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¿Me escuchas? Qué sucede si aprendemos a convivir con el ruido…

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Podríamos llamarlo un enemigo invisible. Es uno de los factores externos que más afecta la salud y al que, irónicamente, no le prestamos la atención que se merece. ¿Sabes a cuál me refiero? Al ruido. Que, según evidencias científicas, afecta la salud auditiva (lógico), la mental (cada vez más común) y la cardiovascular. También produce trastornos del sueño, estrés y otras alteraciones.

Estoy en una etapa en la que la vida me exige sosiego, bajar las revoluciones y, sobre todo, alejarme del ruido. En cualquiera de sus manifestaciones. Que, por cierto, están por doquier. El tráfico y el transporte, las obras en construcción y la vida nocturna (bares, tiendas, conciertos). También, los ruidos humanos, los animales, la vida doméstica (electrodomésticos) y hasta la naturaleza.

Por si todo lo anterior fuera poco, a través de nuestros hábitos agregamos algunas otras fuentes de ruido. ¿Por ejemplo? Las incesantes notificaciones de los dispositivos digitales, que son causa de distracciones constantes, producto de mensajes recibidos. Y, por supuesto, ese que llamamos ruido mediático, que aunque no suene nos hace daño a través de mensajes tóxicos frecuentes.

Lo insólito es que, fruto de nuestra increíble capacidad de adaptación, los seres humanos somos capaces de acostumbrarnos al ruido. A comienzos del siglo pasado, tiempos lejanos en los que la vida era muy distinta de la actual, en los que los ruidos eran distintos de los actuales, el célebre científico Robert Koch, ganador del premio Nobel, nos dejó una frase célebre. ¿Sabes cuál fue?

“Un día el hombre tendrá que luchar contra el ruido tan ferozmente como contra el cólera y la peste”. Bueno, pues vivimos ese día, padecemos ese día. Y lo peor, de muchas formas. Un ruido que no solo nos distrae y nos hace daño, sino que también distorsiona lo que percibimos, lo que consumimos a través de los sentidos. Es difícil hallar algo que no esté contaminado por él.

El ruido, en alguna de sus manifestaciones, contamina las relaciones con otros. Gritos, histeria, impulsos posesivos, cualquier tipo de violencia (física o verbal), manipulaciones o mentiras son ruidos que rompen los vínculos. O, peor, que los convierte en tóxicos que desgastan, que poco a poco minan la salud. Sus efectos son terribles porque acaban con la confianza, con la paz.

El ruido, también, contamina la relación que tienes contigo mismo. Ruido es la cantidad de pensamientos negativos que permites que vuelen silvestres en tu mente. Ruidos son también las creencias limitantes que te impiden obtener las maravillosas bendiciones que la vida tiene para ti. Ruido es, asimismo, el síndrome del impostor por el que no confías en tu potencial.

Otra forma común del ruido que nos amarga la vida es la dependencia de los demás. ¿Por ejemplo? Necesitar la aprobación de otros para sentirte bien, adaptarte a sus exigencias para encajar o renegar de lo que la vida te ofrece para encajar socialmente. Hay exceso de ruido en los mensajes que te condicionan, que te manipulan, en los que te hacen sentir alguien inferior.

Si bien cualquiera de las manifestaciones del ruido es dañina, la que a mi juicio es la más perjudicial es aquella ligada a la comunicación. Nada más desagradable que una interacción enrarecida por el ruido. De hecho, y seguramente lo has experimentado, lo has sufrido, este ruido es el punto de partida de los cortocircuitos de la comunicación y, claro, de los malentendidos.

Como profesional de la comunicación desde hace 38 años y consultor de estrategias de contenidos, sin embargo, entiendo las consecuencias del exceso de ruido. En especial, del que consumimos de manera inconsciente, automática; de aquel al que nos acostumbramos y lo convertimos en un hábito. Y, claro, de ese que nos impide escuchar y nos limita solo a oír.

