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¿Quieres escribir y ‘no puedes’? Revisa tu diálogo interior

Todos los seres humanos tenemos una voz interior. Que nos habla todo el tiempo, inclusive cuando estamos dormidos. Que posee inmensa sabiduría y nos puede ayudar en circunstancias apremiantes, pero que es terca y traviesa también, como una adolescente rebelde, y a veces nos mete en problemas, en serios problemas. Lo que más nos cuesta es entender por qué sucede así.

Si lo piensas unos minutos, todo aquello que te propusiste con determinación lo conseguiste. No tan fácil como ir del punto A al punto B, pero lo conseguiste. De manera consciente o inconsciente estableciste un plan de acción, unas estrategias y enfrentaste un proceso que superaste paso a paso hasta llegar al final. Fue cuando te diste cuenta de que no era tan difícil como pensabas.

En la universidad, quizás, algún profesor te puso en calzas prietas con un proyecto final que te demandó tiempo, trabajo, esfuerzo y mucho estudio, además de altas dosis de paciencia en la fase de prueba y error. Tras varias noches de desvelo, en las que la vocecita interna te decía que tiraras la toalla, persististe y lograste sacarlo adelante. Fue un gran logro que te dejó grandes enseñanzas.

Si lo piensas unos minutos, todo aquello que te propusiste con determinación lo conseguiste. En cualquier campo de la vida, en lo personal o en lo profesional. Como cuando a aquella chica con la que después de 10 minutos de conversación parecían amigos de toda la vida y, a pesar de que te lo puso difícil, lograste enamorarla y convertirla en la mujer de tu vida. Fue tu mayor victoria.

El problema, porque siempre hay un problema, es que tristemente los seres humanos estamos más programados para lo negativo que para lo positivo. ¿Por qué? Por el modelo educativo en el que nos criamos y crecimos y que luego, durante la adolescencia y la edad adulta, nosotros mismos nos encargamos de fortalecer, de repetir una y otra vez. Es el poder ilimitado de la mente.

Por ejemplo, aquel día que, en un paseo de fin de semana con tus compañeros de la universidad no fuiste capaz de tirarte a la piscina desde el trampolín más alto, de 7 metros. Retaste a los demás, fuiste el primero es subir, pero tan pronto miraste para abajo el miedo te paralizó. “No puedo”, “No lo hagas”, “Es peligroso”, “No te atrevas”, repetía una y otra vez tu voz interior.

O, quizás, fue cuando el profesor más estricto de la carrera te eligió a ti para que hicieras la presentación oral del trabajo final, una intervención de la que dependía también la nota de tus compañeros. Y, sí, recuérdalo, fuiste un desastre, comenzaste a tartamudear y se te olvidó lo que habían estudiado. Fue una gran decepción y hubo que rogar para lograr otra oportunidad.

Todos los seres humanos tenemos una voz interior que posee inmensa sabiduría, pero que es terca y traviesa también, como una adolescente rebelde. Hasta que entendemos por qué sucede así: es fruto de nuestro diálogo interior. En términos sencillos, es la conversación que sostenemos con nosotros mismos, la permanente charla entre el yo consciente y el yo inconsciente.

Ese diálogo interior está determinado por tus creencias, por tu educación, por tu conocimiento, por tu visión de la vida y del mundo y, de manera muy especial, por tu entorno. Por ejemplo, ese diálogo interior uno si estudiaste en un colegio religioso con monjas o si acudiste a uno mixto de talante liberal. O si eras el único hombre, y el menor, entre cinco mujeres o si eras hijo único.

El problema con el bendito diálogo interno es que es la primera tecla que oprimimos en casi todas las circunstancias de la vida. Dado que nuestro cerebro almacena toda la información, recurrimos a ese archivo para establecer cómo debemos actuar en determinada situación. Es cuando aparece esa voz interior que se expresa según las vivencias similares que experimentó en el pasado.

