muchas veces tengamos que arrepentirnos de eso que dijimos, de eso que publicamos. O, por lo menos, que tengamos que sonrojarnos porque fue algo infortunado, inoportuno. Una realidad que lo sucedido durante estos meses de pandemia confirmó porque el encierro incentivó la necesidad de comunicarnos.

La gran ironía del encierro obligado no fue el cambio de rutina, o tener que trabajar desde la casa, o que los niños recibieran sus clases allí mismo. La ironía, la gran ironía, fue que muchos hogares entraron en conflicto, muchas familias se resquebrajaron, muchos matrimonios se acabaron por las dificultades para comunicarnos. ¡Bajo el mismo techo, pero con problemas de comunicación!

Muchas personas, así mismo, sufrieron depresión, se enfermaron y registraron drásticos cambios en su comportamiento, en su forma de relacionarse con otros, porque las agobió la soledad. Una soledad que bien hubiera podido paliarse gracias a las poderosas y recursivas herramientas que la tecnología nos brinda y de las que prácticamente todos disponemos, como el teléfono celular.

Sin embargo, mal haríamos en quedarnos en lo negativo, en lo que hacemos mal. Este duro período también ha servido para reflexionar, para bajar el ritmo y escapar de la frenética rutina en la que estábamos atrapados. O, igualmente, para descubrir que el mundo necesita nuestro mensaje, nuestro conocimiento, el aprendizaje surgido de nuestros múltiples y repetidos errores.

En estos tiemos de pandemia, muchas empresas, muchas grandes empresas, pero también negocios reconocidos y de tradición, cerraron sus puertas para siempre. ¿La razón? No estaban en capacidad de contactar con sus clientes, de comunicarse con sus clientes, porque se habían acostumbrado a abrir las puertas y esperar que estos llegaran. Una realidad dura y triste.

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En estos tiempos de pandemia, así mismo, muchas personas encontraron el tiempo y los canales para comunicarse con otros. Algunos que solo utilizaban internet para responder emails, chatear con los amigos a través de WhatsApp o publicar en Facebook o Instagram descubrieron que hay algo llamado Zoom o, también, una nueva y genial plataforma de audio llamada Clubhouse.

A pesar de que la gente estaba confinada y los establecimientos, cerrados, las editoriales incrementaron la cantidad de títulos. No solo los de formato digital, sino también los físicos, los de papel. ¿Por qué? Porque muchas personas, por fin, dispusieron del tiempo necesario para escribir esos libros que tenían en mente desde hace rato, para cristalizar esos proyectos estancados.

¿Sabes eso qué significa? Que este tiempo de pandemia, estos duros meses de encierro, zozobra, miedo e incertidumbre, no fueron en vano para esas personas. Que en medio de las dificultades hubo quienes no se dieron por vencidos, no se dejaron llevar por la histeria colectiva y, más bien, aprovecharon esta oportunidad que les brindó la vida para transmitir su conocimiento, su pensamiento.

Resulta insólito, por decirlo de alguna manera, pero en medio del encierro la humanidad descubrió la importancia de la comunicación, de comunicarnos unos con otros. No solo enviar mensajes, o memes, o publicar fotos en redes sociales. No. De lo que se trata es de comunicar valor, de aportar valor a través de tu conocimiento, tus experiencias, tus vivencias, tus principios y tus valores.

Este blog que estás leyendo, por ejemplo, surgió en septiembre de 2020 y se ha convertido en un dinámico canal de comunicación con el mercado, contigo. Una herramienta no solo de interacción, sino también de creación. Se abrió para suplir un vacío del mercado y poco a poco ha crecido, ha ampliado sus horizontes, se ha consolidado gracias a que el contenido gusta a otros, sirve a otros.

Tu mensaje, créeme, es un tesoro si lo sabes aprovechar. El mundo está harto de lo mismo de siempre, de los mismos de siempre, que además son la repetición de la repetidera. El mundo está ansioso de nuevas voces, de nuevas visiones; desea conocer otras opciones, otras soluciones. El mundo requiere que más personas como tú alcen la voz y expresen lo que piensan y sienten.

