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Si posees esta cualidad, puedes olvidarte del síndrome del impostor

El temido y odiado síndrome del impostor sí existe. ¿Lo sabías? Y no solo eso: está de moda, es una de esas tendencias que ahora gustan tanto. Según los expertos, tres de cada cuatro mujeres del primer mundo los padecen a lo largo de su trayectoria profesional. Sin embargo, por supuesto, ellas no son las únicas: cualquier persona puede sufrirlo en distintos ámbitos de la vida.

Y no solo eso: de acuerdo con distintos estudios, ocho de cada diez personas sufren la incómoda sensación de ser un fraude. Bien en algún momento de su vida, bien en algún campo de su vida. Y lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que nadie, absolutamente nadie, está exento o ajeno a este mal. Afecta a jóvenes, a personas con altas capacidades, a profesionales, a hombres, a mujeres…

Es, así mismo, uno de los fenómenos sicológicos más estudiados de las últimas décadas. Por eso, por ejemplo, se pudo establecer que es más frecuente en las mujeres y que se potencia gracias a factores como la baja autoestima y la búsqueda de la perfección. Y se les atribuye a las sicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes haberlo descrito en 1978, cuando ya provocaba estragos.

Algo que es necesario saber es que el síndrome del impostor nada tiene que ver con inteligencia, talento, cargos o reconocimientos: es un mal democrático que ataca a cualquiera. ¿Cuál es la razón? Su origen está en las emociones, que seguro lo sabes son traviesas, caprichosas y traicioneras. Por eso, lo padecen artistas, escritores, científicos, ingenieros o abogados

El odioso síndrome del impostor se manifiesta, principalmente, en la tendencia a minimizar los logros obtenidos, a restarnos méritos y, sobre todo, a creer que no somos suficiente (o, de otra forma, que siempre nos hace falta algo para dar la talla). Además, es camaleónico: es falta de confianza, creencias limitantes, miedos, inseguridad, ansiedad y, sobre todo, pensamientos negativos.

Ahora, en la práctica, el síndrome del impostor se ha convertido en una excelente excusa para no salir de la zona de confort. Es la justificación perfecta. Y lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que nos sirve para cualquier ámbito en la vida, mucho más allá de lo profesional o laboral: para no ir al gimnasio (o hacer ejercicio), para no seguir una alimentación sana, para huir de las relaciones…

¿Por ejemplo? A la hora de comunicarnos o, especialmente en estos tiempos, crear contenido. Lo primero que puedo decirte, porque lo experimenté, es que está bien, se vale sentir el síndrome del impostor. Somos seres humanos, imperfectos y, sobre todo, sensibles. Por otro lado, esa sensación de incomodidad puede ayudarnos a salir de la zona de confort, a exigirnos, a dar un poco más.

Elegí estudiar Comunicación Social porque quería trabajar en la radio, un medio mágico que me acompañó desde la infancia. Sin embargo, mi carrera profesional se dio por otro camino: el de la prensa escrita. Llegué a la radio después de casi 30 años de trayectoria y, a pesar de eso, tenía un poco de miedo. Y necesité dos o tres programas (de dos horas) antes de asentarme, de estar cómodo.

Más adelante, la profesión me dio la oportunidad de hacer televisión en vivo: ¿tuve miedo? Claro, porque es natural. ¿Lo superé? Claro, porque siempre es posible. Hoy, comando en solitario y hago comentarios en transmisiones de torneos de golf, espacios que duran como mínimo dos horas. La primera vez que estuve solo en el estudio lo acusé, pero fue algo que se esfumó bastante rápido.

¿Moraleja? El ser humano, cualquiera, puede enfrentarse a situaciones incómodas, desconocidas o retadoras y superarlas sin problema. Se requiere conocimiento y algunas habilidades básicas, pero, en especial, valentía y ganas de salir adelante. ¿Lo más importante? Paciencia y tolerancia, porque te vas a equivocar, pero si no te dejas intimidad vas a aprender y en cada ocasión lo harás mejor.

¿Te suena familiar? La verdad es que nadie nació aprendido, en nada. O, de otra manera, todo, absolutamente todo, lo debemos (o podemos) aprender. Aprendemos a comer, a cepillarnos los dientes, a caminar, a escribir, a dibujar, a practicar ejercicio, a tender la cama…, en fin. La vida, todos y cada uno de los días de la vida, es un aprendizaje continuo. ¡Tú pones los límites!

