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Cómo evitar que tu cerebro caiga en la ‘obsolescencia programada’

Si lo quieres ver así, es tanto un gran privilegio como una dificultad (al menos, para algunos). ¿A qué me refiero? Los seres humanos, todos, sin excepción, tenemos tanto el privilegio de aprender cada día y la dificultad (si así la quieres ver) de entender que el aprendizaje nunca termina. Aunque no me lo preguntaste, para mí no hay dualidad: lo interpreto como una maravillosa bendición.

Vivimos la era de la tecnología, con poderosas y sorprendentes herramientas y recursos que nos llegan para mejorar las tareas que realizamos cada día. Desde las sencillas en casa hasta las más complejas en el ámbito laboral. Ciertamente, nunca antes la humanidad disfrutó más, nunca antes la vida fue tan fácil, ni tan cómoda como lo es ahora. ¡Y cada vez será más fácil, más sencilla!

Más allá de que para algunos el manejo de la tecnología y sus herramientas es un desafío, estas nuevas versiones son cada vez más humanas, más intuitivas. Así, por ejemplo, puedes impartirle instrucciones a tu teléfono por voz y él las interpreta y las realiza de inmediato. O la inteligencia artificial generativa, que crea imágenes o textos, entre otros, a partir de instrucciones sencillas.

De nuevo, vivimos la más fantástica era para el ser humano. Lo que para otras generaciones fue un problema o un proceso de aprendizaje, lento, complicado y costoso (especialmente, en términos de tiempo), hoy es fácil. ¿Por ejemplo? Hoy puedes leer o escuchar libros a través de aplicaciones en 1, 3 o 5 horas, del mismo modo que aprendes inglés desde el celular, al ritmo que desees.

 Sin embargo, y aquí está el pero de la historia, esta maravillosa era de la tecnología es también la era de la odiosa obsolescencia programada. ¿Sabes en qué consiste? Es la acción consciente y premeditada de los creadores de productos (sobre todo, de tecnología) para que dejen de servir (o que sus funciones y características se vuelvan obsoletas) tras un determinado tiempo.

Televisores, celulares, computadores y otros electrodomésticos que al cabo de 2-3 años se transforman en un estorbo porque ya no están en capacidad de cumplir a cabalidad las funciones para las que fueron creados. Y lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que no hay un plan B válido. Es decir, la única opción es ir a la tienda y renovar el equipo (esa es la esencia de la obsolescencia).

Durante años, lidié con ese problema principalmente con mis computadores, tanto de escritorio como portátiles. Microsoft, con sus múltiples versiones de Windows, siempre infestadas de mil y un virus, es por mucho el rey de la obsolescencia programada. Una estela que han seguido todos sus partners, todos los que de una u otra manera están involucrados en esos aparatos.

Hace poco más de dos años, me enfrenté a uno de esos problemas. Mi computador, que en teoría estaba “perfecto”, rendía al mínimo con video. Y el video es parte fundamental de mi trabajo, así que no puedo estar limitado. Tuve la posibilidad de dar el salto a los productos Apple y adquirí un Mac mini, primero, y luego un computador de escritorio. ¡Fue la mejor decisión que pude tomar!

Sí, son más costosos; sí, Apple te cobra además por servicios relacionados como aplicaciones (y no es económico); sí, la mayoría de las personas usan PC o dispositivos Android; sí, los periféricos que se requieren para los computadores Apple son exclusivos y costosos. Sí, sí… pero los productos de esta marca son MUCHO mejores que los demás y te olvidas de la obsolescencia programada.

Que también se sufre con esta marca, pero de manera distinta: no es a corto plazo (2-3 años), sino a largo plazo (al menos 10 años). Es decir, tiempo suficiente para que le saques el jugo a esa inversión que realizaste, que a partir de los beneficios que obtienes o, en mi caso, del ROI que recibo a partir de mi trabajo te permite recuperar con creces lo que pagaste por ese dispositivo.

Lo mejor, ¿sabes que es lo mejor? Que las actualizaciones, a diferencia de las de Windows, no están destinadas a corregir fallos de seguridad, de estabilidad del sistema o de funcionamiento. ¿Entonces? Son verdaderas mejores de funciones, ampliación de servicios o cobertura. Es un gana-gana. Y no te cobran más por esas actualizaciones, que por demás se realizan con frecuencia.

Por eso, cada vez que me aparece la notificación “Hay actualizaciones pendientes” no me molesto, como ocurría antes, cuando tenía mi computador Windows. ¿Por qué? Porque sé perfectamente que es un proceso rápido (otro gran beneficio) y, además, positivo. Es decir, algo que sirve, que va a potenciar las características de mi iMac, la va a potenciar y mi trabajo será más agradable.

Es, justamente, lo que sucede con tu cerebro, ¿lo sabías? Sí, como si fuera una computadora, cuando nacemos tiene un disco duro dispuesto para recibir información y unas funciones básicas programadas por defecto. Sin embargo, desde el momento en que llegas a este mundo es tu responsabilidad programarlo, configurarlo con las aplicaciones que te permitan aprovecharlo.

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¿Cuáles son esas aplicaciones? El conocimiento, para comenzar. Que, a diferencia de lo que sucede con un computador, no tiene límites. Puedes almacenar tanto como desees, como seas capaz de adquirir. Puedes, por ejemplo, aprender dos, tres o cinco idiomas. Puedes, también, leer un par de libros al mes o tomar un curso sobre pintura, si esa es la afición que te apasiona y disfrutas.

También están las habilidades, que el diccionario define como “capacidad y disposición para algo”. Eso significa que tenemos más facilidad para aprender unas, pero no cometas el error de pensar que “no estás hecho” para las demás. La diferencia es que las primeras las desarrollarás más rápido y las disfrutarás más, mientras que estas otras requerirán mayor esfuerzo y disciplina de tu parte.

Así mismo, el cerebro se nutre de las experiencias que vivimos cada día. De todas, no solo de las negativas, como solemos pensar. Todo lo que nos ocurre en la vida tiene un porqué, es decir, una razón o un propósito, e incorpora una lección, un aprendizaje. Ese porqué dependerá un poco de tus metas en la vida, de tus planes, mientras que la lección es inevitable, aunque sea dolorosa.

Hay otro componente importante de esa configuración del cerebro: creencias, pensamientos, sentimientos y emociones (amor y miedo y todas sus manifestaciones). Son esas aplicaciones que muchas veces incorporamos de manera inconsciente, impulsiva, y que en la práctica son un problema porque nos distraen, nos consumen tiempo valioso y son perjudiciales a largo plazo.