Durante estos últimos meses, los meses de la pandemia, la vida cruzó mi camino con los de otras personas que estaban en misma búsqueda. ¿Cuál? La de vivir su propósito, la de aprovechar los dones y los talentos que nos regaló la naturaleza para hacer algo por este afligido mundo, por quienes estamos en este mundo. Una oportunidad única, quizás irrepetible, que está al alcance de tu mano.

Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? No tienes que ser un locutor profesional para transmitir valor a través de un pódcast o en una charla de Clubhouse. No tienes que ser un presentador de noticias para grabar un video con buen contenido que enseñe a otros, que les brinde soluciones. Y no, tampoco tienes que ser un escritor reconocido para escribir un texto que valga la pena leer.

Es una creencia limitante muy arraigada esa de que no tienes nada de valor para aportarle al mundo, a los demás. Si eso es lo que piensas, estás completamente equivocado. Todos, absolutamente todos los que llegamos a este planeta, estamos en capacidad de hacer algo por los demás. Algo pequeño, que puede parecer insignificante, pero que para alguien es muy valioso.

Recuerda: el poder de las palabras es infinito. No lo subestimes, ni te subestimes a ti mismo. Y no olvides algo muy poderoso que aprendí de un amigo: lo que no se comparte, no se disfruta. De nada te sirven tu conocimiento y tus experiencias si las guardas solo para ti. Además, te privas de recibir la retroalimentación de otros, la gratitud de otros, que es la recompensa más maravillosa que existe.

 

 

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¿Cuánto de ti, de tu experiencia, debe haber en tus textos?

Una de las razones por las que a tantas personas les resulta difícil escribir es porque les cuesta tomar decisiones. No importa si son escritores profesionales o aficionados, si escriben un reporte para la junta directiva de su empresa, un ensayo o un libro. No importa si son novatos o, más bien, experimentados que publicaron anteriormente. No importa: todos estamos expuestos al riesgo.

¿Cuál riesgo? El de tomar las decisiones equivocadas. Escribir es una habilidad incorporada en todos los seres humanos, pero solo unos cuantos nos damos a la tarea de desarrollarla, de potenciarla, de sacarle el máximo provecho. Que, por supuesto, no significa ser un escritor profesional, sino estar en capacidad de transmitir un mensaje poderoso que cause impacto.

Una habilidad que, valga recalcarlo, no vale por sí misma, no es suficiente. Es como aprender a montar en bicicleta, a cocinar, a pintar, a cantar o a bailar: todos, absolutamente todos, podemos hacerlo. Algunos, con gran maestría; otros, apenas para divertirnos y pasar un rato agradable. ¿De qué depende? De cuánto trabajemos en desarrollar esa habilidad y de cómo la rodeemos.

Por supuesto, cada habilidad significa un nivel de aprendizaje distinto al del resto. Por ejemplo, aprender a montar en bicicleta puede tomarte tan solo unos minutos, quizás un par de horas. Cuando ya puedes mantener el equilibrio y la coordinación, estás listo para comenzar la aventura de pedalear, de sentir el golpe de la brisa en tu cara, de llevar tu cuerpo al límite del esfuerzo.

Ahora, si quieres ser un ciclista siquiera recreativo, necesitas complementar con una rutina de ejercicios que te permitan fortalecer los músculos y una de estiramientos para evitar dolores y lesiones. Así mismo, debes aprender a hidratarte adecuadamente y no puedes descuidar la alimentación. También es importante que descanses bien y procures no fumar o beber alcohol.

¿Entiendes? No es solo comprar la mejor bicicleta del mercado y salir a pedalear. De esa forma, pones en riesgo tu salud y, entonces, consigues el efecto contrario al esperado. Otro aspecto que es bueno considerar es cuáles son tus expectativas: cuanto más altas sean, más habilidades debes desarrollar, más tiempo debes dedicar, más esfuerzo debes realizar. Si no, jamás las alcanzarás.

Como ves, son diversas las decisiones que debes adoptar. De cuán acertadas sean estas dependerá el resultado que obtengas. Esa, créeme, es una ley de la vida, una premisa que se aplica a todas las actividades que emprendemos. Una de ellas, por supuesto, la de escribir. Decidir bien, tomar las adecuadas para cada momento, es una habilidad de los buenos escritores, ¿lo sabías?

