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Haz de tu mensaje (conocimiento) el mejor propósito para 2024

Es una pregunta que todos, absolutamente todos, nos formulamos en algún momento de la vida. De hecho, es frecuente cada vez que la vida nos confronta, nos pone contra la pared, nos obliga a nadar contra la corriente. Entendemos que estamos en este mundo por una razón especial, pero no la conocemos, de ahí que la respuesta al gran interrogante de la vida nunca es definitiva.

¿Sabes cuál es ese interrogante? Sí, ese de ¿cuál es el motivo por el cual llegamos a este mundo? Porque no estamos aquí por casualidad, simplemente porque fuimos el espermatozoide más rápido de la ocasión o porque nos ganamos una suerte de lotería. Todos, absolutamente todos, llegamos a este mundo por una razón y nuestra misión en la vida es, justamente, descubrirla.

Nacemos sin un propósito, ¿lo sabías? Sé que esta es una afirmación que puede reñir con tus creencias, con esos mensajes que están grabados en tu mente desde la niñez. Porque a todos nos dicen que llegamos para esto o lo otro o, quizás, nos trazan un rumbo: “tienes que ser médico (o abogado, o arquitecto, o contador) como tu abuelo, tu padre y tus hermanos”, nos dicen.

Y dócilmente, muchas veces, intentamos recorrer ese camino. Que, tristemente, nos ofrece una alta dosis de dificultades, tropiezos y dolor y casi nunca nos brinda la recompensa que anhelamos. La de ser felices, la de sentirnos realizados con lo que hacemos, la de saber que aportamos un granito de arena para que este mundo sea mejor, la de dejar un legado por el que nos recuerden.

Nacemos sin un propósito y ese, sin duda, al menos para mí, es un gran descubrimiento. ¿Por qué? Porque significa que todo lo que haga en la vida, para bien o para mal, marcará el camino que deba transitar. Es decir, cada día es una aventura, una oportunidad para aprender, para crecer; también, para cristalizar unos sueños y forjar otros y, en especial, gozar del privilegio de ayudar a otros.

A lo largo de la vida, cada día sin excepción, y a partir de aprendizaje surgido sobre todo de los errores que cometemos, descubrimos cuál es nuestro propósito. Es decir, la razón por la cual llegamos a este mundo, el para qué. Un camino en el que adquirimos dogmas, costumbres, hábitos, rituales e ideologías que se manifiestan en nuestras decisiones y comportamiento.

Decisiones y comportamientos que, en últimas, no son más que un mensaje que le transmitimos al mundo sobre quiénes somos y qué hacemos. Sobre lo que sentimos y lo que tememos. Sobre el conocimiento adquirido y las experiencias vividas. Un mensaje que, en esencia, no es un libreto o un script que se aprende de memoria y se recita cada vez que alguien pregunta quiénes somos.

Durante más de 30 años trabajé como periodista en medios de comunicación, empresas y por cuenta propia, como freelance. Un camino en el que enfrenté múltiples dificultades, como el ego, ese virus que nos infecta a todos en algún momento de la vida y que, si lo permitimos, será un enemigo silencioso que echará a perder nuestros sueños. Además, es un pésimo consejero.

No solo te lleva por rumbos equivocados, sino que nubla tus ojos y te impide ver lo que es evidente. Es decir, no ves las oportunidades, no valoras tus capacidades, no entiendes que la vida te dio el privilegio de adquirir conocimiento y vivir experiencias increíbles. Despojarme del ego no fue tarea fácil y en algún momento fue doloroso. Sin embargo, fue necesario y liberador.

¿Por qué? Durante años, porque eso fue lo que me enseñaron en la academia, en los medios y en las empresas, porque así funciona el ambiente, estuve convencido de que eso tan valioso que la vida me había regalado era para mí. Sí, como el regalo que recibes en la Navidad o tu cumpleaños. La verdad, esa es una creencia equivocada, porque nada de eso tiene sentido si no lo compartes.

Lo que no se comparte, no se disfruta, le aprendí hace años a un cliente. Una máxima de vida maravillosa, poderosa, que me sirvió para descubrir mi propósito. ¿Y cuál es? Compartir y disfrutar todo aquello que la vida me dio el privilegio de atesorar. Compartir que, en la práctica, en el día a día de la vida, significa transferirlo a otros para que regrese en forma de múltiples bendiciones.