La vida es como una App Store que nos brinda infinidad de aplicaciones, de programas, de gadgets que podemos instalar en nuestro cerebro y utilizar. No todas son convenientes o productivas, no todas las aprendemos a gestionar, no todas nos brindan los servicios o beneficios prometidos. La clave está en saber cuáles sí y las demás, eliminarlas: hay que liberar espacio para algo útil.

Una de las situaciones incómodas a la que me enfrento a mi trabajo es encontrarme personas que se niegan a ejecutar las “actualizaciones pendientes”. Tristemente, han convertido su cerebro en un dispositivo con fecha de expiración, de caducidad. Le han impuesto una obsolescencia programada que se traduce en que no están en disposición de aprovechar las actualizaciones.

Soy un eterno aprendiz y, además, me encanta enfrentar el reto del aprendizaje. Es decir, no soy de los que se quedan sin responder la pregunta fundamental: aquella de “¿Podré hacerlo?” o “¿Seré capaz de aprenderlo?”. Gracias a esta mentalidad abierta, la vida me ha dado el privilegio de aprender una gran cantidad de cosas que no imaginabao, inclusive, que no estaban en mis planes.

Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que con frecuencia en mi camino aparece la famosa notificación de “tienes actualizaciones pendientes”. La vida me brinda la posibilidad de aprender más, de vivir nuevas experiencias, de conocer más personas, de explorar otros ámbitos de mi profesión. La vida me abre horizontes infinitos, gratificantes, que refuerzan mi propósito y le dan sentido a cada día.

Y tú, ¿aprovechas las “actualizaciones pendientes?”. En el caso de la creación de contenidos, de las estrategias efectivas para comunicar nuestro mensaje, la experiencia me ha enseñado que son muy pocos los que se atreven a hacer clic en “actualizar todo”. La mayoría, la gran mayoría, funciona con la configuración limitada producto de la temida y odiada obsolescencia programada.

Y, créeme, no es la herramienta que utilizas, o el canal que eliges, o la inteligencia artificial lo que te permitirá aprovechar esto tan valioso que la vida te brinda. El valor no está allí, sino en el poder de tu mensaje que está determinado por lo que sabes, lo que has vivido, lo que has aprendido de tus errores, así como de lo que te apasiona y, por supuesto, del propósito que guía tu vida.

No me canso de repetirlo: tienes todo, absolutamente todo, lo que necesitas para crear un mensaje poderoso que produzca un impacto positivo en la vida de otros. Uno que informe, eduque, entretenga y, sobre todo, inspire. Uno que sea la otra cara de la moneda de la perversa infoxicación y sirva para crear relaciones poderosas, vínculos transformadores e innovadores.

“Tienes actualizaciones pendientes” y, a diferencia de los dispositivos sujetos a la obsolescencia programada que los convierte en chatarra tecnológica en poco tiempo, tu cerebro te permite aprender cada día, todos los días, sin excepción. Cuanto más actualizada esté tu configuración, mejor. Elige bien las aplicaciones que vas a utilizar y, una vez las descargas, ¡aprovéchalas!

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Haz de tu mensaje (conocimiento) el mejor propósito para 2024

Es una pregunta que todos, absolutamente todos, nos formulamos en algún momento de la vida. De hecho, es frecuente cada vez que la vida nos confronta, nos pone contra la pared, nos obliga a nadar contra la corriente. Entendemos que estamos en este mundo por una razón especial, pero no la conocemos, de ahí que la respuesta al gran interrogante de la vida nunca es definitiva.

¿Sabes cuál es ese interrogante? Sí, ese de ¿cuál es el motivo por el cual llegamos a este mundo? Porque no estamos aquí por casualidad, simplemente porque fuimos el espermatozoide más rápido de la ocasión o porque nos ganamos una suerte de lotería. Todos, absolutamente todos, llegamos a este mundo por una razón y nuestra misión en la vida es, justamente, descubrirla.

Nacemos sin un propósito, ¿lo sabías? Sé que esta es una afirmación que puede reñir con tus creencias, con esos mensajes que están grabados en tu mente desde la niñez. Porque a todos nos dicen que llegamos para esto o lo otro o, quizás, nos trazan un rumbo: “tienes que ser médico (o abogado, o arquitecto, o contador) como tu abuelo, tu padre y tus hermanos”, nos dicen.

Y dócilmente, muchas veces, intentamos recorrer ese camino. Que, tristemente, nos ofrece una alta dosis de dificultades, tropiezos y dolor y casi nunca nos brinda la recompensa que anhelamos. La de ser felices, la de sentirnos realizados con lo que hacemos, la de saber que aportamos un granito de arena para que este mundo sea mejor, la de dejar un legado por el que nos recuerden.

Nacemos sin un propósito y ese, sin duda, al menos para mí, es un gran descubrimiento. ¿Por qué? Porque significa que todo lo que haga en la vida, para bien o para mal, marcará el camino que deba transitar. Es decir, cada día es una aventura, una oportunidad para aprender, para crecer; también, para cristalizar unos sueños y forjar otros y, en especial, gozar del privilegio de ayudar a otros.

A lo largo de la vida, cada día sin excepción, y a partir de aprendizaje surgido sobre todo de los errores que cometemos, descubrimos cuál es nuestro propósito. Es decir, la razón por la cual llegamos a este mundo, el para qué. Un camino en el que adquirimos dogmas, costumbres, hábitos, rituales e ideologías que se manifiestan en nuestras decisiones y comportamiento.

Decisiones y comportamientos que, en últimas, no son más que un mensaje que le transmitimos al mundo sobre quiénes somos y qué hacemos. Sobre lo que sentimos y lo que tememos. Sobre el conocimiento adquirido y las experiencias vividas. Un mensaje que, en esencia, no es un libreto o un script que se aprende de memoria y se recita cada vez que alguien pregunta quiénes somos.

Durante más de 30 años trabajé como periodista en medios de comunicación, empresas y por cuenta propia, como freelance. Un camino en el que enfrenté múltiples dificultades, como el ego, ese virus que nos infecta a todos en algún momento de la vida y que, si lo permitimos, será un enemigo silencioso que echará a perder nuestros sueños. Además, es un pésimo consejero.