Y, también, eriges las dificultades. Como el síndrome del impostor, por ejemplo. Que, no sobra decirlo, prácticamente en todos los casos son actitudes aprendidas en el seno de nuestro círculo de influencia más cercano (familia, amigos, trabajo, estudio) o a partir de los todos los mensajes que consumimos de medios de comunicación y redes sociales, principalmente, o de la sociedad.

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Obstáculos que, por lo general, se manifiestan así:

1.- El perfeccionista. Te obsesionas con la idea de que todo salga de maravilla o, lo que es lo mismo, de no cometer errores. Y no solo los vas a cometer, sino que es necesario que lo hagas: esos episodios, por lo doloroso que resulte, incorporan el aprendizaje más valioso

2.- El experto. Una manifestación que está muy de moda en estos días, dado que ‘ser experto’ es el oficio de moda, especialmente en internet. No tienes que saber “todo sobre todo”, porque además es imposible. La clave está en la especialización y entender que aprendes a medida que avanzas

3.- El superhéroe. Otra especie muy popular en estos momentos. Es una loca carrera por intentar demostrar que eres mejor que otros, cuando no es necesario. Te impones una metas muy altas y debes lidiar con expectativas difíciles de cumplir. Al final, solo malgastas tu tiempo y energías

4.- El genio frustrado. Una idea que, seguramente, te cultivaron en la niñez: “¡Tienes que ser el mejor!”. Esto te lleva a ser intolerante al error, a nunca estar conforme con lo que tienes y con lo que obtienes, a creer que debes aprender más y más. ¿Consecuencia? Te paralizarás, no avanzarás

5.- El solitario. Bien sea porque crees que nadie puede ayudarte o porque no inviertes en ti mismo, te quedas solo. Y solo no avanzarás o, peor, no llegarás a donde quieres ir. Recuerda: nadie escaló el Everest en solitario. “Solo irás más rápido, acompañado llegarás más lejos”. ¡Tú elijes!

El problema de fondo con el síndrome del impostor es que se traduce en un autoboicot. Cada vez que intentas hacer algo que significa salir de la zona de confort y, por ende, te enfrentas a tus miedos y creencias limitantes, tomas el atajo. ¿Cuál? Acudes a ese otro yo interno, como si fuera un superhéroe, para que te salve y justifique tu inacción o tu elección de no tomar ese camino.

Lo que hay detrás del síndrome del impostor es el miedo a que nos juzguen, nos descalifiquen, se burlen de nosotros o hagamos el ridículo. Es posible que todo eso sea realidad, pero entiende que es parte del proceso de aprendizaje. Con o sin síndrome, te juzgarán, te descalificarán, se burlarán de ti y eventualmente harás el ridículo. La diferencia es que, si lo vences y actúas, aprendes y avanzas.

Ahora, la razón por la cual me pareció pertinente escribir este artículo para ti: el síndrome del impostor sí existe y lo vivimos, lo padecemos, todos los días. ¿Sabes a qué me refiero? A esos impostores que vemos cada día en internet, especialmente en las redes sociales. Sí, personas que se venden como ‘la última Coca-Cola del desierto’, los de la vida perfecta o la familia ideal…

En la práctica, son personas que construyen, de manera consciente, una especie de otro yo, una identidad ficticia, para producir una percepción determinada. Son personas que dicen tener solo buenos pensamientos, positivos; que no envidian, que no sienten celos; que no critican y les desean el bien a sus enemigos o detractores; que no desean riqueza y no se obsesionan con lo material…

La verdad, y por supuesto esto es tan solo una opinión personal, esas personas no solo no existen, sino que no pueden existir. ¿Por qué? Porque el ser humano, la especie, es imperfecta. Es decir, somos falibles, tenemos defectos y carencias y lejos estamos de ese estado de perfección. Además, estamos condicionados por la sociedad, por los demás, y resulta imposible desligarse de eso.

Por si fuera poco, están las traviesas, caprichosas y traicioneras emociones que nos hacen pasar malos ratos. Mi madre, alma bendita, solía decir que “primero cae un mentiroso que un cojo”. Y es cierto: a estos impostores digitales, los de la vida perfecta, lo que poseen la fórmula del éxito y de la riqueza exprés, los que viven la vida ideal y perfecta, tarde o temprano se les cae la máscara.

Y no solo quedan al descubierto, sino, además, sometidos a las represalias de los demás. El impostor, en últimas, no es más que un gentil manipulador, un lobo vestido con piel de oveja. Su mensaje y su vida, toda, son una farsa, una mentira. Tras ese personaje que han construido lo que hay es un ego del tamaño de un iceberg y una variedad de conductas tóxicas que son temibles.