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Quizás lo has experimentado: cuando enseñas a otros, no solo eres maestro: también eres un aprendiz y, a veces, muchas veces, el que más aprende. Piensa en algo que le hayas enseñado a tus hijos: no solo te queda la satisfacción de ayudarlos, de ver que lo pueden hacer por sí mismos, sino que esa interacción te brinda conocimiento nuevo y valioso que podrás utilizar en el futuro.

Esta, créeme, es una premisa que se aplica a todo en la vida. A cualquier actividad o rama del conocimiento. Desde que descubrí ese propósito, mi trabajo dejó de ser un trabajo convencional y se convirtió en una misión de vida. Que me sirve, además, para ganar dinero, porque así funciona el mundo, porque lo necesito y me ayuda a disfrutar de otras pasiones, a darme recompensas.

El propósito de la vida, ese mensaje trascendente que construimos a lo largo de la vida, surge a partir de los dogmas, costumbres, hábitos, rituales, creencias e ideologías adquiridas. Que, seguro lo sabes, no son estáticas: cambian, se refuerzan, se transforman, se revalúan, en función de lo que vivimos, de lo que aprendemos y, fundamentalmente, de las personas de las que nos rodeamos.

El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que entendemos mal el propósito, por un lado, y porque el propósito goza de mala fama. ¿Por qué? Lo entendemos mal porque asumimos que es un punto, una meta, y no es así: se trata del proceso. De otra forma, confundimos propósito con deseo, con algo que anhelamos que se dé, pero que casi nunca se cristaliza por nuestra falta de acción.

¿Por ejemplo? Los famosos propósitos de Año nuevo, que no son más que deseos que jamás, o casi nunca, se cumplen. Aprender un nuevo idioma, bajar de peso, leer un libro al mes, viajar o conseguir un trabajo en el que te valoren como persona y profesional. Acaso empezamos con uno de ellos y a los pocos días, o semanas, lo abortamos. Y los renovamos cada 12 meses, sin éxito.

Sin éxito, lamentablemente. ¿Por qué? Porque se quedan como un simple deseo al no estar sustentados en un plan de acción realizable y una estrategia que nos permita llevarlo a cabo. Así mismo, porque la mayoría de las veces no es algo que anhelamos fervientemente, con pasión, y por eso lo abandonamos al primer tropiezo o, quizás, una vez el entusiasmo se esfuma.

El propósito solo puede cumplirse si hay determinación, una actitud que se renueva cada día. Y, por supuesto, acciones efectivas. Que, no sobra decirlo, a veces te significará ganar enemigos gratuitos, la antipatía de algunos y la reprobación de muchos. ¡No les prestes atención! Ese es el indicativo de que vas por el camino correcto, cuando otros, los que no hacen nada, se incomodan.

Un propósito, cualquiera que sea, solo tiene sentido en virtud del conocimiento que adquirimos durante el camino. El conocimiento es el combustible, el alimento que lo nutre, lo fortalece. Y solo se concreta en función de lo que pensamos, tememos, sufrimos, disfrutamos, aprendemos. Un propósito es todo el camino, el proceso, pero también es la meta que nos proponemos alcanzar.

Moraleja: lo que la vida te ha regalado, lo que te ha dado el privilegio de atesorar, no es para ti. Tú eres, simplemente, un instrumento, el intermediario para que ese conocimiento valioso, esas experiencias increíbles, ese aprendizaje de los errores, sea transferido a otros. Que lo necesitan, que lo anhelan, por cierto, porque están en la misma búsqueda que estabas tú hace un tiempo.

Entonces, ¿me aceptas una invitación? Si este año, como todos los años, haces un propósito de Navidad o Año Nuevo que sea el de compartir tu conocimiento, tus experiencias, tu pasión, así como tus creencias y tus emociones, para ayudar a otros. Cuando amas lo que haces, y en especial cuando haces lo que amas, la vida te recompensa de mil y una formas maravillosas. ¡Aprovéchalo!

