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Con estas dos habilidades, escribir te parecerá un juego de niños

A veces (casi siempre), corro el riesgo de tornarme cansón con este tema. Sin embargo, de manera consciente asumo el riesgo porque estoy completamente convencido de que no me equivoco. ¿A qué me refiero? A que los seres humanos, todos los seres humanos, y eso te incluye a ti que estás leyendo estas líneas, llevamos un buen escritor en nuestro interior.

Que quizás está dormido, que quizás es un poco distraído, que probablemente no has identificado y, por lo tanto, no has aprovechado. De hecho, y esto es algo que también repito sin cesar, escribimos todos los días: correos electrónicos, informes de trabajo, conversaciones de mensajería instantánea, comentarios en redes sociales, en fin. Escribimos todos los días.

Lo malo es que lo hacemos de manera automática, limitada. En otras palabras, escribimos como respuesta a un impulso inconsciente, de modo que no tenemos control de lo que producimos. Por eso mismo, carecemos de un vocabulario abundante, de variedad de ángulos en nuestros escritos, de recursos que nos permitan que esos textos sean más atractivos.

Además, escribimos de temas muy limitados: aquello en lo que nos consideramos expertos y, por ende, no enfrentamos el temor de hacer el ridículo. La política, el deporte, las relaciones sentimentales y los negocios son algunas de las áreas en las que nos aprendemos dos o tres frases de combate que repetimos como un loro viejo. Y no salimos de ahí por nada del mundo.

Honestamente, y te pido que me disculpes si eres una de esas personas, me parece un gran desperdicio. ¿Por qué? Porque los seres humanos tenemos un potencial ilimitado, ¿lo sabías? Que está condicionado, sí, por el conocimiento que hemos adquirido, por las experiencias que hemos vivido, por las creencias y, de manera muy especial, por nuestros miedos y emociones.

Crees que no puedes, pero sí puedes. Solo que no lo has intentado las veces suficientes o no sabes bien cómo hacerlo. Pero, ¡sí puedes! Esta es una premisa que se aplica a cualquier actividad de la vida. Por supuesto, y esto es muy importante, que sí puedas hacerlo no significa de manera alguna que vayas a ser el mejor, el referente, o que lo asumas como una profesión.

Me explico: puedes disfrutar el tenis, si es un deporte que te llama la atención, sin necesidad de ser Roger Federer. Puedes sorprender a tu familia con algún platillo que aprendas sin tener que ser el chef Jorge Rausch. Puedes animar una reunión de amigos o de la familia si tocas unas canciones con tu guitarra sin ser Paco de Lucía o cantar como tu vocalista preferido.

Del mismo modo, puedes escribir bien sin necesidad de ser Gabriel García Márquez, o Julio Cortázar, o Mario Benedetti, o Gabriela Mistral o J.K. Rowling. Esas son las grandes ligas, a las que pertenece una élite que nació para estar allí y que, además, convirtió algo normal, como es escribir, en algo extraordinario. Muy probablemente, ese no sea lo que te interese, tu meta.

Sin embargo, y aunque no te conozca o jamás haya leído una línea escrita por ti, estoy seguro, completamente seguro, de que puedes escribir bien. ¿Esto qué significa? Que estás en capacidad de transmitir un mensaje poderoso, de impacto, inspirador y empoderador a partir de tu conocimiento, experiencias, del aprendizaje de tus errores, de tus sueños y tus miedos.

Puedes hacerlo, créeme. ¿Cómo? Requieres algunas cualidades y, en especial, desarrollar algunas habilidades. Algunas ya están dentro de ti, mientras que otras tendrás que buscarlas e incorporarlas. Lo principal es que debes establecer qué para ser un buen escritor, por un lado, y qué te hace falta, por otro. Mientras no llenes algunos vacíos, escribir será difícil para ti.