Así mismo, esta persona posee una característica que la hace muy peligrosa: se mimetiza, es decir, es camaleónica, capaz de transformarse en función de las circunstancias o de los objetivos. Es hábiles, sin duda, pero dado que se guía por el ego, que no conoce de límites, tarde o temprano se equivoca y le revela al mundo en realidad quién es. Y, por supuesto, lo paga caro.

El poder de tu mensaje, bien seas una empresa, un negocio o una marca personal (un profesional independiente que monetiza su conocimiento), radica en la autenticidad. Que, por supuesto, involucra tus defectos, tus carencias. Y no es esa perfección impostada lo que permitirá que tu mensaje sea persuasivo y provoque el impacto que deseas en la vida de otras personas.

Piénsalo: tus padres, a quienes seguro idolatras, no son perfectos. Quizás, de hecho, tienen más defectos de los que te gusta admitir, pero son tus padres y los amas con todas tus fuerzas. Lo mismo sucede con tu pareja, o tus hijos. O con ese amigo de toda la vida. O con tu mascota. Más allá de esa imperfección, sin embargo, los valoramos y apreciamos, agradecemos que sean parte de nuestra vida.

Vivimos en un mundo en el que la histeria, la cordial hipocresía, la falsedad y los impostores marcan la pauta. Son fuente y alimento de la infoxicación que nos contamina, que drena nuestras energías, que nos arrebata el derecho a ser felices. Por fortuna, para combatir estos males hay un antídoto efectivo: la autenticidad del mensaje. Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que no tienes que hacer nada, solo ser tú mismo…

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Escribir, el más poderoso e impactante acto de libertad y rebeldía

“Si hay personas que se incomodan o molestan por lo que digo, ¿qué tal que se enteraran de lo que pienso?”. Este es un pensamiento que con mucha frecuencia da vueltas en mi mente en estos tiempos de cordial hipocresía y en los que la norma es ser políticamente correctos. En especial, ahora que hay tanta gente susceptible, esa que llamamos la generación de cristal.

No cabe duda de que los seres humanos somos una especie muy particular, paradójica. Por mucho tiempo, siglos, padecimos por un modelo de educación patriarcal en el que a veces, muchas veces, no nos era permitido expresarnos o quejarnos. La autoridad y la palabra del padre no se cuestionaban, no se discutían, simplemente se acataban sumisamente y punto.

Sin embargo, los tiempos cambian, a veces para bien, por fortuna. Hoy, sin embargo, nos hemos ido al otro extremo: nadie se calla, todo el mundo quiere hablar, quiere expresar lo que piensa y lo que siente. Además, con una ventaja en relación con el pasado: hay múltiples y poderosas herramientas y canales a través de los cuales podemos comunicarnos.

Tristemente, sin embargo, casi nunca nos comunicamos. Nos limitamos a vomitar sentimientos y emociones (disculpa si la expresión es algo fuerte) escudado en la mal entendida libertad de expresión. Por eso, las redes sociales tienen muy poco de sociales y son más bien fétidas cloacas en las que las personas destilan su resentimiento con la vida, revelan sus dolores.

Por eso, así mismo, internet es un poco como el Lejano Oeste que vemos en las películas de Hollywood. Sí, un lugar sin dios ni ley en el que cada uno hace justicia por su mano. La única diferencia es que las armas no son revólveres o fusiles, sino pensamientos, emociones y la lengua. Las ráfagas vienen y van, sin cesar, y hasta puedes ser víctima de una bala perdida.

Una libertad de expresión llevada al extremo y malinterpretada. Palabras e ideas cargadas de dinamita, con un alto poder destructivo que van dejando heridas que, a veces, muchas veces, no es posible sanar. La comunicación, privilegio del ser humano, es empleada con un objetivo contrario al natural: destruye, en vez de construir; lastima, en vez de sanar. ¡Doloroso!

Lo más irónico, sin embargo, es que hay muchas personas, demasiadas personas, que siguen en silencio. Esta vez no impuesto, sino elegido. Personas que hoy, en pleno siglo XXI, tienen miedo de expresarse, de decir lo que piensan y lo que sienten. Lo peor es que por lo general son personas que tiene mucho que decir, mucho por aportar. Pero, eligen el silencio.

Una de las principales manifestaciones de este miedo es aquel “no puedo escribir”, “no sé cómo hacerlo”, “no consigo inspirarme”, “eso no es para mí” y tantas otras excusas que esgrimimos a la hora de escribir o de comunicarnos. Personas que tienen un conocimiento valioso, experiencias enriquecedoras y dones, talentos y pasión, pero no los comparten.