No te quedes trabado en el tema del formato o la extensión. Comienza por lo más sencillo, por aquel que te resulte más cómodo: audio, video, texto, el que sea. Nutre a tu comunidad, a esas personas que ya creen en ti, con las que hay confianza. Demuéstrales que tienes mucho para ofrecerles y que tu propósito es ayudarlas. Te sorprenderá el impacto que puedes conseguir.

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Una historia digna de escribir: tu batalla contra los ladrones de tiempo

Están ahí, silenciosos y malvados. Conviven con nosotros, de día y de noche, y no descansan. Se ríen a carcajadas al ver cómo nos amargan la vida, cómo nos incomodan, cómo echan a perder los sueños que hemos forjado. Lo peor, sin duda, lo peor, es que son una creación propia, surgidos del inmenso poder de la mente e incorporados en nuestra vida diaria en modo de hábitos y creencias.

¿Sabes a qué me refiero? Los conocemos comúnmente como ladrones de tiempo, pero se me antoja que más bien son saboteadores de sueños. O, quizás, lo correcto sea y, en vez de o. Porque son conductas que no solo nos conducen a perder lo único que no podemos recuperar, que es el tiempo, y que también dan al traste con esos proyectos que hemos cultivado en la mente.

Son factores externos, aparentemente, porque su manifestación se da en eso que llamamos el mundo físico. Sin embargo, su origen es interno. Ya lo mencioné: son una fantástica creación de la poderosamente del ser humano. Y digo fantástica porque son algo genial, una maldad genial, casi perfecta. Casi, por fortuna. Porque hay un pequeño resquicio a través del cual podemos escapar.

Son perversos, ciertamente, porque tienen la capacidad de mimetizarse, de adaptarse a todo lo que hacemos, como si fueran camaleones. Silenciosos, malvados y traviesos, los ladrones de tiempo en la mayoría de las ocasiones son la excusa perfecta para no cumplir nuestros sueños. Es algo socialmente establecido, convenido, una regla no escrita, que casi nadie se atreve a retar.

Mi amigo y mentor Álvaro Mendoza suele decir que “el 80 por ciento del éxito de todo lo que hacemos en la vida corresponde a la mentalidad y el restante 20 por ciento, a la práctica”. Si lo piensas detenidamente, es probable que creas, como yo, que ese 80 % es corto. Pero, además, te darás cuenta de cuál es la razón por la cual en tu vida reina el desorden y no obtienes resultados.

Porque, y esta es la manifestación más perversa de estos ladrones de tiempo, en realidad son nuestros peores enemigos, pero los tratamos como si fueran los mejores amigos. Los aceptamos en nuestra vida, los cultivamos, los dejamos hacer travesuras, en fin. El problema, porque siempre hay un problema, es que en algún momento de la vida nos damos cuenta del mal que nos hicieron.

Se manifiestan, además, especialmente en aquellas actividades en las que nos faltan cinco centavitos para el peso: hacer ejercicio, llevar una dieta sana, alejarnos de vicios como el exceso de licor o el consumo de cigarrillo o cortar con las relaciones tóxicas, entre otras. Pero, también, en anhelos como escribir, aprender un nuevo idioma o adquirir hábitos saludables en general.

Por supuesto, nunca es tarde para comenzar a erradicarlos de tu vida. Que no es fácil, sin duda; que necesitarás ayuda, seguramente; que te llevará un buen tiempo, por supuesto. Sin embargo, dado que la vida es un ratico, no tiene sentido, ni perdón, que permitamos que esos ladrones de tiempo echen a perder nuestros sueños. ¡Hay que combatirlos, hay que luchar para derrotarlos!

Por supuesto, para enfrentar a los enemigos lo primero que debemos hacer es identificarlos. Va, entonces, una lista de los principales ladrones de tiempo que nos atacan:

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1.- Procrastinar.
Esta palabrita, que a veces no resulta fácil pronunciar, significa diferir, aplazar, postergar. Es aquel hábito, inconsciente la mayoría de las veces, que impide que comencemos una tarea que es necesaria o, peor, que la abandonemos a mitad del camino. ¿Por qué lo hacemos? Porque nos enfocamos en lo urgente y nos olvidamos de lo importante. Somos muy hábiles para procrastinar.