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Y es, justamente, una de las razones, una de las más poderosas y condicionantes, por las que no puedes escribir. Aunque lo intentes una y mil veces, pesa más ese pasado de frustraciones, de intentos fallidos, que tus ganas de comunicarte por escrito. O, quizás, ni siquiera lo intentas porque asumes que no puedes, porque estás convencido de que careces de lo necesario.

La sicología nos dice que cuando los seres humanos enfrentamos un problema complejo y carecemos de las herramientas necesarias para gestionarlo reaccionamos con ansiedad: es una respuesta automática, un mecanismo de defensa por el que el reto se transforma en amenaza. Por ejemplo, si en la niñez te mordió un perro: cuando estás cerca de uno, la ansiedad se dispara.

Y esta ciencia nos da cuenta de cuatro tipos de diálogo interno que operan como detonantes de la angustia o de la ansiedad en momentos en que nos sentimos amenazados. Son el catastrófico, el autocrítico, el victimista y el autoexigente. La característica común es que todos son negativos y que sus efectos son paralizantes: nos provocan pánico, nos paralizan e impiden que actuemos.

El diálogo interno catastrófico surge de imaginar el peor escenario posible: vemos una tragedia donde no la hay. Por ejemplo, cuando te animas a escribir un párrafo y luego lo lees y piensas que es un desastre y lo borras de inmediato, para que nadie lo pueda ver. O, a lo mejor, lo lees otra vez y te decepcionas porque estás seguro de que si lo muestras a alguien se burlará de ti o te apabullará.

El diálogo interno autocrítico se enfoca en lo negativo. Mejor dicho: todo lo ve negativo. Entonces, aquello que escribiste te parece horrible, solo ves errores y de inmediato te convences de que es una pérdida de tiempo. “Dedícate a otra cosa, que para esto no sirves”, te dices. “De dónde surgió esa loca idea de creerte un escritor”, te lapidas. Es una dura autocensura, una triste sentencia.

El diálogo interno victimista se presenta por lo genera apenas das los primeros pasos. Dado que no confías en ti mismo, ni en tus capacidades, estás a la caza de una excusa que sirva de pretexto para abandonar. “Lo intenté, pero no soy capaz” o “No nací para esto”, te dices. De esta forma, te autoexculpas y te llenas de argumentos para justificar el desenlace inevitable: tiras la toalla.

El diálogo interno autoexigente es, sin duda, algo dañino porque en la búsqueda de la perfección te fijas expectativas que no puedes cumplir, te trazas metas para las cuales no estás preparado y, entonces, fracasas. Y ese fracaso te produce estrés, depresión y lastima tu autoestima. Te sientes lo peor de la Tierra y tu cabeza se llena de reproches, te autoflagelas y castigas tu atrevimiento.

Si lo piensas unos minutos, es probable que la razón por la cual no puedes escribir o, peor, no te animas a intentarlo es porque sostienes un diálogo interno equivocado. Es decir, programaste tu mente con mensaje negativos, limitantes, con excusas que actúan como salvavidas cuando tu voz interior prende las alarmas y te invita a abandonar. No es que no puedas, es que crees que no puedes.

De la misma manera que cuando compras un reloj inteligente o un celular y lo primero que haces es configurarlo a tu gusto, a la medida de tus caprichos y tus deseos, también debes programar tu mente, configurarla en modo voy a escribir, en modo sí puedo hacerlo, en modo voy a encontrar la forma de lograrlo. Tan pronto logres cambiar tu diálogo interior, cambiará también el resultado.

Por supuesto, no es tan fácil como decirlo y hacerlo, algo así como decirte “voy a ser escritor” y sentarte a escribir una novela. No, así no funciona. Requerirás ayuda profesional, una guía, un mentor que ayude a cambiar ese diálogo interior por uno positivo y a identificar tus fortalezas para comenzar a trabajar a partir de ellas. Sin embargo, lo fundamental, es cambiar tu conversación.