No solo te lleva por rumbos equivocados, sino que nubla tus ojos y te impide ver lo que es evidente. Es decir, no ves las oportunidades, no valoras tus capacidades, no entiendes que la vida te dio el privilegio de adquirir conocimiento y vivir experiencias increíbles. Despojarme del ego no fue tarea fácil y en algún momento fue doloroso. Sin embargo, fue necesario y liberador.

¿Por qué? Durante años, porque eso fue lo que me enseñaron en la academia, en los medios y en las empresas, porque así funciona el ambiente, estuve convencido de que eso tan valioso que la vida me había regalado era para mí. Sí, como el regalo que recibes en la Navidad o tu cumpleaños. La verdad, esa es una creencia equivocada, porque nada de eso tiene sentido si no lo compartes.

Lo que no se comparte, no se disfruta, le aprendí hace años a un cliente. Una máxima de vida maravillosa, poderosa, que me sirvió para descubrir mi propósito. ¿Y cuál es? Compartir y disfrutar todo aquello que la vida me dio el privilegio de atesorar. Compartir que, en la práctica, en el día a día de la vida, significa transferirlo a otros para que regrese en forma de múltiples bendiciones.

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Quizás lo has experimentado: cuando enseñas a otros, no solo eres maestro: también eres un aprendiz y, a veces, muchas veces, el que más aprende. Piensa en algo que le hayas enseñado a tus hijos: no solo te queda la satisfacción de ayudarlos, de ver que lo pueden hacer por sí mismos, sino que esa interacción te brinda conocimiento nuevo y valioso que podrás utilizar en el futuro.

Esta, créeme, es una premisa que se aplica a todo en la vida. A cualquier actividad o rama del conocimiento. Desde que descubrí ese propósito, mi trabajo dejó de ser un trabajo convencional y se convirtió en una misión de vida. Que me sirve, además, para ganar dinero, porque así funciona el mundo, porque lo necesito y me ayuda a disfrutar de otras pasiones, a darme recompensas.

El propósito de la vida, ese mensaje trascendente que construimos a lo largo de la vida, surge a partir de los dogmas, costumbres, hábitos, rituales, creencias e ideologías adquiridas. Que, seguro lo sabes, no son estáticas: cambian, se refuerzan, se transforman, se revalúan, en función de lo que vivimos, de lo que aprendemos y, fundamentalmente, de las personas de las que nos rodeamos.

El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que entendemos mal el propósito, por un lado, y porque el propósito goza de mala fama. ¿Por qué? Lo entendemos mal porque asumimos que es un punto, una meta, y no es así: se trata del proceso. De otra forma, confundimos propósito con deseo, con algo que anhelamos que se dé, pero que casi nunca se cristaliza por nuestra falta de acción.

¿Por ejemplo? Los famosos propósitos de Año nuevo, que no son más que deseos que jamás, o casi nunca, se cumplen. Aprender un nuevo idioma, bajar de peso, leer un libro al mes, viajar o conseguir un trabajo en el que te valoren como persona y profesional. Acaso empezamos con uno de ellos y a los pocos días, o semanas, lo abortamos. Y los renovamos cada 12 meses, sin éxito.

Sin éxito, lamentablemente. ¿Por qué? Porque se quedan como un simple deseo al no estar sustentados en un plan de acción realizable y una estrategia que nos permita llevarlo a cabo. Así mismo, porque la mayoría de las veces no es algo que anhelamos fervientemente, con pasión, y por eso lo abandonamos al primer tropiezo o, quizás, una vez el entusiasmo se esfuma.

El propósito solo puede cumplirse si hay determinación, una actitud que se renueva cada día. Y, por supuesto, acciones efectivas. Que, no sobra decirlo, a veces te significará ganar enemigos gratuitos, la antipatía de algunos y la reprobación de muchos. ¡No les prestes atención! Ese es el indicativo de que vas por el camino correcto, cuando otros, los que no hacen nada, se incomodan.

Un propósito, cualquiera que sea, solo tiene sentido en virtud del conocimiento que adquirimos durante el camino. El conocimiento es el combustible, el alimento que lo nutre, lo fortalece. Y solo se concreta en función de lo que pensamos, tememos, sufrimos, disfrutamos, aprendemos. Un propósito es todo el camino, el proceso, pero también es la meta que nos proponemos alcanzar.

Moraleja: lo que la vida te ha regalado, lo que te ha dado el privilegio de atesorar, no es para ti. Tú eres, simplemente, un instrumento, el intermediario para que ese conocimiento valioso, esas experiencias increíbles, ese aprendizaje de los errores, sea transferido a otros. Que lo necesitan, que lo anhelan, por cierto, porque están en la misma búsqueda que estabas tú hace un tiempo.

Entonces, ¿me aceptas una invitación? Si este año, como todos los años, haces un propósito de Navidad o Año Nuevo que sea el de compartir tu conocimiento, tus experiencias, tu pasión, así como tus creencias y tus emociones, para ayudar a otros. Cuando amas lo que haces, y en especial cuando haces lo que amas, la vida te recompensa de mil y una formas maravillosas. ¡Aprovéchalo!

No te quedes trabado en el tema del formato o la extensión. Comienza por lo más sencillo, por aquel que te resulte más cómodo: audio, video, texto, el que sea. Nutre a tu comunidad, a esas personas que ya creen en ti, con las que hay confianza. Demuéstrales que tienes mucho para ofrecerles y que tu propósito es ayudarlas. Te sorprenderá el impacto que puedes conseguir.

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Realidad e imaginación: cómo gestionar esta mezcla para ser mejor escritor

A veces, la mayoría de las veces, no lo percibimos. O, quizás, nos damos cuenta, pero de inmediato miramos hacia otro lado, distraemos la atención. La vida, nuestra vida, es una combinación de realidad y ficción o, dicho de otra forma, lo que en verdad vivimos y lo que creemos que vivimos. Esto, seguramente lo sabes, se aplica tanto a los acontecimientos positivos como a los negativos.

Sucede, por ejemplo, cuando conocemos a una persona que nos atrae, nos llama la atención. Aunque quizás solo pasamos unos minutos con ella, aunque fueron pocas las palabras que cruzamos, aunque es poco o nada lo que sabemos de ella, en nuestra mente hay una relación. Nos imaginamos momentos felices que aún no llegaron, soñamos momentos que quizás no se darán.

Sucede, por ejemplo, cuando tenemos la oportunidad de viajar, en especial a uno de esos lugares que nos atraen como imán. Bien sea por su cultura, por su historia, por sus paisajes naturales, por su gastronomía, por alguna personalidad que nació allí. Antes de llegar, mucho antes, la mente nos paseo por sus calles, nos hace sentir el frescor de la brisa, nos derrite el paladar con sus menús.