2.- Las interrupciones.
Que provienen, principalmente, de fuentes como el teléfono celular o el computador. Realmente es una estupidez, porque no hay correo, no hay notificación, no hay mensaje que no pueda esperar. ¡El mundo no se va a acabar si no lo respondes de inmediato! Las interrupciones son un anzuelo fácil en el que nos enganchamos todo el tiempo y son el cáncer de la productividad.

3.- El desorden.
Todos, absolutamente todos, somos desordenados, de una u otra forma, en una u otra actividad. Sin embargo, esa no es excusa válida para quedarnos atrapados ahí. Debemos aprender a priorizar, a planificar las tareas y las actividades que programamos para cada día. Improvisar o ir al ritmo que nos lleve la rutina no solo nos lleva a ser desordenados, sino también, improductivos.

4.- La indecisión.
Desarrollar la habilidad de tomar decisiones es algo que nadie nos enseña y que muchos eluden porque incorpora tanto un riesgo como una responsabilidad (unas consecuencias). Entonces, en muchas ocasiones elegimos quedarnos a mitad del camino, divagando entre el ¿será?, el ¿sí o no?, y no avanzamos. Decidir significa tanto elegir como descartar o, de otra forma, delegar.

5.- La dispersión.
¿Sabes qué significa? “Dividir el esfuerzo, la atención o la actividad, aplicándolos desordenadamente en múltiples direcciones”. En otras palabras, el viejo vicio de ser multitareas, de comenzar varias labores simultáneas sin poder prestar la atención adecuada a ninguna de ellas. Por supuesto, este ladrón de tiempo se traduce en baja productividad, en estrés, en cansancio.

6.- El perfeccionismo.
Este es un ladrón de tiempo clásico cuando se trata de escribir, así sea un simple email, un reporte o un libro. Nunca te termina de gustar lo que haces, crees que te van a criticar por el resultado y te enredas en una patética manía de repetir y repetir, corregir y corregir, revisar y revisar. Algo de nunca acabar, ¡y nunca acabas nada! Aprender algo valioso: es mejor hecho que perfecto.

7.- No fijar límites.
La verdad es que no lo puedes hacer todo. Nadie puede hacerlo todo. Es necesario aprender a fijar límites porque nuestra capacidad operativa es limitada, porque nos cansamos, porque la mente y el cuerpo exigen cambios de actividad. Fija límites para cada tarea y, algo muy importante, en tu rutina incorpora tareas como descanso activo, distracciones, actividad física, lectura, tus hobbies.

8.- La falta de motivación.
Empezamos las actividades sin tener la motivación suficiente, simplemente por obligación, porque “toca llevaras a cabo”. Este es el origen, el caldo de cultivo de los ladrones de tiempo. Sin motivación, te dispersas, te distraes, procrastinas, en fin. La falta de motivación se da, entre otras razones, porque aquello que hacemos no nos gusta, no lo disfrutamos, no nos hace felices.

9.- Desaprovechar los tiempos muertos.
Los tiempos muertos son aquellos minutos (u horas) valiosos en los que podemos realizar dos actividades simultáneas. Por ejemplo, escuchar un audiolibro mientras cocinas o cuando vas al gimnasio. Una queja habitual es aquella de “no tengo tiempo”, “no me alcanza el tiempo”,  pero la verdad es que desperdiciamos mucho tiempo o, también, lo empleamos mal, lo malgastamos.

10.- La falta de formación.
Se aplica a todos los ámbitos y actividades de la vida, pero muy especialmente al de escribir. Nos distraemos o nos frenamos básicamente por falta de formación y/o de información. Porque no tenemos claro qué hacer, una idea, una estructura y, sobre todo, un método. Entonces, le apostamos a la improvisación o, peor todavía, caemos en la trampa de la tal inspiración.

No importa a qué te dediques, o cuánta experiencia tengas, o si eres joven o adulto, un hombre o una mujer. Todos, absolutamente todos, estamos expuestos y, de hecho, somos víctimas de los ladrones de tiempo. Si, además, esto es lo que te impide a escribir, identifica al enemigo y trazar el plan y la estrategia necesarias para combatirlo y vencerlo. Esa, créeme, es una historia digna de escribir…

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¿Qué necesitas para que escribir sea algo agradable y productivo?