¿Por qué? Porque los mensajes que consumimos se transforman en pensamientos, en creencias y en emociones que cultivamos en nuestro cerebro. Luego, esos pensamientos, esas creencias y esas emociones se traducen en acciones, en decisiones, en comportamientos y en hábitos. Condicionan lo que sentimos, lo que hacemos y, principalmente, cómo lo hacemos.

El problema, porque siempre hay un problema, es que programamos nuestro cerebro para oír, en vez de acondicionarlo para escuchar. Cuando solo oyes, estás sometido al ruido porque este se encuentra incorporado en esas dinámicas de comunicación distorsionadas y manipuladas. Son parte de la esencia de esas interacciones contaminadas, tóxicas, que tanto daño nos hacen.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
La capacidad de escuchar, que es voluntaria, una decisión, es imprescindible para comunicarnos con otros y, lo más importante, establecer sólidos vínculos e interrelacionarnos.

Cuando escuchas, en cambio, lo primero que debes hacer es callar el ruido. O, dicho de otra manera, mientras haya ruido es imposible escuchar. Imagina que vas caminando por el centro comercial, mientras miras las vitrinas de los almacenes, y suena tu teléfono. Contestas porque es uno de tus hijos, pero no puedes hablar: no lo escuchas por el exceso de ruido, solo oyes ruidos.

En estas épocas de infoxicación, de matoneo mediático, de bombardeo mediático y, sobre todo, de fake-news y versiones de inteligencia artificial que suplantan a los humanos, los decibeles del ruido sobrepasaron, por mucho, los límites de la cordura. Todas nuestras comunicaciones, todos nuestros mensajes, están contaminados por el ruido y las consecuencias son catastróficas.

Por eso, es necesario aprender a escuchar y dejar de oír. ¿Cómo hacerlo? Te propongo cinco acciones sencillas y efectivas:

1.- Oír es pasivo, escuchar es activo. Mientras cocinas, cuando vas al gimnasio o si juegas con tu mascota, oyes música. Que te acompaña, que te distrae, pero no le prestas atención. Solo quieres que haya un poco de ruido porque no te gusta el silencio. Lo mismo sucede si conduces tu auto: la atención está en la carretera, en los transeúntes, pero la música te ayuda a relajarte, es agradable.

Por el contrario, si quieres escuchar un audiolibro o el video de una conferencia que te interesa, lo más seguro es que te pongas los audífonos. No quieres ruidos, necesitas estar concentrado para escuchar esos mensajes que te interesan. Tu atención ya no está dispersa, sino que se concentra en esa voz que te transmite conocimiento. Solo así puedes establecer una conexión poderosa.

2.- Oír es un sentido, escuchar es una habilidad. Oír es un privilegio que nos fue concedido a la mayoría de los seres humanos. Es uno de los cinco sentidos, maravillosos regalos que nos brindó la naturaleza, es una capacidad biológica innata. No tienes que pedirla, no tienes que educarla, porque ya lo incorporas, porque es una tarea de tu cerebro, que la usa para recibir información.

En cambio, escuchar es una acción consciente. Que, por si no lo sabías, se aprende. Exige tu atención, tu concentración, tu determinación, tu disciplina para aislarte del ruido. Escuchar no es algo que hacemos por instinto, como oír, sino que es producto de una decisión. Además, algo muy importante: para escuchar, debes brindar toda la atención posible, una actitud de disposición.

3.- Oír es involuntario, escuchar requiere atención. Oyes el canto de los pájaros, oyes el motor de los automóviles, oyes las conversaciones de quienes viajan en el transporte público, oyes porque la naturaleza te dio los oídos. Oyes los ruidos, o los sonidos, inclusive aquellos que son molestos, porque están ahí en el ambiente. No puedes bloquearlos, están fuera de tu control.

La escucha requiere, en la mayoría de las situaciones, de la abstracción. Exige que aprendas a aislar los ruidos del ambiente para concentrarte en lo que deseas escuchar. Si estás con tus amigos en un restaurante, oyes conversaciones, pero no escuchas, no puedes hacerlo. Cuando estás atento, tu cerebro se comporta de manera diferente, entiende que es algo importante.