La capacidad de imaginación del ser humano, de cualquier ser humano, es ilimitada. Por supuesto, algunos la hemos desarrollado mejor que otros, la utilizamos como una poderosa herramienta, la hemos explotado en un nivel superlativo y la disfrutamos. No es un talento, o un don, mucho menos un privilegio reservado para unos pocos: es una habilidad que todos poseemos.

La otra cara de la moneda es la razón, una capacidad exclusiva del ser humano, precisamente la que nos distingue del resto de especies. Podemos ejercer control sobre nuestros actos, sobre nuestras decisiones; podemos controlar las emociones y los instintos. Podemos, aunque a veces, muchas veces, no lo hacemos. ¿Por qué? Porque la razón está ligada a la responsabilidad.

¿A dónde quiero llevarte con esta reflexión? A que te des cuenta de que los seres humanos somos una mezcla de razón e imaginación. Una mezcla que, es importante entenderlo, no es estática, sino que se moldea a las circunstancias. A veces, de manera inconsciente; otras, por fuera de nuestro control. Y está bien, porque así es la naturaleza, porque así somos todas las personas.

A veces, quizás porque nos cuesta aceptar la realidad que vivimos, la vida que hemos construido; quizás porque nos dejamos llevar por las emociones, permitimos que la imaginación vuele de más y nos provoque inquietud y temor, nuestra vida se restringe a una lucha incesante, desgastante. ¿Entre qué y qué? Entre la imaginación y la razón. La verdad, sin embargo, es que no tiene sentido.

¿Por qué? En esta batalla, seguramente ya lo sabes (o por lo menos tienes sospechas) no hay un ganador, tampoco, un perdedor. ¿Por qué? Porque el rival al que enfrentas eres tú mismo, tus creencias limitantes, tu ignorancia sobre algunos temas, tu falta de autoconocimiento, tus miedos a enfrentar las circunstancias que has creado. Si no te detienes, solo conseguirás autodestruirte.

Y no es lo que deseas, ¿cierto? Más bien, ¿por qué no aprendes a aprovechar esa dualidad, esa rivalidad entre imaginación y razón? Por si no lo sabías, son la materia prima básica de cualquier escritor. Olvídate de la tan cacareada inspiración (las musas o como la quieras llamar), del talento, de los dones y de tantas otras falacias que han hecho carrera en el imaginario popular.

Lo que sucede es que no lo vemos así, no las vemos así. ¿A qué me refiero? A que cualquier persona puede ser un buen escritor. ¡Tú puedes ser un buen escritor! Que no necesariamente significa millonario o afamado, que es el modelo que nos venden, pero que solo unos pocos alcanzan. Se trata, en esencia, de desarrollar la capacidad de transmitir mensajes persuasivos.

Mensajes que motiven, que inspiren, que eduquen, que entretengan, que ayuden a generar cambios positivos en la vida de otras personas, que las impulsen a transformarse. ¡Tú puedes ser el buen escritor que cause este efecto! Y una de las asignaturas que debes aprobar en ese camino es, precisamente, aquella de aprender a utilizar esa poderosa mezcla de imaginación y razón.

El problema, porque ya sabes que siempre hay un problema, es que actuamos a partir de la imaginación, que se manifiesta a través de las traviesas y caprichosas emociones, y luego nos justificamos con la razón. Así en todas y cada una de las actividades de la vida, en todas y cada una de las decisiones de la vida, en todas y cada una de las acciones que realizamos en la vida.

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Sucede cuando aceptas un trabajo o tomas la decisión de cambiar. Cuando le pides matrimonio a tu pareja. Cuando solicitas un préstamo en el banco para adquirir un auto de lujo que no puedes pagar de contado. Cuando miras la vitrina de un almacén y, al fondo, ves ese suéter que tanto habías buscado y lo compras, aunque está fuera de tu presupuesto. Y así sucesivamente…

El obstáculo con el que muchos se enfrentan a la hora de comenzar a escribir, en especial cuando no han desarrollado la habilidad, cuando no han cultivado el hábito o, peor aún, cuando se dejan llevar por sus miedos, es que le apuestan todo a la razón. Es decir, dejan de lado la imaginación con la excusa de que “la inspiración nunca llegó”, pero sabemos que esa es una gran mentira.

El origen del obstáculo es eso que llaman objetividad, que como la inspiración o el tal bloqueo mental no existe. Nadie, absolutamente nadie, puede ser objetivo. Porque, valga recalcarlo, en este tema no hay puntos intermedios, no hay matices: 0 o 100, todo o nada. Nadie es 50 % objetivo o 99 % objetivo; eso no existe. Sin embargo, muchos tropiezan con esa piedra.

De lo que se trata es de ser fiel a la realidad, a los hechos, relatarlos tal y como sucedieron. El problema es que, aunque hagas tu mayor esfuerzo, nunca podrás evitar que las emociones, que tus creencias, que tus valores y principios entren en juego. ¡Siempre estarán presentes, siempre! Por eso, aunque tú y yo seamos testigos de una realidad, cada uno la ve e interpreta a su manera.

Un ejemplo: podemos estar sentados en un sofá viendo un partido de fútbol y ser hinchas del mismo equipo. Sin embargo, cada uno verá su propio partido, uno distinto, al vaivén de sus emociones, de sus percepciones. Cada uno valorará aspectos distintos, recordará momentos diferentes, criticará jugadas distintas, se hará una idea del resultado diferentes de la del otro.

Cuando vas a escribir y eres novato, o no cuentas con experiencia profesional, es común caer en esta trampa. Sin embargo, ya sabes que para cada problema hay una solución (al menos una). En este caso, la solución es darte licencia para apartarte de la realidad, del espacio de la razón, y aprovechar lo que la imaginación (la creatividad) te pueden aportar. Que es mucho, por cierto.

Todos los seres humanos, absolutamente todos, somos creativos. En distintas facetas o actividades de la vida, es cierto, pero todos somos creativos. Así mismo, todos necesitamos de la creatividad en lo que hacemos, sin importar a qué nos dedicamos: el abogado, el médico, el obrero, el jardinero, el deportista, el profesor, el panadero y el escritor necesitan la creatividad.