La satisfacción personal, que poco o nada tiene que ver con el ego (vale la pena aclararlo de una vez), es uno de los ingredientes indispensables de la fórmula del ¡sí puedo! Dicho de otra manera, si aquello que haces, sea lo que sea, no lo disfrutas, no es un tiempo que consideras bien invertido, tarde o temprano lo vas a dejar. Es la triste historia del ser humano.

¿Por qué? Porque nos han enseñado que aprender está relacionado con sacrificio, con esfuerzo, con trabajo, términos que asumimos con una carga negativa. Que, por supuesto, no la tienen. No se trata de renunciar a, ni de perder algo, sino de priorizar. ¿Entiendes? De ser consciente de lo que en realidad es importante para ti, de lo que quieres en tu vida.

Para ser una persona saludable, por ejemplo, nos han vendido el tema de las dietas, que ya sabemos no funcionan y, más bien, derivan en daños colaterales. También, el del ejercicio casi profesional, con sesiones diarias de 45-90 minutos en el gimnasio, como si no hubiera mañana. Sin embargo, hay una fórmula más sencilla y, sobre todo, más efectiva: los buenos hábitos.

El problema con los buenos hábitos es que no nos los enseñan, no nos los cultivan. Una buena alimentación, la supervisión médica adecuada y una vida alejada del sedentarismo y malos hábitos como el cigarrillo, el excesivo consumo de licor, el estrés o el mal descanso, entre otros, es suficiente. Si nunca lo intentaste, te sorprenderían los resultados que podrías lograr.

Lo que sucede es que los buenos hábitos son menos rentables para la industria del consumismo. Por eso, justamente por eso, nos refuerzan los mensajes surgidos del miedo, de la ignorancia, del patético tienes que ser, como si todos los seres humanos fuéramos iguales. Por eso, justamente por eso, el 99,9 por ciento de las personas fracasa en el intento.

Nos venden la idea, así mismo, de que el esfuerzo es un precio demasiado alto. Es por aquella terrible mentalidad del éxito exprés, de creer que merecemos lo mejor y que es suficiente con rogar a una deidad, a un ser supremo (sea cual fuere la idea que tengas de este) para obtener lo que deseamos. Y si no lo conseguimos, a convencernos de que era porque no lo merecíamos.

Un esquema perverso del que hemos sido víctimas todo el tiempo y que, lo peor, nosotros mismos nos hemos encargado de replicar, de perpetuar. Sin embargo, y esta es la buena noticia, un esquema perverso que podemos frenar, que podemos (¡debemos!) cambiar. Y que, lo mejor, si lo hacemos, nos ofrecerá resultados impactantes en todas las facetas de la vida.

Inclusive, en aquellas actividades que consideramos más difíciles, o lejos de nuestro alcance, o que no son para nosotros, a de esas para las que ‘no nacimos’. Como, por ejemplo, escribir mejor, escribir bien (¿qué tal publicar un libro?). La verdad, toda la verdad, es que el ser humano, cualquier ser humano, nació para hacer lo que quiera, para conseguir lo que quiera.

Si otros pudieron hacerlo, ¿por qué crees que tú NO puedes hacerlo? Es cuestión de disciplina, de establecer un método (incluidos el plan y la estrategia) que te permitan lograr las metas previstas y, en especial, de eliminar de tu mente las terribles creencias limitantes que te frenan. Porque, sí, tristemente, el enemigo está dentro de ti, el obstáculo está dentro de ti.

Tengo que confesarte que escuchar a las personas que acuden a mí en procura de ayuda para eso que llaman aprender a escribir (que no les puedo enseñar, porque ya lo saben hacer), es descubrir esa variedad de creencias limitantes. Que son aprendidas, pero también, cultivadas. Y que, así como se grabaron en tu mente, también pueden ser borradas para siempre.

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Estas son algunas de las más comunes, de las más fuertes:

1.- “Mi historia no le va a gustar a nadie”.
Y eso, ¿cómo lo sabes con tanta certeza? Uno de los aprendizajes básicos y necesarios, cuando quieres escribir o transmitir un mensaje de cualquier índole en cualquier formato, es que no puede agradarle a todo el mundo, nunca serás aprobado por todo el mundo. Y está bien porque así es la vida. Olvídate de las benditas expectativas y concéntrate en lo importante.