Decisiones que a veces son simples y que a veces son complicadas. Decisiones que marcan el rumbo y, sobre todo, el impacto de tu texto. Esto es válido para periodismo, literatura o alguna otra área. La decisiones, además, están estrechamente relacionadas tanto con el conocimiento del tema que nos ocupa como con el criterio, una cualidad que lamentablemente no abunda por ahí.

¿Qué es el criterio? De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, “juicio o discernimiento”. A su vez, juicio es la “Facultad por la que el ser humano puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso”, el “Estado de sana razón opuesto a locura o delirio”, la “Acción y efecto de juzgar” y la “Cordura o sensatez”. Y discernimiento es “Distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas”.

En otras palabras, el criterio es (debería ser) tu mejor aliado a la hora de tomar decisiones cuando vas a escribir. Ahora, la mejor forma de poner en práctica el criterio, de tomar buenas decisiones, es partir no de las certezas o de las afirmaciones, (como hace casi todo el mundo), sino de la duda, de la incertidumbre. Eso significa que debes partir de una serie de preguntas que de ten luz.

Por ejemplo, ¿cómo se llamará mi protagonista? ¿Cuál es el asunto sobre el que girará mi historia? ¿Cuál es el contexto en el que esta se desarrollará? ¿Cómo será el antagonista? ¿Quiénes serán los otros actores de tu historia? ¿Cuál es el conflicto principal que se desarrollará? ¿Cuál será el punto bisagra, el antes y después de la historia? ¿Cuál será la moraleja, en mensaje que vas a transmitir?

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Estas y otras más son preguntas que cualquier persona, no solo un escritor profesional, debería formularse y responder antes de sentarse frente al computador a escribir. De hecho, la información que surge de esas respuestas le ayudará a darle forma a su historia, a establecer la estructura. Y, seguro ya lo sabes (si no, te recomiendo que leas esto), la estructura es la clave del éxito.

Una de las preguntas más importantes, una de las decisiones de mayor peso, es aquella de determinar qué tanto de ti vas a incorporar en tu texto. Lo primero que puedo decirte es que no hay una medida ideal o una fórmula perfecta. Es potestad de cada autor. Tampoco se trata de buscar un equilibrio, porque no solo es una tarea harto difícil, sino que a veces no es bueno.

Lo que me interesa es que comprendas que, a diferencia de lo que puedas leer o escuchar por ahí, siempre (¿SIEMPRE!) tiene que haber parte de ti en tu texto. De hecho, quizás no lo sabías, es eso, justamente, lo que lo hace diferente y único: tu visión de la situación que abordas, lo que piensas acerca de ella y, en especial, tus experiencias, lo que has vivido, las lecciones que aprendiste.

Aunque quieras, aunque hagas tu mayor esfuerzo, es imposible escribir al ciento por ciento basados en la realidad. Nadie, absolutamente nadie, lo puede hacer. Siempre, absolutamente siempre, tus textos tendrán algo de ti, mucho de ti. Cuánto, por supuesto, es tu decisión. Lo que sí debes tener en cuenta es que a casi nadie le interesará que el texto exprese tan solo tu versión.

Sin embargo, dado que se supone que escribes de un tema del que posees un nivel de conocimiento superior al promedio, y entonces estás en capacidad de ayudar o enseñar a otros, tu aporte, el aprendizaje surgido de tus errores y experiencias, es valioso. Pero, no te puedes quedar en eso. ¿Por qué? Porque si solo escribes de lo que has vivido, de tus experiencias, el tema se agotará.

Es, entonces, el momento del criterio, de tomar buenas decisiones: hasta dónde aportas desde tu experiencia y cuándo comienzas a partir de tu conocimiento y, por supuesto, de la otra fuente de valiosa información: la realidad externa, que es muy importante. Salvo que seas especialista en ciencia ficción, tus textos deben incorporar tanto tu visión como tu mirada al mundo real.

Ahora, es conveniente hacer hincapié en algo fundamental: cuando te digo que escribir a partir de tus experiencias no significa que te limites a tus vivencias, a los sucesos que te ocurrieron. De lo que se trata es de aportar tus reflexiones, tus aprendizajes, que han sido enriquecidos también por las experiencias de otros, lo que otros te enseñaron, así como de lo que leíste acerca del tema.