Que, y esto es muy importante, no significa estrictamente crear de cero. Es decir, no tienes que crear una nueva realidad, porque la realidad ya está creada. Como dice mi buen amigo y mentor Álvaro Mendoza, “no es necesario reinventar la rueda”. Se trata de contar esa realidad con tus propios ojos, dejándote guiar por tu conocimiento y experiencias, por tus emociones.

Como en el caso del partido de fútbol. Por supuesto, debes entender que hay un límite razonable entre recrear la realidad (verla desde tu perspectiva y relatarla) y llegar a los terrenos de la ficción. ¿Por qué? Porque aquí es posible darles juego a elementos o hechos que no son reales. ¿Cuáles, por ejemplo? Animales que hablan, seres humanos con alas o los tradicionales superhéroes.

Es un recurso válido, un estilo que tiene muchísimos adeptos, pero no es lo mío. Lo mío es ver la realidad, interpretarla y recontarla. Sazonarla con mi conocimiento, experiencias, creencias y emociones tratando de brindarles a mis lectores un platillo delicioso. A veces se logra y otras, no. Esa es la realidad. Por eso, no queda otro camino que escribir y escribir, trabajar y trabajar.

Una de las tareas primarias de un escritor, en especial de los que no tienen experiencia, es la de aprender a darse licencia. ¿A qué me refiero? A perder el miedo de contarle al mundo cómo lo ves, cómo lo sientes, expresar qué te gusta y qué te disgusta, con qué estás de acuerdo y con qué no. ¿Por qué nos cuesta trabajo? Por el bendito qué dirán, por temor a la crítica o la desaprobación.

Escribir, amigo mío, es, como lo he mencionado otra veces, un acto soberano de rebeldía, la máxima expresión de libertad. Mientras escribes, eres Dios. Quizás posees el conocimiento, quizás ya desarrollaste la habilidad, quizás tienes un mensaje poderoso, pero te faltan cinco centavitos para el peso: aprender a dominar la mezcla de imaginación y razón para recrear la realidad y contarla.

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Escribir, el más poderoso e impactante acto de libertad y rebeldía

“Si hay personas que se incomodan o molestan por lo que digo, ¿qué tal que se enteraran de lo que pienso?”. Este es un pensamiento que con mucha frecuencia da vueltas en mi mente en estos tiempos de cordial hipocresía y en los que la norma es ser políticamente correctos. En especial, ahora que hay tanta gente susceptible, esa que llamamos la generación de cristal.

No cabe duda de que los seres humanos somos una especie muy particular, paradójica. Por mucho tiempo, siglos, padecimos por un modelo de educación patriarcal en el que a veces, muchas veces, no nos era permitido expresarnos o quejarnos. La autoridad y la palabra del padre no se cuestionaban, no se discutían, simplemente se acataban sumisamente y punto.

Sin embargo, los tiempos cambian, a veces para bien, por fortuna. Hoy, sin embargo, nos hemos ido al otro extremo: nadie se calla, todo el mundo quiere hablar, quiere expresar lo que piensa y lo que siente. Además, con una ventaja en relación con el pasado: hay múltiples y poderosas herramientas y canales a través de los cuales podemos comunicarnos.

Tristemente, sin embargo, casi nunca nos comunicamos. Nos limitamos a vomitar sentimientos y emociones (disculpa si la expresión es algo fuerte) escudado en la mal entendida libertad de expresión. Por eso, las redes sociales tienen muy poco de sociales y son más bien fétidas cloacas en las que las personas destilan su resentimiento con la vida, revelan sus dolores.

Por eso, así mismo, internet es un poco como el Lejano Oeste que vemos en las películas de Hollywood. Sí, un lugar sin dios ni ley en el que cada uno hace justicia por su mano. La única diferencia es que las armas no son revólveres o fusiles, sino pensamientos, emociones y la lengua. Las ráfagas vienen y van, sin cesar, y hasta puedes ser víctima de una bala perdida.

Una libertad de expresión llevada al extremo y malinterpretada. Palabras e ideas cargadas de dinamita, con un alto poder destructivo que van dejando heridas que, a veces, muchas veces, no es posible sanar. La comunicación, privilegio del ser humano, es empleada con un objetivo contrario al natural: destruye, en vez de construir; lastima, en vez de sanar. ¡Doloroso!

Lo más irónico, sin embargo, es que hay muchas personas, demasiadas personas, que siguen en silencio. Esta vez no impuesto, sino elegido. Personas que hoy, en pleno siglo XXI, tienen miedo de expresarse, de decir lo que piensan y lo que sienten. Lo peor es que por lo general son personas que tiene mucho que decir, mucho por aportar. Pero, eligen el silencio.

Una de las principales manifestaciones de este miedo es aquel “no puedo escribir”, “no sé cómo hacerlo”, “no consigo inspirarme”, “eso no es para mí” y tantas otras excusas que esgrimimos a la hora de escribir o de comunicarnos. Personas que tienen un conocimiento valioso, experiencias enriquecedoras y dones, talentos y pasión, pero no los comparten.

Cuando comencé el proceso de aprendizaje de marketing, mi amigo y mentor Álvaro Mendoza me dijo una frase que me marcó: Cuando una persona tiene conocimiento, experiencia, unos dones y talentos que pueden ayudar a otros, que les pueden servir a otros, tiene la responsabilidad de compartirlos. Quedarse con ellos para sí mismo, guardarlos, es un error”.

Esa premisa se la transmitieron sus padres, primero, y sus mentores, después. Una premisa que le ayudó a descubrir cuál era el propósito de su vida: servir a otros. Desde entonces, se dedicó a educar a las personas que quieren aprender de marketing, se dedicó a transmitir su conocimiento y experiencias, y hoy es conocido como El Padrino del marketing digital.

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Escuchar esa frase fue una revelación. También, un punto de partida. Comprendí que había mucho que, gracias al conocimiento acumulado, de la experiencia atesorada en más de 30 años de trayectoria profesional, podía ofrecerles a otros. Entendí que mis dones y talentos solo tienen sentido cuando puedo aprovecharlos en beneficio de otros, cuando impactan a otros.

Desde entonces, trato de llamar la atención de otros, trato de llamar tu atención. ¿Por qué? Porque tienes que dejar atrás el miedo a decir lo que piensas y lo que sientes, tienes que expresarlo al mundo, gritarlo, si es necesario. No solo experimentarás una increíble sensación de placer, sino que sentirás que tu vida vale la pena, que tiene sentido gracias a tu propósito.