¿Qué es lo importante? Lo que tú puedes controlar, lo que tú puedes crear. Enfócate en que tu mensaje sea positivo y constructivo, que cualquier persona que lo reciba se beneficie de alguna manera. Nunca sabes en qué situación está esa persona que lo recibe, así que no puedes anticipar el impacto. Escribe, que lo que deba ocurrir ocurrirá, para bien o para mal.

2.- “No sé por dónde empezar”.
Otra habitual excusa que a muchos les funciona bien. “Es que tengo muchas ideas en la cabeza y no puedo elegir solo una de ellas para empezar”, dicen. Si ese es el problema, entonces, no hay ningún problema. ¿Por qué? Porque se trata simplemente de elegir una. Las demás, que pueden ser muy buenas, las dejas para después, para más tarde, para otros mensajes.

Es como cuando abres tu armario y no sabes qué ropa ponerte: ¡elige una cualquiera! El resto permanecerá ahí y la podrás lucir cualquier otro día. Un consejo: escribe (a mano) esas ideas en una hoja, haz una lista, y juega al tin marín, deja que la suerte escoja por ti. O pídele a alguien que le asigne a cada una un número, que determinará el orden en que las utilices.

3.- “Nunca voy a escribir como lo hace…”.
Compararse con otros es el peor error que un escritor, novato o experimentado, puede cometer. ¿Por qué? Porque cada escritor es único, como único es su proceso. No hay fórmulas que le sirvan a todo el mundo, porque el único camino es crear la fórmula que a ti te resulte, esa que puedas replicar con éxito una y otra vez. No puedes imitar y/o copiar a nadie.

Tu trabajo, especialmente en la etapa inicial del proceso, es descubrir qué tipo de escritor hay en ti, qué tipo de temática es la que más se te facilita (y cuál no), cuál es tu estilo. No son respuestas que vayas a recibir de manera inmediata o tajante: es un descubrimiento, entiende, y por lo tanto se dará paso a paso, lentamente. Cuando lo hagas, ¡aprovéchalo al máximo!

4.- “Cometo demasiados errores, soy terrible”.
Si es así, agradécelo. ¿Por qué? Porque el mayor aprendizaje, el más valioso, proviene de los errores. ¡En cualquier campo de la vida, en cualquier actividad! Si no te equivocas, no aprendes. El problema es que intentamos evitar los errores y eso es imposible. Por supuesto, se trata de que, a medida que avanzas, mejores y no repitas siempre los mismos errores.

Estudia, acude a personas con preparación y trayectoria idónea que puedan ayudarte, consulta diversas fuentes (Mr. Google y otras poderosas herramientas digitales te sirven) y practica. Una y otra vez, un día sí y al otro, también. Un poco cada día. Si trabajas bien, con disciplina, notarás que los errores disminuyen, como también disminuye tu prevención a cometerlos.

5.- “Escribo y escribo, pero no termino”.
Esto sucede, principalmente, porque comenzaste sin un plan definido, sin una estructura definida, sin una historia definida. Comenzaste confiado en que la tal inspiración (que no existe, que nadie la ha visto) llegara y te brindara una mano. Y no sucedió, por supuesto. Entonces, escribes y escribes, sin ton, ni son, y te agobias, te llenas de ansiedad.

No me canso de repetirlo, porque es crucial: sentarte frente al computador a escribir es (debe ser) el último paso del proceso, uno que solo puedes dar cuando todos los demás hayan sido cubiertos a cabalidad. De eso se trata, precisamente, el método de trabajo que les permite a los escritores profesionales trabajar aun cuando la cabeza esté en otra parte, en otro planeta.

Cuando te das a la tarea de crear un mensaje, bien sea escrito o en cualquier otro formato, las dificultades aparecerán en la medida en que no erradiques tus creencias limitantes y, sobre todo, en que te dejes llevar por las emociones (traviesas y caprichosas como son). Para que sea exitoso y productivo, el proceso de escribir debe ser consciente, tú debes tener el control.

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