4.- Oír es recibir un sonido, escuchar es comprenderlo. Recibir un sonido es una acción pasiva que podemos realizar de manera simultánea con otras actividades. Así, por ejemplo, puedes oír música mientras ves a tus hijos jugar en el patio de la casa. Lo que haces es aprovechar la capacidad fisiológica de captar las ondas sonoras, una función que es automática.

La comprensión que está ligada a la habilidad de escuchar, mientras, implica prestar atención y requiere conocimiento para procesar, decodificar e interpretar el mensaje que te comunican. Y no solo eso: también es necesario que conozcas el contexto del mensaje para darle el significado adecuado. ¿Un ejemplo? El aprendizaje. La comprensión, además, depende de tu cerebro.

5.- Oír no requiere memoria, escuchar implica recordar e interpretar. Tu cerebro almacena todos los sonidos o ruidos que oyes a sabiendas de que después los vas a identificar y eso te producirá una emoción, desencadenará una reacción. El canto de los pájaros, de cualquier pájaro, lo oyes y sabes que no es un perro o un caballo, pero no necesitas comprenderlo, solo lo procesas.

Lo que escuchas, en cambio, es un proceso más complejo, consciente. No puedes aprender un nuevo idioma si lo que escuchas del profesor no lo procesas, no lo interpretas, no le dices a tu cerebro que lo almacene y lo utilice. Solo si estas condiciones se cumplen puedes hablar en ese idioma y conseguir que otras personas te entiendan. Es una acción deliberada y voluntaria.

Los seres humanos, lo sabes, lo vives, lo sufres, nos comunicamos todo el tiempo. Inclusive, sin pronunciar palabra alguna. Esa interacción con otros y con el entorno es parte vital de nuestra esencia. Necesitamos comunicarnos porque nos hace sentir vivos. Sin embargo, es imposible comunicarnos de manera efectiva si nos limitamos a oír y no aprendemos a escuchar.

El acto de oír, no lo olvides, incorpora el ruido. Que está ahí, por doquier, que se presenta de múltiples formas, y te incomoda, distorsiona los mensajes. La capacidad de escuchar, mientras, es una habilidad adquirida, producto de una decisión consciente y voluntaria. Nos brinda una gran variedad de beneficios, en especial, el de poder relacionarnos e interactuar con otros.

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El ciclo del miedo: ¿qué es y cómo puedes sacarle provecho?

El miedo es la emoción más estudiada de la historia. Existen miles de estudios que profundizan en ella y nos permiten conocerla bien. ¿Sabes por qué es tan popular el miedo? Porque es muy fácil de transmitir y, sobre todo, de contagiar. Porque, además, los seres humanos somos tierra fértil para los miedos, al punto que creamos y cultivamos una gran cantidad de ellos en nuestra mente.

Lo increíble es que, según diversos estudios recientes, el 91 % de las situaciones o de las cosas que nos producen miedo… ¡no existen! No solo no se han dado (y las estamos anticipando), sino que lo más probable es que no se den (pero las experimentamos, las vivimos). Son miedos infundados, inventados, emociones que cocinamos a fuego lento en nuestra mente y las sufrimos.

El miedo, en palabras sencillas, es una emoción que se manifiesta de múltiples formas para alertarnos de un peligro o riesgo y desencadenar los mecanismos de protección, de supervivencia. Es decir, no es bueno o malo, positivo o negativo: esa es una valoración que cada persona hace en el momento de enfrentarse a una situación determinada en la que se siente en riesgo o peligro.

¿Por ejemplo? Cuando caminas por la calle y ves que se te acerca un perro, grande y de esas razas consideradas de riesgo; cuando tienes pánico (miedo extremo) a las alturas y te subes a un avión, a sabiendas de que estarás allí durante 4-5 horas. O cuando vives con una persona que reacciona de manera agresiva y se sale de casillas fácilmente; cuando tiembla la tierra y el piso se estremece.

Todos los días, sin excepción, nos enfrentamos a situaciones que nos producen miedo. En distintos niveles, por cierto, de ahí que muchas veces ni siquiera lo percibamos. Ahora, también hay que decir que ese miedo, esa reacción instintiva y automática, está determinada en función de lo que cada persona en particular conoce acerca de esa situación, de sus creencias y sus pensamientos.