Ese miedo surge porque muchas veces, casi siempre, hay un corto circuito entre aquello que pensamos y lo que expresamos. Recuerda la frase del comienzo de la nota: “Si hay personas que se incomodan o molestan por lo que digo, ¿qué tal que se enteraran de lo que pienso?”. Dentro de nuestra mente no hay espacio para la cordial hipocresía, allí no hay autocensura.

El problema, porque siempre hay un problema, es que nos dejamos llevar por los pensamientos negativos, destructivos, nos dejamos dominar por las emociones. Mientras, en la vida real buscamos la aprobación de otros, queremos ser simpáticos para los otros para evitar que nos rechacen, nos sometemos a vivir en esa contradicción para caerles bien a otros.

Sí, el miedo al rechazo, a quedarnos solos, es la principal causa de ese miedo que nos impide expresarnos, que nos impide escribir o decir lo que pensamos y lo que sentimos. Una segunda razón es la baja autoestima, estar convencidos de que nuestras ideas no valen nada, de que nuestro conocimiento y experiencias a nadie le interesan o, peor aún, a nadie le sirven.

También está, por supuesto, el temor al qué dirán, a hacer el ridículo y ser juzgados, ser señalados por otros. Es una creencia tan arraigada, que nos cuesta decirle te quiero a nuestros padres, a nuestra pareja, a nuestros hijos; nos cuesta decir que algo no nos agrada, que no nos hace felices, por temor a que nos reprueben. Entonces, elegimos la opción fácil: callarnos.

No nos damos cuenta del poder que hay en nuestro interior. El poder del conocimiento, el de las experiencias que nos dejaron valiosas lecciones, el de la pasión que nos mueve, el de las palabras que pueden sanar, que pueden construir. ¡Un poder ilimitado! Nos negamos el derecho a expresarnos (de verdad) libremente y les negamos a otros la ayuda que necesitan.

Escribir, quizás no lo sabías, es el mayor acto de libertad y de rebeldía del ser humano. Cuando escribes, literalmente eres el dueño del mundo, de ese mundo que puedes crear gracias a tu imaginación. Cuando escribes, eres el ser más poderoso del planeta, puedes ser un héroe o un villano, puedes salvar al mundo o encarnar a tu animal favorito. ¡Puedes decir lo que quieras!

Olvídate del qué dirán, olvídate de los miedos, olvídate de la cordial hipocresía, olvídate de encajar en el mundo de otros, olvídate de ser políticamente correcto. Recuerda que solo se vive una vez, recuerda que la única razón por la que estás en este mundo es porque puedes ayudar a otros con tu conocimiento, tu experiencia, tus dones y talentos, con tu mensaje.

“Cuando una persona tiene conocimiento, experiencia, unos dones y talentos que pueden ayudar a otros, que les pueden servir a otros, tiene la responsabilidad de compartirlos. Quedarse con ellos para sí mismo, guardarlos, es un error”. Recuerda, y pon en práctica, esta genial frase de mi amigo y mentor Álvaro Mendoza. Ejerce tu libertad, sé rebelde, ¡escribe!

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El estilo es tu huella dactilar como escritor: ¿cómo identificarlo?

¿Eres de aquellos que antes de salir de casa te aseguras de estar bien presentado? ¿Eres de los que se toman unos minutos para definir qué ropa lucir o, más bien, coges lo primero que ves en el guardarropa? ¿Te preocupas por cómo te ves y por cómo te ven los demás? ¿Aunque sea un día de fin de semana o de descanso, quieres verte bien, quieres sentirte cómodo?

A pesar de que todos los seres copiamos modelos de éxito, también nos preocupamos por ser únicos y distintos de los demás. En todas y cada una de las actividades de la vida. El primer modelo, el que más impacto nos produce, son nuestros padres. Luego la vida se encarga de poner en nuestro camino tras personas que nos inspiran, de las que queremos tomar algo valioso.

Y, por supuesto, también aparecen en la escena modelos de éxito que elegimos seguir, que los incorporamos en nuestra vida. Por ejemplo, los deportistas triunfadores, que por lo general además encarnan inspiradoras historias de esfuerzo y superación que nos abren las alas y nos motivan a seguir su camino. O un referente de la actividad a la que nos dedicamos, así mismo.

Cuando somos bebés, cuando estamos en esa increíble etapa de descubrir el mundo, la imitación es el método de aprendizaje más poderoso del que disponemos. Copiamos lo que papá y mamá nos dicen, pero también lo que observamos que ocurre a nuestro alrededor. Luego, al crecer, cuando somos autónomos y tomamos nuestras propias decisiones, elegimos qué o a quién modelar.

Más en estos tiempos de internet en los que tenemos acceso inmediato a lo que las figuras públicas y las celebridades publicas en sus redes sociales, en sus páginas web, o lo que publican sobre ellas en los distintos medios de comunicación. Es un incesante bombardeo de modelos que nos invitan a ser seguidos, que ejercen una fuerte influencia en lo que pensamos y lo que hacemos.

Esta es una premisa que se aplica también al campo de la escritura. Cuando en realidad queremos escribir, queremos desarrollar la habilidad para salir del montón y tener la capacidad de transmitir mensajes poderosos, buscamos modelos dignos de imitar. El novelista que nos atrapó cuando éramos jóvenes, el autor que nos cautivó en la universidad o el referente literario de nuestro país.

La tendencia a copiar modelos de éxito es natural en el ser humano. Sin embargo, y esta es una gran paradoja, nunca logramos ser como esas personas a las que admiramos, que nos inspiran. Puedes comprar la ropa y las zapatillas que luce Roger Federer, usar una raqueta de la misma marca, tomar clases con el mismo entrenador y hasta cortarte el pelo como él. Pero…

Pero, nunca serás Roger Federer. Y nunca vas a ganar 20 torneos de Grand Slam como el astro suizo. Como tampoco te convertirás en el mejor futbolista del mundo por calzar los botines de la marca que usa Lionel Messi, o por tomar mate, o por hacer malabares con el balón como él. Y así sucesivamente, con cualquier modelo que pretendas imitar, cualquier figura que desees emular.

Y, a mi juicio, esa es una excelente noticia. ¿Por qué? Porque si algo nos hace valiosos y poderosos a los seres humanos, a cada uno, es la unicidad. ¿Sabes qué significa? La condición de únicos, distintos e irrepetibles. Puedes ser muy parecido a tus padres, seguro heredaste mucho de cada uno, pero eres único porque posees características que ninguno de ellos tiene. ¿Entiendes?