Moraleja: siempre que asumiste un problema o un reto con un diálogo interior positivo, enfocado en tus fortalezas, encontraste una manera de lograr lo que te propusiste. Entonces, deja de pensar que no puedes, que no naciste para esto, porque te repito que hay un buen escritor dentro de ti y tienes que descubrirlo, activarlo y ponerlo a trabajar. Tu voz interior será la primera que lo celebre…

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Cuando quieres escribir como ‘profesional’, pero eres un ‘amateur’

Desde la niñez, a todos los seres humanos nos programan para que seamos los mejores en todo lo que hagamos: el estudio, el trabajo, las relaciones, los negocios o, inclusive, en los pasatiempos. No basta con disfrutarlo, no basta con sacar algún provecho: tenemos que ser los mejores. El resultado es que esta creencia se convierte en el principal obstáculo, uno a veces insalvable.

Una de las experiencias más tóxicas a las que el ser humano se somete es aquella de asumir la vida como una competencia. Sí, esa mentalidad de “tienes que ser el mejor, el número uno”. Por supuesto, casi nunca logramos ese objetivo. Quizás en alguna actividad, sí, pero no en las demás. Entonces, el resultado es que nos frustramos, nos autoflagelamos, nos llenamos de resentimiento.

Lo peor, sin embargo, es que nos convencemos de que somos unos perdedores. Dejamos que el miedo nos invada, permitimos que la mente se llene de pensamientos tóxicos y negativos que, a su vez, condicionan nuestras acciones y decisiones y entramos en una especie de espiral sin fin y la vida se nos convierte en algo insufrible. Entonces, nos rendimos ante la patética sentencia: “¡No puedo!”.

Es algo que vemos con frecuencia en los niños que practican deporte o que realizan alguna actividad artística, como tocar un instrumento musical. Están tan condicionados por aquella idea de ser los mejores, que la mayoría de las veces sucumben a la presión. No porque no sean buenos, porque carezcan de talento o porque no puedan hacerlo mejor, sino porque no están preparados.

Exactamente lo mismo ocurre con las personas que quieren escribir. Comunicarse es una habilidad incorporada en todos los seres humanos. Todos, absolutamente todos, estamos en capacidad de comunicarnos a través del lenguaje verbal (hablar, cantar), del no verbal y del escrito (escribir, pintar). La diferencia, lo sabemos, es que solo algunos desarrollamos esas habilidades.

En otras palabras, algunos desarrollamos unas habilidades y otros, unas diferentes, cuando en realidad deberíamos aprovecharlas todas. Por lo general, desarrollamos aquellas que son necesarias en el ámbito en el que nos desenvolvemos o, de otra forma, solo las desarrollamos cuando son indispensables. La verdad es que siempre son necesarias, siempre son indispensables.

Pero, claro, somos muy hábiles para hacerles el quite, para pasar de agache. Por supuesto, lo más fácil es hablar, entonces desarrollamos parcialmente esa habilidad del lenguaje verbal. Y digo parcialmente porque cuando tenemos que hablar en público, así sean unas pocas personas, o cuando debemos hacer una presentación formal o ir a una entrevista, descubrimos la verdad.

¿Cuál verdad? Que no sabemos comunicarnos bajo presión, en aquellos ambientes o situaciones en las que nos sentimos a la defensiva. Eso, en pocas palabras, significa que aún no desarrollamos esa habilidad, no al máximo. Y si nos referimos al lenguaje escrito, peor. Acaso aprendemos a tomar notas, pero que no nos digan que escribamos una carta, un ensayo o un artículo.

De nuevo, nos enfrentamos a una realidad decepcionante: el dominio que tenemos de esa habilidad es precario. Y, claro, nos vamos por el atajo, por el camino fácil: “¡No puedo!”. Y sí, todos podemos, absolutamente todos. La cuestión, no me canso de repetirlo, es que no sabemos cómo hacerlo, es que no tenemos un método establecido o, peor, tenemos una idea equivocada.

¿Cuál idea? Que debemos escribir perfecto. Y perfecto, lo repito a cada rato, no escribe nadie. Y mucho menos alguien que escribe de manera esporádica, que no tiene un estilo propio, que no ha diseñado un método de trabajo, que no ha determinado una estructura. El problema es que casi todos somos escritores aficionados, pero queremos escribir mejor que un escritor profesional.