Por eso, justamente, hay personas que sienten miedo de volar en un avión, mientras que para otras esta es una experiencia que disfrutan al máximo. O, quizás, el miedo a las arañas, o a las serpientes, o a las ratas, animales que para algunos son inofensivos. La razón es que cada uno le da a esa situación, a esa potencial amenaza, a ese riesgo, una valoración distinta, particular.

Ahora, hay algunas cosas que es bueno conocer sobre el miedo:

1.- Es inevitable porque es parte de la naturaleza del ser humano. Además, las raíces de muchos de los miedos que experimentamos están en la cultura, en las creencias populares, en el entorno. Así, entonces, no tiene sentido obsesionarse con la idea de que vas a dejar de sentir miedo

2.- Desde el punto de vista sicológico, sentir miedo es bueno. En algunas circunstancias, el miedo es una ayuda porque activa una respuesta rápida que puede evitarnos males mayores. Es decir, la voz de alarma, la reacción instintiva, es natural: lo malo, lo negativo, surge con las valoración

3.- El miedo nos saca de la zona de confort, de lo conocido y controlable. De ahí que no nos guste, que por lo general nos resulte desagradable o incómodo. Por eso, hay miedos que se diluyen o que desaparecen en la medida en que la situación de riesgo se vuelve familiar, ya no nos atemoriza

4.- El miedo llega, se transforma, cambia, se va, desaparece. ¿Lo sabías? Quizás eres consciente de esto, pero es la realidad. El miedo, como todas sus manifestaciones, nos incomodan en la medida en que les prestemos atención, que les demos importancia. Si no es así, entonces, se evapora

También, y aunque no es una sentencia definitiva (porque las teorías evolucionan, cambian, lo sabemos), se establece que hay tres tipos de miedos:

1.- El miedo natural. Es aquel que sentimos todos los seres humanos como especie, que está incorporado en nuestra configuración de origen y, por lo tanto, no lo podemos eliminar. Es esa alerta temprana que se activa cuando nos enfrentamos a lo desconocido o lo que nos atemoriza

2.- El miedo aprendido. A mi juicio, el miedo más peligroso porque es el que desarrollamos nosotros mismos, el que cultivamos con esmero, al que le tenemos mucho respeto. Surge, por lo general, de lo que nos enseñan en casa, en el entorno cercano, y también de las vivencias

3.- El miedo proyectado. Es aquel que generamos en los demás o que los demás producen en nosotros. ¿Por ejemplo? El que nos llega a través de los medios de comunicación o las redes sociales, el que se origina en rumores y el que nos involucra sin querer (como la pandemia)

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Desde siempre, el miedo está presente en la vida del ser humano porque es la emoción clásica, la respuesta automática, cuando nos enfrentamos a lo desconocido o, como lo mencioné, a lo que nos resulta incómoda. Y es también una de las herramientas predilectas de los estrategas de marketing y copywriters, algunos de los cuales son dignos discípulos del rey del terror Alfred Hitchcock.

El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que Hitchcock murió en 1980 (hace más de 40 años) y la última de sus películas fue producida en 1976 (Family plot). Y con el paso del tiempo no solo su legado se ha ido diluyendo, sino que los gustos y los intereses de los aficionados al cine cambiaron. Y, puedes imaginarlo, el terror (sinónimo de miedo y dolor) cayó varios puestos en el escalafón.

Un estudio de Cloudwards, que analizó los gustos de los espectadores en distintos canales de streaming (Netflix, Hulu, HBO, Amazon, Disney, Google y iTunes) estableció que el género favorito en cine y televisión en línea es el drama. Como dato destacado, el romance y los thrillers cayeron en la preferencia, mientras que otros como la comedia y la acción escalaron posiciones.