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Estas son algunas de las cualidades y características de un buen escritor:

1.- Un buen conocimiento del lenguaje, la sintaxis y la gramática, entendiendo aquello de bueno como superior al promedio (y esto incluye, claro, el vocabulario)
2.- Disciplina y constancia. Si tienes la primera, pero te falta la segunda, en algún punto vas a abandonar. Escribir bien es un hábito que cultivas en la medida en que practicas más
3.- Organización y planificación. Igual que lo anterior. Olvídate de la tal inspiración, que no existe, y entiende que con un buen plan y la adecuada estrategia puedes escribir bien
4.- Capacidad para sobreponerte a los vaivenes de las emociones. Si permites que ellas te dominen, la tarea de escribir será harto difícil porque siempre tendrás una buena excusa
5.- Curiosidad y deseos de mejorar. Lo que sabes quizás te sirva para comenzar, pero solo llegarás a escribir biensi aprendes, si mejoras tu estilo, si pruebas estilos distintos
6.- Autocrítica y tolerancia. Creer que todo lo que escribes está bien no te ayudará, pero tampoco te servirá asumir que todo está mal. Recuerda: los extremos son viciosos
7.- Resistencia a la soledad. El éxito en el oficio de escritor depende de que puedas lidiar con la soledad, que es necesaria para producir mejor y, sobre todo, para activar la imaginación
8.- Paciencia (y más paciencia). No vas a escribir bien de la noche a la mañana, así que no hay más remedio que aceptar que es un proceso y que tienes que trabajar (arduamente)
9.- Creatividad. Todos somos creativos, pero no todos sabemos cómo transformar esa cualidad en buenos escritos. Está ahí, dentro de ti, pero tiene que activarla, potenciarla
10.- Saber tomar decisiones. Si vas a escribir, no puedes evitar tomar decisiones, una habilidad que distingue a los buenos del resto. Si además aciertas en tus decisiones, mucho mejor

No sé cuántas de ellas poseas; ojalá sean todas, porque esto te acortará el camino. Sin embargo, debo decirte que todas estas y otras más no son suficientes. Sí, lo siento. No mientras no tengas las dos más importantes, las que en la realidad, en la práctica, te van a permitir ser algo más que un buen escritor y, además, disfrutar de lo que haces.

¿Sabes a cuáles me refiero? Observar y escuchar. Que, valga aclararlo, son bien distintas de ver y oír. Por si no lo sabías, son las dos cualidades más escasas en la especie humana, no porque carezcamos de ellas, sino porque no las utilizamos. La mayoría de las personas se quedan en el nivel básico, ver y oír, que no les permiten percibir y apreciar lo verdaderamente valioso.

Cuando observas y escuchas, otros sentidos también se activan, como el tacto y el olfato. Y tu cerebro se pone en modo activo, despierto, dispuesto a recibir información, a experimentar nuevas sensaciones. Y, lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Se conecta con tu corazón para que él complete el equipo. ¿Cómo? A través de las emociones, las que aportan el color y el sabor.

Cuanto más desarrolles las habilidades de observar y escuchar, más activa será tu imaginación. Cuanto más activa esté tu imaginación, más podrás apreciar los detalles que hay alrededor, aquellos que para la mayoría pasan inadvertidos, los significativos. Cuanto más observas y escuchas, más y mejor información vas a incorporar, más y mejor será lo que puedes escribir.

Observar y escuchar con atención te permiten ir al fondo, a lo importante, sin distraerte en lo superficial. Además, te brinda argumentos para analizar la situación, para entenderla, para forjarte una opinión sustentada y estás en modo aprendizaje permanentemente. Y, por si esto fuera poco, te permite mantener prudente distancia sobre los hechos para analizarlos.

Observar y escuchar con atención es el paso inevitable para descubrir lo que otros no perciben y encontrar la solución adecuada al problema más complejo. Observar y escuchar te permite establecer un sólido vínculo de empatía con otros, con tu entorno, al tiempo que genera confianza y, algo crucial, te da la posibilidad de transmitir un mensaje asertivo, de impacto.

Hay un buen escritor dentro de ti, uno capaz de ayudar a otros con tu conocimiento, con tus experiencias, con tus sueños y a pesar de tus miedos. Si quieres descubrirlo, si quieres activarlo, debes desarrollar las habilidades de la observación y de la escucha. Ellas serán tus mejores aliadas, tus grandes amigas, tus confidentes, las musasmás poderosas…

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5 habilidades clave para comunicarte bien y dejar huella

Todos, absolutamente todos los seres humanos, soñamos con dejar un legado, una huella en este mundo. Tristemente, muchos parten de aquí si haber conseguido ese objetivo o, peor aún, a sabiendas de que su huella, su legado, no fue positivo. Tristemente, esto sucede porque desaprovechamos el poder de una habilidad que es privilegio de nuestra especie: la comunicación.