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Y, no, así no funciona. Ni para escribir, ni para cualquier otra actividad en la vida. Profesional no es solo aquel al que le pagan por lo que hace, sino especialmente alguien que hace eso todo el tiempo, que todo lo que hace está relacionado con esa actividad específica. Por ejemplo, un deportista: no solo practica su especialidad, sino que va al gimnasio, se alimenta bien, descansa, en fin.

Por mucho que te guste el tenis, por más que practiques una o dos horas tres o cuatro veces a la semana y compitas con tus amigos el fin de semana o en alguna liga o club, jamás llegarás al nivel de Roger Federer o Rafael Nadal. Y no porque carezcas del talento, que seguro lo tienes, sino porque tienes rutina de amateur y ellos son profesionales. Viven para el tenis las 24 horas del día.

Escribir es una habilidad que todos podemos desarrollar, es cierto. Sin embargo, para ser un buen escritor no solo hay que desarrollar la habilidad y practicar constantemente, sino que además debes pagar un precio. ¿Cuál? El de cumplir el proceso. ¿Cuál proceso? El de escribir mal al comienzo y requerir preparación, disciplina, perseverancia y ayuda para aprender a hacerlo bien.

La gran diferencia entre un amateur y un profesional, en cualquier actividad en la vida, radica en que el profesional hace lo que sea necesario para conseguir el objetivo que se propone. Lo que sea necesario. Aunque implique sacrificio y mucho esfuerzo. Aunque signifique renunciar a otras cosas para enfocarse en eso que desea conseguir. Aunque le cueste sudor y lágrimas, muchas lágrimas.

Si en verdad quieres escribir, pero no quieres llegar a ser un profesional, no te exijas como si lo fueras. ¡Olvídate de las benditas expectativas!, a las que me refiero en esta nota. Ser un escritor aficionado no significa, de ninguna manera, estar condenado a ser un mal escritor. Sácate esa creencia limitante de la cabeza, porque es una gran mentira, simplemente una excusa.

Recuerda: hay un buen escritor dentro de ti y solo tienes que hallarlo, activarlo y disfrutarlo. Y tampoco olvides que el talento viene incorporado, pero que además de la habilidad de escribir debes desarrollar estas otras 10, que son complementarias. Lo que sucede es que es más fácil excusarse con el patético “¡No puedo!” que salir de la zona de confort y hacer lo necesario.

Detrás de esa excusa lo que hay es una gran comodidad. Prefieres jugar con el celular, ver una serie en la televisión, dormir una siesta o irte a charlas con los amigos en vez de hacer lo necesario para descubrir, activar y disfrutar el buen escritor que hay en ti. Y, por supuesto, está bien, nadie puede juzgarte por eso, es tu elección y es respetable. Pero, si quieres escribir, debes cambiar tu mentalidad.

Escribir, créeme, es un inmenso privilegio exclusivo de los seres humanos. Ninguna otra especie de la naturaleza puede hacerlo. Además de ser un placer hacerlo bien, escribir es una terapia que nos cura de la mayoría de los males modernos de la humanidad: estrés, depresión, angustia, soledad o miedo. Y, no lo olvides, es una apasionante aventura de creación y de autoconocimiento.

Desde la niñez, a todos los seres humanos nos programan para que seamos los mejores en todo lo que hagamos. A la hora de escribir, sin embargo, ese calificativo de ser mejores no existe, no se aplica. Puedes escribir para ti, sin compartirlo con nadie, sin publicarlo en ninguna parte, solo por el gusto de crear, porque te diviertes, porque es un reto, porque te ayuda a ser tu mejor versión.

Si no desarrollaste la habilidad, si no tienes un método, si no encontraste tu estilo, si no practicas, jamás escribirás como un profesional. Entonces, no te lapides, no te autocensures: acepta el reto, vive la aventura sin prevenciones y comienza a escribir. Es un proceso que exige paciencia y una alta dosis de disciplina, pero las recompensas son maravillosas. ¡No te las niegues, disfrútalas!