En la escritura, la unicidad se manifiesta a través del estilo. Que, tristemente hay que decirlo, no todos somos capaces de desarrollar, de definir. ¿Por qué? Porque nos dedicamos a imitar a otros, nos limitamos a copiar a otros y nos olvidamos de aquello que nos hace únicos, valiosos y poderosos. El talento, la sensibilidad, los dones que nos regaló la naturaleza, la inteligencia.

El estilo es algo así como la huella dactilar de un escritor: es suyo y diferente del resto de los escritores del mundo. Es la característica que lo identifica, la que provoca que los lectores se enamoren de sus textos y los quieran leer una y otra vez. Es como el tono de voz de tu cantante preferido, que lo identificas rápidamente después de escuchar unas pocas frases.

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El estilo surge de una combinación de factores que podríamos llamar materiales y otros, emocionales. Los materiales son el correcto uso del vocabulario, la ortografía y la gramática, sí como de los diferentes tipos de escritos. Están determinados por el conocimiento, la preparación y la disciplina del escritor, por su capacidad para aprender constantemente, para evolucionar.

Los emocionales, mientras tanto, están conectado con aquello que somos como personas, con nuestras creencias, valores y principios. Por supuesto, con nuestros miedos, con las experiencias que hemos vivido, con las personas o vivencias que dejaron huellas o cicatrices en nuestra vida. Son reflejo de cómo vemos la vida, de cómo percibimos y asumimos nuestro rol en este mundo.

¿Ahora entiendes por qué no puede haber dos estilos iguales? ¿Por qué es una necedad intentar copiar el estilo de algún autor específico? Dos personas pueden acudir a las mismas clases en el mismo colegio, primero, y luego en la universidad. Sin embargo, lo que aprendan, las capacidades que desarrollen, el uso que le den a ese conocimiento será diferente, cada uno elegirá un rumbo diferente, propio.

Ahora, bien, hay algo muy importante que debes tener en cuenta: el estilo no es algo que nació contigo, algo que ya venía incorporado en tu mente. Se trata de una construcción. Que, valga decirlo, es un proceso que jamás termina, porque el estilo, como la vida misma, es dinámico y cambiar de acuerdo con las circunstancias, se adapta a ellas. Y, claro, también por la práctica.

El estilo, en esencia, es un descubrimiento que surge del autoconocimiento. En otras palabras, el estilo es un reflejo no solo de lo que eres como escritor, sino también, como ser humano. Y solo podrás definir tu estilo cuando definas quién eres como persona, cuando conozcas con certeza cuáles son tus fortalezas, tus debilidades, tus miedos, tus ilusiones, tus valores y tus principios.

El estilo es reflejo de la personalidad del escritor, por eso hay estilos serios, divertidos, enredados, rebuscados, indecisos, lacónicos o fuertes: porque así somos los seres humanos. Eso, en todo caso, no significa que si eres una persona seria no puedas ser un gran escritor humorístico, pero está claro que si eres extrovertido y tiene chispa o buen sentido del humor se te dará más fácil.

Una de las primeras tareas que debería llevar a cabo cualquier persona que quiera escribir, en especial cuando desea, por ejemplo, escribir un libro o abrir un blog para publicar dos o tres post a la semana, es aquella de hacer un análisis FODA. Sí, aquella metodología que nos permite establecer cuáles son nuestras fortalezas (F), oportunidades (O), debilidades (D) y amenazas (A).

Es una técnica muy utilizada en el mundo de los negocios que también brinda grandes beneficios en el campo personal. Por ejemplo, nos ayuda a establecer metas a corto, mediano y largo plazo y la estrategia adecuada para cumplir con esos objetivos. En el ámbito empresarial, el análisis FODA es una de las herramientas más poderosas de los líderes a la hora de tomar decisiones.

Para ser un buen escritor, el talento no basta: todos tenemos talento, pero no todos somos buenos escritores. Tampoco basta el conocimiento. El estilo, tu huella dactilar como escritor, es una construcción que parte de tus principios y valores, de tus creencias, de la forma en que ves el mundo, y se forja a través de lo que adoptas de otras personas y, sobre todo, de la práctica.

El estilo no es algo que puedas incorporar, de afuera hacia dentro. De hecho, es justamente al contrario: surge de ti y se manifiesta en el exterior. El estilo no es algo que el mundo te dé a ti, sino lo que tú le brindas al mundo, de ahí que hay escritores cuyo estilo es más agradable, más popular, más impactante. El estilo, además, es la característica que te permite dejar un legado.

Tú, que anhelas ser un buen escritor o que simplemente quieres desarrollar la habilidad para transmitir un mensaje poderoso y de impacto, necesitas identificar y establecer tu estilo, tu huella dactilar como escritor. Para conseguirlo, necesitas llevar a cabo dos tareas: el autoconocimiento, para lo cual el análisis FODA es muy útil, y la práctica constante, es decir, escribir y escribir

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¿Quieres escribir y ‘no puedes’? Revisa tu diálogo interior

Todos los seres humanos tenemos una voz interior. Que nos habla todo el tiempo, inclusive cuando estamos dormidos. Que posee inmensa sabiduría y nos puede ayudar en circunstancias apremiantes, pero que es terca y traviesa también, como una adolescente rebelde, y a veces nos mete en problemas, en serios problemas. Lo que más nos cuesta es entender por qué sucede así.

Si lo piensas unos minutos, todo aquello que te propusiste con determinación lo conseguiste. No tan fácil como ir del punto A al punto B, pero lo conseguiste. De manera consciente o inconsciente estableciste un plan de acción, unas estrategias y enfrentaste un proceso que superaste paso a paso hasta llegar al final. Fue cuando te diste cuenta de que no era tan difícil como pensabas.

En la universidad, quizás, algún profesor te puso en calzas prietas con un proyecto final que te demandó tiempo, trabajo, esfuerzo y mucho estudio, además de altas dosis de paciencia en la fase de prueba y error. Tras varias noches de desvelo, en las que la vocecita interna te decía que tiraras la toalla, persististe y lograste sacarlo adelante. Fue un gran logro que te dejó grandes enseñanzas.

Si lo piensas unos minutos, todo aquello que te propusiste con determinación lo conseguiste. En cualquier campo de la vida, en lo personal o en lo profesional. Como cuando a aquella chica con la que después de 10 minutos de conversación parecían amigos de toda la vida y, a pesar de que te lo puso difícil, lograste enamorarla y convertirla en la mujer de tu vida. Fue tu mayor victoria.