Una de las grandes lecciones que la vida nos dio en los últimos meses, por cuenta de esta terrible pandemia que no solo nos cambió la rutina, sino que nos arrebató a muchos seres queridos, muchos momentos de felicidad, es aquella de que necesitamos el uno del otro. En otras palabras, desveló el origen de muchos de nuestros problemas: el egocentrismo en cualquier manifestación.

Sí, nos demostró que, mucho que nos pese, si bien llegamos solos a este mundo y de este mundo nos vamos a ir solos, mientras estemos acá, el tiempo que dure esta aventura, necesitamos de los otros. Por supuesto, una real convivencia es imposible si no está soportada en una comunicación honesta, genuina, de doble vía, una comunicación en la que las partes involucradas se benefician.

Tuvimos que aprender a vivir separados de los otros, de esas personas a las que estábamos acostumbrados en la rutina de antes. Por fortuna, la tecnología, bendita ella, nos abrió canales, nos dio oportunidades que 15 o 20 años atrás no existían y sin los cuales el encierro habría sido una tortura mayor. Las aplicaciones de mensajería y las transmisiones en vivo nos salvaron.

¡Literalmente! Sin embargo, no fue suficiente. Porque, supongo que coincidirás conmigo, un tema es conversar con tu familia y tus amigos a través de Zoom o de una videollamada de WhatsApp, o enviar un audio o un video, o publicar un reel o un carrusel en Instagram y otra, bien distinta, es poder dar un abrazo, un beso o tomar de la mano a la otra persona, que está ahí, cerquita.

Lo más doloroso, sin duda, fue haber perdido seres queridos, amigos cercanos, colegas o conocidos sin tener la oportunidad de despedirlos, de acompañarlos a su última morada, sin poder dar un abrazo de condolencias a los deudos. ¡Duro, muy duro! Es un vacío que nunca se va a llenar, un momento que la vida nos arrebató sin explicación y que no es fácil de aceptar.

Una época en la que, además, fuimos víctimas de un mal que ya se había insinuado, pero que en estas circunstancias se desbordó: la infoxicación. Sí, la proliferación de noticias faltas, de versiones distorsionadas y amañadas, pero también la autocensura, la decisión de no publicar informaciones en función de intereses políticos y económicos privando, así, el bienestar de la sociedad libre.

En la vida, y más en tiempos de incertidumbre y de crisis, es imposible encontrar un equilibrio verdadero, un 50/50. La balanza siempre se inclina hacia alguno de sus extremos. Por eso, la comunicación durante este triste período fue tanto una ganadora como una perdedora. A mi modo de ver, el resultado final dependerá, exclusivamente, del uso que le dé cada uno.

Lo cierto, lo innegable, es que necesitamos ser más conscientes de la forma en que nos comunicamos. Con otros y con nosotros mismos. Debemos ser más asertivos, pero también, más compasivos, menos exigentes. Tenemos que desarrollar habilidades complementarias que nos ayuden a potenciar la maravillosa habilidad de la comunicación, privilegio de los seres humanos.

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Estas son cinco de esas habilidades complementarias que, sin duda, nos ayudan a comunicarnos mejor:

1.- Aprender a escuchar.
Desde el momento en que nacemos, a través de la palmadita en la nalga, nos estimulan a expresarnos por la boca. Y se nos queda la maña. Además, rápido aprendemos que cuando más bulla hacemos, cuanto más duro lloramos, cuanto más nos quejamos, mayor es la atención que nos brindan. Y se nos queda la maña, aunque llega el momento en que lo pagamos.

La condición sine qua non para comunicarnos mejor es aprender a escuchar. Con atención, con devoción, con respeto. Escuchar sin interrumpir, escuchar sin juzgar, escuchar sin reacción a través de las emociones (que suelen ser malas consejeras). Recuerda algo que surge de la infinita sabiduría de la naturaleza: nacemos con dos oídos y tan solo un boca. Escucha más, habla menos.

2.- Ser empáticos.
Hoy, en las actuales circunstancias, escuchar no es suficiente. Para que la comunicación en realidad se transforme en un intercambio de beneficios, se requiere la empatía. Que va mucho más allá de la convencional definición de “ponerse en los zapatos del otro” y se adentra en los terrenos de la profunda sensibilidad para entender sin juzgar, sin estigmatizar.