Cuando comencé el proceso de aprendizaje de marketing, mi amigo y mentor Álvaro Mendoza me dijo una frase que me marcó: Cuando una persona tiene conocimiento, experiencia, unos dones y talentos que pueden ayudar a otros, que les pueden servir a otros, tiene la responsabilidad de compartirlos. Quedarse con ellos para sí mismo, guardarlos, es un error”.

Esa premisa se la transmitieron sus padres, primero, y sus mentores, después. Una premisa que le ayudó a descubrir cuál era el propósito de su vida: servir a otros. Desde entonces, se dedicó a educar a las personas que quieren aprender de marketing, se dedicó a transmitir su conocimiento y experiencias, y hoy es conocido como El Padrino del marketing digital.

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Escuchar esa frase fue una revelación. También, un punto de partida. Comprendí que había mucho que, gracias al conocimiento acumulado, de la experiencia atesorada en más de 30 años de trayectoria profesional, podía ofrecerles a otros. Entendí que mis dones y talentos solo tienen sentido cuando puedo aprovecharlos en beneficio de otros, cuando impactan a otros.

Desde entonces, trato de llamar la atención de otros, trato de llamar tu atención. ¿Por qué? Porque tienes que dejar atrás el miedo a decir lo que piensas y lo que sientes, tienes que expresarlo al mundo, gritarlo, si es necesario. No solo experimentarás una increíble sensación de placer, sino que sentirás que tu vida vale la pena, que tiene sentido gracias a tu propósito.

Ese miedo surge porque muchas veces, casi siempre, hay un corto circuito entre aquello que pensamos y lo que expresamos. Recuerda la frase del comienzo de la nota: “Si hay personas que se incomodan o molestan por lo que digo, ¿qué tal que se enteraran de lo que pienso?”. Dentro de nuestra mente no hay espacio para la cordial hipocresía, allí no hay autocensura.

El problema, porque siempre hay un problema, es que nos dejamos llevar por los pensamientos negativos, destructivos, nos dejamos dominar por las emociones. Mientras, en la vida real buscamos la aprobación de otros, queremos ser simpáticos para los otros para evitar que nos rechacen, nos sometemos a vivir en esa contradicción para caerles bien a otros.

Sí, el miedo al rechazo, a quedarnos solos, es la principal causa de ese miedo que nos impide expresarnos, que nos impide escribir o decir lo que pensamos y lo que sentimos. Una segunda razón es la baja autoestima, estar convencidos de que nuestras ideas no valen nada, de que nuestro conocimiento y experiencias a nadie le interesan o, peor aún, a nadie le sirven.

También está, por supuesto, el temor al qué dirán, a hacer el ridículo y ser juzgados, ser señalados por otros. Es una creencia tan arraigada, que nos cuesta decirle te quiero a nuestros padres, a nuestra pareja, a nuestros hijos; nos cuesta decir que algo no nos agrada, que no nos hace felices, por temor a que nos reprueben. Entonces, elegimos la opción fácil: callarnos.

No nos damos cuenta del poder que hay en nuestro interior. El poder del conocimiento, el de las experiencias que nos dejaron valiosas lecciones, el de la pasión que nos mueve, el de las palabras que pueden sanar, que pueden construir. ¡Un poder ilimitado! Nos negamos el derecho a expresarnos (de verdad) libremente y les negamos a otros la ayuda que necesitan.

Escribir, quizás no lo sabías, es el mayor acto de libertad y de rebeldía del ser humano. Cuando escribes, literalmente eres el dueño del mundo, de ese mundo que puedes crear gracias a tu imaginación. Cuando escribes, eres el ser más poderoso del planeta, puedes ser un héroe o un villano, puedes salvar al mundo o encarnar a tu animal favorito. ¡Puedes decir lo que quieras!

Olvídate del qué dirán, olvídate de los miedos, olvídate de la cordial hipocresía, olvídate de encajar en el mundo de otros, olvídate de ser políticamente correcto. Recuerda que solo se vive una vez, recuerda que la única razón por la que estás en este mundo es porque puedes ayudar a otros con tu conocimiento, tu experiencia, tus dones y talentos, con tu mensaje.

“Cuando una persona tiene conocimiento, experiencia, unos dones y talentos que pueden ayudar a otros, que les pueden servir a otros, tiene la responsabilidad de compartirlos. Quedarse con ellos para sí mismo, guardarlos, es un error”. Recuerda, y pon en práctica, esta genial frase de mi amigo y mentor Álvaro Mendoza. Ejerce tu libertad, sé rebelde, ¡escribe!

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