Cuando decides escribir, asumes un rol fascinante, apasionante: abordar el tema en perspectiva, como si estuvieras fuera del planeta, en el espacio, como si fueras un dios. Ves, percibes, vives, aprendes, incorporas, experimentas; mezclas lo tuyo con lo ajeno, el pasado con el presente (y, claro, con el futuro). Escribir, de muchas formas, es como armar un gran rompecabezas.

Tomar distancia de la realidad (el presente) y mezclarla adecuadamente con el pasado (lo que has vivido, tus experiencias, tu conocimiento, lo que otros te enseñaron) es la fórmula para lograr un impacto con tus textos. Por supuesto, también debes echar mano de tus emociones, que son un ingrediente indispensable, pero sin permitir que se desborden, que tomen el control.

Tu mundo interior, la riqueza que hay en él (tus valores, tus principios, tus dones y talentos, tu pasión y tu propósito) son fundamentales a la hora de escribir. También, lo que sucede a tu alrededor, lo que lee y ves, lo que aprendes de otros, tus reflexiones y pensamientos. La clave, no lo olvides, está en encontrar la justa medida para que tu texto sea interesante y valioso para tus lectores.

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¡Perdí mi virginidad!, y estoy feliz: te cuento por qué

Después de casi cinco años trabajando en el ámbito del marketing, haciendo mis primeros pinitos como emprendedor, realicé mi primer webinar (Mi Primer Avatar: ¿cómo identificarlo, cómo definirlo?). Que, para quienes estamos en esta a veces incomprendida labor de trabajar en aquello que amamos y, de paso, ofrecer a otros nuestro conocimiento y experiencias, no es poco, no es un logro simple.

La vida no me dio hijos, pero mi profesión sí me brindó algunos. Los libros que publiqué en años anteriores (Colombia Mundial – De Uruguay 1930 a Brasil 2014, Santa Fe, la octava maravilla y Copa América: 100 años, 100 historias) son lo más parecido. Además, es un parto conseguir que alguna editorial se interese en tu producto y, además, encajar en su sistema (esta es la cesárea).

Desde que comencé a trabajar en marketing, por allá en octubre de 2016, una fecha que hoy se antoja lejana, sabía que este momento iba a llegar. No sabía cuándo, pero entendía que iba a llegar, que tenía que llegar. ¿Por qué? Porque tomar la decisión de convertirte en emprendedor va de la mano con salir de tu zona de confort y, especialmente, con no encontrar una parecida.

Por supuesto, cuando comienzas no sabes cuándo va a llegar, ni sabes cómo será el proceso. Tomé un camino quizás más largo (aunque, no exento de dificultades), concentrado en adquirir no solo el conocimiento necesario, sino la experiencia. Y, además, de aprender de las experiencias de los demás, de sus errores, de sus aciertos. Hasta que las circunstancias me trajeron hasta este punto.

La lección más valiosa de este proceso fue, sin duda, aquella de entender que mi conocimiento, mis experiencias, mi propósito y mis dones y talentos de nada sirven si no los aprovecho para ayudar a otros. En otras palabras: solo tienen sentido cuando ayudo a otros, si los utilizo para que otros descubran su potencial y lo aprovechen para lograr sus objetivos, para cristalizar sus sueños.

Y, no sobra decirlo, uno de mis sueños era hacer un webinar y vender uno de mis productos. Cuando te das a la tarea de compartir tu conocimiento, no puedes vivir de los elogios y, mucho menos, de los likes en las redes sociales. Ni los unos, ni los otros, te pagan las cuentas. Además, como dice mi amigo y mentor Álvaro Mendoza, “un emprendimiento no es una ONG”.

No es fácil entender por qué en la primera etapa de tu camino como emprendedor, en la que por lo general el dinero no abunda, tienes que ofrecer algo gratis. Se antoja una contradicción, pero en realidad no lo es. La razón es que si compartes conocimiento y experiencias de valor a otros, si los ayudas, van a pensar “si esto tan poderoso me lo dio gratis, cómo será lo que me dará si le pago”.