Solo a través de la empatía es posible comprender las razones que hay detrás del comportamiento que a veces malinterpretamos, que a veces nos hace daño. Solo a través de la empatía que comienza con la escucha silenciosa estamos en capacidad de evitar conflictos, de pronunciar palabras de esas que están cargadas con dinamita y de las cuales, seguro, nos vamos a arrepentir.

3.- Preguntar sin juzgar.
Cuando escuchas con atención y preguntas con inteligencia, aprendes, comprendes. Y, sobre todo, evitas emitir juicios cargados de emociones que, por lo general, solo te conducen a duros conflictos, a discusiones bizantinas que no te llevan a ningún lado. Evitas que una sentencia apresurada provoque una herida de esas que duele mucho, tarda tiempo en curar y deja cicatriz.

El mejor conversador, el más sabio interlocutor, no es aquel que habla más, sino aquel que pregunta lo necesario para profundizar el tema, para conocerlo y comprenderlo a fondo. Preguntar sin juzgar y escuchar la respuesta con atención son dos condiciones indispensables para que no se produzca la distorsión del mensaje. Si vas a hablar, que primero sea para preguntar.

4.- Saber interpretar.
Esta, créeme, es una habilidad rara, muy escasa. Más en estos tiempos modernos en los que hemos caído bajo por dejarnos dominar por la tentación de la inmediatez, que en la mayoría de los casos es simple estupidez. Reaccionamos de manera instintiva, emocional, sin pensar un segundo antes de abrir la bocota, sin caer en cuenta de las consecuencias que se pueden derivar.

Interpretar, que significa encontrar el sentido original del mensaje, la explicación profunda de los hechos y de sus circunstancias, de tal modo que podamos tener una comprensión integral, completa. Cuando tenemos la capacidad de interpretar adecuadamente lo que sucede, lo que otros nos comunican, podemos aprender, crecer y, algo importante, aportar nuestra visión.

5.- Saber aportar.
El fin último de la comunicación entre seres humanos es el intercambio de beneficios. ¿Como cuáles? Información, conocimiento, experiencias, sentimientos, emociones, percepciones. La verdadera comunicación, no lo olvides, siempre es un camino de ida y vuelta, un canal de doble vía. Si solo se da en un sentido, no es comunicación, sino un monólogo, seguramente sin valor.

Solo si escuchas con atención, si eres empático, si preguntas para comprender y no para juzgar y si interpretas adecuadamente el mensaje que recibiste podrás aportar algo de valor. Que de eso se trata cuando nos comunicamos, por supuesto. Valor a través de la educación, de las experiencias, de las lecciones que nos dejaron nuestros errores, de los principios y valores que nos inculcaron.

Todos, absolutamente todos los seres humanos, soñamos con dejar un legado, una huella en este mundo. Tristemente, para muchos es una tarea imposible de llevar a cabo porque desaprovechan el poder de una habilidad que es privilegio de nuestra especie: la comunicación. Más que tus obras, es tu mensaje, el impacto de tu comunicación, lo que te permitirá dejar una huella imborrable.

 

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¿Cómo atrapar a los lectores en tus redes (pero, no las sociales)?

Vivimos, cada vez más, en medio de un diálogo de sordos. Muchos que hablan y hablan, aunque tienen poco por decir (o lo que dicen carece de valor). Pocos que saben escuchar y, entonces, no son capaces de entender el mensaje que reciben o, peor, lo confunden, lo distorsionan. Muchos que quieren ser escuchados, que tienen algo valioso que decir, pero no saben cómo hacerlo.

Si eres de aquellos que hablan y hablan, pero no dicen nada, en algún momento tendrás que aceptar que nadie te escucha. Tu mensaje, lamentablemente, no llamó la atención y, aunque grites, aunque utilices parlantes (bocinas) poderosos, aunque hagas mucho ruido, nadie te va a escuchar. O, en el mejor de los casos, te escucharán un rato y después te van a silenciar.

Si eres de los que no saben escuchar, difícilmente podrás apreciar el valor del mensaje que recibes. Quizás sea algo poderoso, quizás sea algo muy útil, quizás sea lo que esperas desde hace rato, pero no lo vas a escuchar porque estás más preocupado por refutar, por controvertir. Es probable que no hayas caído en cuenta de que la naturaleza nos dio dos oídos y una sola boca.