El problema, porque siempre hay un problema, es que tristemente los seres humanos estamos más programados para lo negativo que para lo positivo. ¿Por qué? Por el modelo educativo en el que nos criamos y crecimos y que luego, durante la adolescencia y la edad adulta, nosotros mismos nos encargamos de fortalecer, de repetir una y otra vez. Es el poder ilimitado de la mente.

Por ejemplo, aquel día que, en un paseo de fin de semana con tus compañeros de la universidad no fuiste capaz de tirarte a la piscina desde el trampolín más alto, de 7 metros. Retaste a los demás, fuiste el primero es subir, pero tan pronto miraste para abajo el miedo te paralizó. “No puedo”, “No lo hagas”, “Es peligroso”, “No te atrevas”, repetía una y otra vez tu voz interior.

O, quizás, fue cuando el profesor más estricto de la carrera te eligió a ti para que hicieras la presentación oral del trabajo final, una intervención de la que dependía también la nota de tus compañeros. Y, sí, recuérdalo, fuiste un desastre, comenzaste a tartamudear y se te olvidó lo que habían estudiado. Fue una gran decepción y hubo que rogar para lograr otra oportunidad.

Todos los seres humanos tenemos una voz interior que posee inmensa sabiduría, pero que es terca y traviesa también, como una adolescente rebelde. Hasta que entendemos por qué sucede así: es fruto de nuestro diálogo interior. En términos sencillos, es la conversación que sostenemos con nosotros mismos, la permanente charla entre el yo consciente y el yo inconsciente.

Ese diálogo interior está determinado por tus creencias, por tu educación, por tu conocimiento, por tu visión de la vida y del mundo y, de manera muy especial, por tu entorno. Por ejemplo, ese diálogo interior uno si estudiaste en un colegio religioso con monjas o si acudiste a uno mixto de talante liberal. O si eras el único hombre, y el menor, entre cinco mujeres o si eras hijo único.

El problema con el bendito diálogo interno es que es la primera tecla que oprimimos en casi todas las circunstancias de la vida. Dado que nuestro cerebro almacena toda la información, recurrimos a ese archivo para establecer cómo debemos actuar en determinada situación. Es cuando aparece esa voz interior que se expresa según las vivencias similares que experimentó en el pasado.

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Y es, justamente, una de las razones, una de las más poderosas y condicionantes, por las que no puedes escribir. Aunque lo intentes una y mil veces, pesa más ese pasado de frustraciones, de intentos fallidos, que tus ganas de comunicarte por escrito. O, quizás, ni siquiera lo intentas porque asumes que no puedes, porque estás convencido de que careces de lo necesario.

La sicología nos dice que cuando los seres humanos enfrentamos un problema complejo y carecemos de las herramientas necesarias para gestionarlo reaccionamos con ansiedad: es una respuesta automática, un mecanismo de defensa por el que el reto se transforma en amenaza. Por ejemplo, si en la niñez te mordió un perro: cuando estás cerca de uno, la ansiedad se dispara.

Y esta ciencia nos da cuenta de cuatro tipos de diálogo interno que operan como detonantes de la angustia o de la ansiedad en momentos en que nos sentimos amenazados. Son el catastrófico, el autocrítico, el victimista y el autoexigente. La característica común es que todos son negativos y que sus efectos son paralizantes: nos provocan pánico, nos paralizan e impiden que actuemos.

El diálogo interno catastrófico surge de imaginar el peor escenario posible: vemos una tragedia donde no la hay. Por ejemplo, cuando te animas a escribir un párrafo y luego lo lees y piensas que es un desastre y lo borras de inmediato, para que nadie lo pueda ver. O, a lo mejor, lo lees otra vez y te decepcionas porque estás seguro de que si lo muestras a alguien se burlará de ti o te apabullará.

El diálogo interno autocrítico se enfoca en lo negativo. Mejor dicho: todo lo ve negativo. Entonces, aquello que escribiste te parece horrible, solo ves errores y de inmediato te convences de que es una pérdida de tiempo. “Dedícate a otra cosa, que para esto no sirves”, te dices. “De dónde surgió esa loca idea de creerte un escritor”, te lapidas. Es una dura autocensura, una triste sentencia.

El diálogo interno victimista se presenta por lo genera apenas das los primeros pasos. Dado que no confías en ti mismo, ni en tus capacidades, estás a la caza de una excusa que sirva de pretexto para abandonar. “Lo intenté, pero no soy capaz” o “No nací para esto”, te dices. De esta forma, te autoexculpas y te llenas de argumentos para justificar el desenlace inevitable: tiras la toalla.

El diálogo interno autoexigente es, sin duda, algo dañino porque en la búsqueda de la perfección te fijas expectativas que no puedes cumplir, te trazas metas para las cuales no estás preparado y, entonces, fracasas. Y ese fracaso te produce estrés, depresión y lastima tu autoestima. Te sientes lo peor de la Tierra y tu cabeza se llena de reproches, te autoflagelas y castigas tu atrevimiento.

Si lo piensas unos minutos, es probable que la razón por la cual no puedes escribir o, peor, no te animas a intentarlo es porque sostienes un diálogo interno equivocado. Es decir, programaste tu mente con mensaje negativos, limitantes, con excusas que actúan como salvavidas cuando tu voz interior prende las alarmas y te invita a abandonar. No es que no puedas, es que crees que no puedes.

De la misma manera que cuando compras un reloj inteligente o un celular y lo primero que haces es configurarlo a tu gusto, a la medida de tus caprichos y tus deseos, también debes programar tu mente, configurarla en modo voy a escribir, en modo sí puedo hacerlo, en modo voy a encontrar la forma de lograrlo. Tan pronto logres cambiar tu diálogo interior, cambiará también el resultado.

Por supuesto, no es tan fácil como decirlo y hacerlo, algo así como decirte “voy a ser escritor” y sentarte a escribir una novela. No, así no funciona. Requerirás ayuda profesional, una guía, un mentor que ayude a cambiar ese diálogo interior por uno positivo y a identificar tus fortalezas para comenzar a trabajar a partir de ellas. Sin embargo, lo fundamental, es cambiar tu conversación.

Moraleja: siempre que asumiste un problema o un reto con un diálogo interior positivo, enfocado en tus fortalezas, encontraste una manera de lograr lo que te propusiste. Entonces, deja de pensar que no puedes, que no naciste para esto, porque te repito que hay un buen escritor dentro de ti y tienes que descubrirlo, activarlo y ponerlo a trabajar. Tu voz interior será la primera que lo celebre…

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