El estudio se realizó en 91 países y allí el 30,8 % de los consultados eligió el drama como su género favorito. Las películas de acción y las animadas comparten el segundo puesto, empatadas con un 25,3 %. Comedia (cuarto), crimen (quinto), ciencia ficción (sexto), fantasía (séptimo), terror (octavo) y western (lejano oeste, noveno), siguen en el listado. El terror sigue, pero disminuido.

Y, si lo piensa, es razonable. ¿Por qué? Creo que una buena explicación es que la realidad superó a la ficción. Es decir, lo que vivimos en el día a día es más terrorífico que cualquier película, inclusive la obra maestra de Alfred Hitchcock. No hay que ir muy atrás para constatarlo: lo que vivimos en la pandemia, con millones de muertes, confinamiento, caos emocional, afectación de la salud mental.

Para colmo, a diferencia de las películas, en la vida real los malos sí ganan, se salen con la suya e imponen su ley de terror. Y ya hay suficiente miedo, exagerado dolor. ¡No queremos más!, así sea en la ficción, así sepamos que tan solo se trata de una película. El problema es que nuestro cerebro, maravilloso y genial como es, no sabe distinguir entre la realidad y la ficción.

Y cae en la trampa. Como sucede cada vez que recibe un mensaje a través de redes sociales o de algún otro canal masivo, dentro o fuera de internet. Por eso, somos propensos a creer en noticias falsas (fake news), en timos o, cuando menos, en manos de los vendehúmo que solo quieren nuestro dinero (y se esfuman como por arte de magia tan pronto como lo consiguen).

Ahora, si tú eres dueño de una empresa, un negocio; si eres emprendedor o un profesional independiente que monetiza su conocimiento, debes entender que la vieja estrategia de transmitir miedo está mandada a recoger. Ya no conecta con las emociones y la razón es simple, pero también es muy poderosa: el miedo PARALIZA, INMOVILIZA. Además, nadie COMPRA un DOLOR.

Cuando el cerebro recibe el estímulo, reacciona de manera instintiva. Afloran los miedos, las creencias limitantes, los prejuicios, los hábitos y toda aquella información que aprendimos de las experiencias vividas. Son las manifestaciones de esa emoción (miedo/dolor) que, en la práctica, actúan como un mecanismo de defensa, como un bloqueo que esperamos nos proteja de una amenaza.

Es justamente lo que sucede con nuestro mensaje si está cargado de miedo y dolor: el cerebro, que ya está harto de esta emoción, lo rechaza, levanta las defensas y te induce a alejarte. Como cuando te cruzas con un animal que te produce miedo. Sin embargo, con el fin de llamar la atención de tu cliente potencial, y despertar su curiosidad, tu mensaje de incorporar una dosis de dolor (miedo).

No hay una medida exacta, ni siquiera una sugerida: depende de cada caso, del estado de la relación que has establecido con esa persona, de cuánta confianza exista, del punto del proceso en el que se encuentre. Para que esa dosis de miedo (dolor) te ayude a persuadir a esa persona, la lleve a ejecutar la acción que esperas de ella, debes dominar el ciclo del miedo. ¿Lo conoces?

En una situación de riesgo o peligro potencial, de miedo o dolor, así actúa tu cerebro:

1.- Recibe un estímulo: que puede ser externo o interno y se altera

2.- Anticipa un riesgo: ve una amenaza potencial y se prepara para responder

3.- Activa la emoción: dolor o miedo, o una de sus múltiples manifestaciones

4.- Reacciona físicamente: en el exterior, se nota que algo te afecta, no lo puedes ocultar

5.- Interpreta y responde: procesa la información (estímulo-respuesta) y lo ejecuta

6.- Almacena la vivencia: establece una automatización, una programación que usará en el futuro

7.- Repite la respuesta: cada vez que te enfrentes al mismo estímulo, activa la respuesta procesada

La dosis de miedo (dolor) en tu mensaje será la conveniente sí y solo sí conoce y controlas el ciclo del miedo, cuando estás en capacidad de transformar esa emoción negativa en una positiva. Es decir, una acción que persuada a tu cliente potencial y lo inspire a realizar la acción que esperas de él. Si pierdes el control, si la situación se te sale de las manos, irremediablemente te rechazarán.

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