Cualquiera de estos dos que sea tu bando, estás en el lugar equivocado. Cualquiera de estos dos que sea tu bando, solo aportas ruido, más ruido. Y la gente, la mayoría de las personas, está harta del ruido. Quiere huir del ruido. Además, quiere huir de los mensajes vacíos, de los manipulados, de los distorsionados para favorecer una causa ajena, a alguien específico a un interés particular.

El gran problema, si perteneces a alguno de estos dos bandos, es que vas en contravía. El mundo, hoy, requiere otra actitud, necesita acabar con más de lo mismo. Eres parte de la solución o eres parte del problema, no hay más alternativas. Por supuesto, se trata de una elección, de una decisión que a veces no es consciente, pero de la que igual tienes que asumir las consecuencias.

Finalmente, hay otro grupo, conformado por quieren ser escuchados, que tienen algo valioso que decir, pero no saben cómo hacerlo. Si eres parte de esta comunidad, no debes preocuparte tanto. Al fin y al cabo, como cualquier ser humano estás en capacidad de aprender lo que quieras, de desarrollar la habilidad que quieras y necesites. Solo necesitas disposición y una buena guía.

Bueno, además de trabajo, de mucho trabajo, porque significa cambiar el chip, alejarte de esos ambientes (y personas) tóxicos que nada te aportan, que te mantienen ocupado en actividades que no son productivas, ni sanas. También debes decirles no a los pensamientos negativos que te invitan a procrastinar, a tirar la toalla, a renunciar a tus sueños, a malgastar tus energías.

Hago énfasis en este punto porque no puedo engañarte, no puede hacerte (como tantos otros) el mal de decirte que es fácil, que es rápido, que con tan solo una plantilla vas a conseguir crear un mensaje poderoso y de impacto. Quizás tengas tanta suerte que lo logres una o dos veces, pero a la tercera te darás cuenta de que nadie te escucha. ¿Por qué? Porque eres más de lo mismo.

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A este punto se llega, básicamente, cuando cometes estos clásicos errores:

1.- Tu mensaje no es claro. No porque hables mucho, porque emitas muchos mensajes o los reiteres vas a conseguir que te presten atención o que te escuchen. Recuerda que vivimos en la era de la infoxicación y de las fake-news, que son una epidemia contagiosa y muy peligrosa. Todos, absolutamente todos, recibimos cientos de mensajes a diario a través de múltiples medios.

Muchos, la mayoría de ellos, solo tienen un objetivo: venderte. A veces, algo que no necesitas o que no tienes interés en adquirir. El problema es que en esa maraña de mensajes se pierden los que sí nos aportan, los que sí tienen valor, los que sí queremos ver (o leer o escuchar). Se pierden porque no saben diferenciarse, porque no son claro, porque van dirigidos a todos y a ninguno.

2.- Tu mensaje es vacío. Está construido a partir de fórmulas manidas, con frases sonoras que carecen de profundidad, que no aportan contenido de valor, palabras que se las lleva el viento. Este es un error costoso porque es como una carga de dinamita que explota la confianza y la credibilidad que debes establecer con el mercado, con todos y cada uno de quienes te escuchan.

Los mensajes vacíos se caracterizan por las frases rimbombantes, por el exceso de adjetivos sin sentido, porque dan vueltas y vueltas, pero nunca aterrizan, nunca te aportan algo. Además, son mensajes imperativos, que intentan promover una acción específica, pero no la justifican. Así mismo, te dicen que la vas a pasar muy mal si no lo haces, quieren convencerte a través del miedo.

3.- Tu mensaje es egocéntrico. Ay, esta es otra epidemia y, lo peor, no hay cura para ella. ¿Por qué? Porque está muy arraigada en nuestros hábitos, tatuada en nuestro cerebro. Desde que somos niños, nos enseñan a hablar desde el YO, desde el odioso yo, y nos lo refuerzan con el ejemplo: todo el tiempo, escuchamos a todos hablar de sí mismos, de sus hazañas y logros.

La verdad, la cruda verdad, es que eso a nadie le interesa. ¡A nadie! Y, lo peor, es que en vez de aportarle valor a tu mensaje se lo resta. Lo que el mundo quiere escuchar, lo que el mundo necesita escuchar, es la solución a los problemas que aquejan a las personas, los que les quita el sueño en las noches. Si te enfocas en hablar de ti, nadie sabrá si en realidad tienes la solución.