Esa, por si no lo sabías, es una de las premisas que mueve al mercado. El problema, porque siempre hay un problema, es que muchos dan valor en un comienzo y luego, cuando venden, se niegan a hacerlo. Bien sea porque no cumplen lo prometido, porque no tienen más que aportar o, simple y tristemente, porque lo único que les interesaba era quedarse con tu dinero.

Por eso, una vez lo obtienen se esfuman, desaparecen como por arte de magia. Por supuesto, cada uno hace lo que considera correcto y cada uno, además, carga con las consecuencias de sus actos y de sus decisiones. De eso se trata la vida. Por eso, así mismo, me tomé un buen tiempo, casi cinco años, en prepararme antes de darme a la aventura de ofrecerte uno de mis productos.

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En este momento, justo en este momento, me siento preparado para aportar más valor a través de mi curso El Avatar: Del Amigo Imaginario Al Cliente Real. Ese, quizás lo sabes, quizás lo sientes, es uno de los mayores dolores del mercado, no solo porque es muy fuerte, sino porque afecta a muchas empresas (inclusive, las grandes), negocios y emprendimientos. ¡Es otra epidemia!

Hoy, en el siglo XXI, el marketing consiste en establecer una relación de intercambio de beneficios con el marcado, con todos y cada uno de tus clientes. Una relación basada en la confianza y la credibilidad, dos valores que surgen de tu genuino interés por ayudar a otros, por aprovechar lo que sabes y lo que has vivido para enseñarles a evitar los costosos errores que tú cometiste.

Hace unos años, como muchos otros, quizás como tú, mi vida entró en crisis. Colapsó poco a poco, tanto en lo personal como en la laboral, y caí en un profundo hoyo del que no fue fácil salir. Por fortuna, después de que había tocado mil y una puertas, por una se entreabrió. Un camino lleno de incertidumbre, en el que el miedo y el recuerdo de los fracasos pasados eran un lastre.

Sin embargo, por cuenta de esa maravillosa e indescifrable ley de equilibrio de la vida (que no es lo mismo que compensación), lo que tanta veces se negó en el pasado poco a poco fue surgiendo en el camino. Oportunidades de valioso aprendizaje, personas que te valoran y que agradecen lo que puedes hacer por ellas, otros emprendedores que te apoyan y, claro, clientes que te contratan.

Gracias a Dios, los que he tenido, los que tengo, son maravillosos. Su confianza y, sobre todo, lo que me han enseñado es invaluable. Durante este proceso, validaron mi conocimiento, mis experiencias, mis metodologías y mis productos; fueron ellos, justamente ellos, los que, aún sin percibirlo, me dieron el empujoncito para llegar a este feliz momento de perder la virginidad.

¿A dónde quiero llegar con esta reflexión que te comparto? A que, por si todavía no lo hiciste, te des cuenta de que el mejor día para comenzar a cumplir tus sueños es hoy. No importa cuál sea ese sueño que te quita la tranquilidad, que no te deja dormir tranquilo; no importa si antes lo intentaste y no funcionó, siempre hay una nueva oportunidad, siempre hay un buen día para comenzar.

Estoy completamente seguro de que tú, que lees estas líneas, posees valioso conocimiento y has vivido experiencias increíbles que ansías transmitirles a otros. Quizás no era tu momento, quizás no había llegado tu momento. A veces no es fácil de explicar, a veces no es fácil de entender. Sin embargo, siempre es posible comenzar. Un sueño solo se extingue cuando dejas de luchar por él.

Cuando empecé a trabajar en marketing, te confieso que no sabía nada, absolutamente nada. De hecho, los términos me asustaban, igual que la autoridad de aquellos a quienes escuchaba. Pero, eso, más que un obstáculo, fue un aliciente: me di a la tarea de aprender, de probar, de errar y volver a probar, hasta que me di cuenta de que había llegado el momento de dar el gran salto.

Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que tú también puedes hacerlo. En cualquier actividad de la vida. Tú puedes aprender a escribir como lo deseas, puedes desarrollar la habilidad y sobresalir del promedio, puedes construir mensajes poderosos que, en virtud de tu conocimiento y de tus experiencias, ayude a otros a transformar su vida. Tú también puedes perder la virginidad

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