4.- Solo quieres vender (y vender). Hay una premisa que muchos desconocen o, peor, pasan por alto: aquella de que a todos los seres humanos nos encanta comprar, pero odiamos que nos vendan. Tanto, que ni siquiera cuando estás en la tienda quieres que te molesten, que alguien llegue a darte un empujoncito cuando ni siquiera sabes qué quieres, no sabes si comprarás.

Los mensajes que se enfocan única y exclusivamente en vender no solo son molestos, sino que producen el efecto contrario al esperado: los repelemos, los bloqueamos, los marcamos como spam. Transmite beneficios, transmite transformación, transmite bienestar y felicidad y verás cómo el mercado querrá escucharte una y otra vez, cómo tus mensajes son bien acogidos.

5.- Tu mensaje no incorpora CTA, ni moraleja. Un poco la consecuencia de todas las anteriores opciones, la sumatoria de ellas. Un mensaje sin call to action (CTA, llamado a la acción) o cuyo CTA sea solo la venta perderá impacto, salvo que sea la solución que el receptor espera y necesita. Sin embargo, la mayoría de las veces es solo un injustificado y poco convincente ahora o nunca.

De igual forma, un mensaje sin moraleja corre el riesgo de ser malinterpretado o distorsionado. La moraleja es la conclusión, la enseñanza, el aprendizaje que nos deja ese mensaje. Y es conveniente que lo hagas tú, conocedor del tema y primer interesado en que tu mensaje produzca el impacto que buscas. La moraleja, además, ata los cabos sueltos y cierra el círculo de tu historia o relato.

Si lo que quieres es atrapar a tu lector (o audiencia) en tus redes (pero, no las sociales), tienes que ser más como un pescador. Requieres conocer tu escenario, tu receptor y preparar la carnada adecuada para que los peces piquen. No es tirar a red a ver qué cae, sino configurar un mensaje poderoso, positivo, creativo e inspirador que ayude a otros, que les aporte valor a otros.

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No te obsesiones con ‘la gran historia’: aprovecha las buenas historias

La vida no es una historia. Más bien, es una sucesión, la sumatoria de cientos de miles de historias que se producen sin cesar. A cada minuto, a cada segundo, si has desarrollado la sensibilidad que se necesita para descubrirlas, encontrarás historias dignas de contar. No necesitas ser un escritor o tener un blog o un negocio porque dentro de todos los seres humanos hay un relator innato.

Todas las personas, absolutamente todas, tenemos historias fascinantes para contar. Que no necesariamente están relacionadas con hechos heroicos o sucesos trascendentales, sino más bien con esos pequeños momentos de la vida que dejan huella. Por ejemplo, el recuerdo del día que le diste el primer beso a esa persona que hoy es tu pareja, tu compañero en la aventura de la vida.

Esa, créeme, es una historia digna de contar y que, además, te encantará contar mil y una veces. Sin embargo, tendemos a creer que eso a nadie le importará. Y quizás sea cierto que no tengas que escribir un libro sobre aquel momento, pero para tu pareja, para tu familia, para tus amigos y quienes te aprecian y admiran, ese momento mágico es algo especial que vale la pena revivir.

Haz memoria de cuando eras niño o, más bien, fíjate en lo que hacen tus hijos: te cuentan mil y una veces que fueron los héroes del equipo de su curso porque anotaron el gol que les dio el título en el torneo del colegio. O, quizás, te repitan sin cesar cuán felices están porque obtuvieron una nota sobresaliente en la Feria de la Ciencia con un proyecto que presentaron con sus amigos.

La mayoría de las personas piensan que no saben contar historias o que sus historias no valen la pena simplemente porque están a la espera de la gran historia. Una que trascienda su ámbito y marque un antes y un después en su vida, como la de Aureliano Buendía, uno de los icónicos personajes de Cien años de soledad, la obra cumbre del permio Nobel Gabriel García Márquez.

Y, no, no sucede así. Esa, la de Aureliano Buendía, es una historia en un millón, es como ganarse el premio mayor de la lotería. Si estás obsesionado con una gran historia, lo único que conseguirás es perder la oportunidad de apreciar las buenas historias que hay a tu alrededor y que merecen ser contadas. La gran historia, además, surge después de que cuentas cientos de buenas historias.

El secreto de un buen contador de historias es que ve buenas historias por doquier, en las situaciones más simples, en aquellas que pasan inadvertidas para la mayoría. Esta, por supuesto, es una habilidad que cualquier ser humano puede desarrollar, siempre y cuando haga uso de dos de los más poderosos recursos que le regaló la naturaleza: ojos y oídos, observar y escuchar.

¿Cómo puedes saber si posees esa habilidad, si ya la desarrollaste? Sal un día de tu casa y ve al parque más cercano; siéntate cerca del lugar donde más personas se hayan concentrado y, por al menos 15 minutos, limítate a escuchar y a observar. Trata de percibir los sonidos, de escuchar las conversaciones, de ver las reacciones a determinados estímulos, de identificar comportamientos.

Si haces la tarea con juicio, no tardarás en darte cuenta de que tu mente se activa con una gran sensibilidad. El resultado es que tu imaginación comienza a volar, recuerdas episodios pasados de tu vida similares a los que acabas de observar y no solo los recreas, sino que creas historias nuevas basadas en esos acontecimientos. Esa es la forma en la que funciona la mente de un escritor.

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Y no porque posea un don o porque tenga un poder especial. Es, simplemente, porque desarrolló la capacidad de traer al plano consciente algo que para la gran mayoría de los seres humanos es inconsciente. Es porque su capacidad de observación y escucha está más afinada, porque aprendió a ver aquellos pequeños detalles que la mayoría pasa por alto, también porque es paciente.

Otra característica distintiva de los buenos contadores de historia es que saben apreciar cuáles son las buenas historias y diferenciarlas del resto, de las que son comunes y corrientes. Por supuesto, y aunque suene a la repetición de la repetidera, no es un don, sino una habilidad. Es como el catador de vino o café, que desarrolla los sentidos del olfato y del gusto en un nivel superlativo.

Tan pronto se encuentran la historia, perciben aquello que la hace distinta, descubren ángulos inéditos para contarla y deleitar a quienes las escuchan, las leen o las ven. Entienden cuál es la mejor forma de transmitirlas para que se transformen en un mensaje poderoso, de valor, que quienes las reciben agradezcan y quieran recordar una y otra vez. Son historias memorables.

Las dos características o cualidades más valiosas y poderosas de un contador de historias son, sin embargo, la capacidad para compartirlas, por un lado, y el propósito que le impregnan a cada una de sus historias, por otro. Por supuesto, las grandes historias, aquellas que dejan huella y se vuelven eternas son aquellas que consiguen reunir estas dos cualidades en un mismo relato.

A los seres humanos nos enseñan a poseer, a atesorar, y nos convertimos en acumuladores compulsivos. Creemos que esos objetos o recuerdos son valiosos en la medida en que estén en nuestro poder, cuando es justamente lo contrario: su valor aumenta cuando los compartimos, cuando se los entregamos a otros. Una historia solo es una gran historia cuando la compartes.

Es como una canción o un libro: adquiere su verdadero valor cuando es escuchada por tu audiencia, cuando tus seguidores se aprenden la letra y la cantan una y otra vez. El libro, cuando lo lees una o varias veces y hablas de él con tu pareja, con tus amigos, y les recomiendas que lo lean también. Tu historia se potencia, su valor se multiplica solo en la medida en que otros la conocen.

Por otro lado, una gran historia es aquella que puede dejar una huella. Hay relatos divertidos o didácticos que nos interesan cuando los escuchamos, pero que rápidamente pasan al olvido. En cambio, una gran historia tiene la capacidad de perdurar en el tiempo cuando cumple un propósito, cuando tiene un para qué definido, cuando es útil a la persona con quien la compartes.

Es el caso de las historias que nos inspiran, que nos llevan a reflexionar, esas que queremos compartir apenas las escuchamos. Como cuando recibes una buena noticia, por ejemplo, que vas a ser padre, y deseas que todo el mundo se entere. O, quizás, cuando el médico te informa que tu padre respondió favorablemente al tratamiento y se curó de la enfermedad que padecía.

La vida no es una historia. Más bien, es una sucesión, la sumatoria de cientos de miles de historias que se producen sin cesar. A cada minuto, a cada segundo. Si consigues desarrollar la habilidad para encontrar las buenas historias, no tardarás en descubrir también las grandes historias. Luego, tu tarea es establecer su propósito y compartirlas porque solo serán valiosas si dejan de ser tuyas.

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