Categorías
General

Cómo no caer en la falacia de la generalización apresurada

Si lo prefieres, puedes escuchar el artículo completo

Todos, sin excepción, hemos sido señalados injustamente al menos una vez en la vida. Se nos ha culpado de algo que no es nuestra responsabilidad o se nos acusa de algo que no hicimos. Y no se trata de una sensación, sino de una situación incómoda. Que, en estos tiempos de tecnología avanzada, de hiperconexión, se multiplica en los canales digitales.

Basta que hagas un comentario a la publicación de otra persona, quizás un familiar o un amigo, un excompañero de la universidad, para que se arme Troya. O publicas un post con un comentario acerca de un partido de fútbol, de un político, de una figura reconocida y… Episodios molestos que a veces, muchas veces, son más que un simple cortocircuito.

Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que una vez baja la temperatura y retorna la calma, nos damos cuenta de que era un malentendido. Alguien entendió mal, interpretó mal o quizás solo reaccionó mal en un momento de inestabilidad emocional. Todos, sin excepción, lo hemos vivido, lo hemos sufrido, lo hemos protagonizado. Es parte de nuestra naturaleza.

Por eso, esos episodios no son exclusivos de los canales digitales, de las redes sociales. Se dan, y con frecuencia, en la vida real. En la interacción con otros, en especial con nuestro entorno. ¿Quién no ha discutido con sus padres, o su pareja, por algo insignificante? ¿Porque creímos escuchar algo distinto de lo que la otra persona expresó? Sucede con frecuencia…

¿Sabes cuál es la razón? Algo que en lógica y filosofía se denomina falacia de generalización apresurada. ¿En qué consiste? En que a partir de una sola experiencia, o de un caso aislado, tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso humano de sacar conclusiones, de tener la razón.

Afirmaciones como “las mujeres son tercas”, “los hombres son infieles”, “los argentinos son presumidos” o “los políticos son corruptos” son clara muestra de este síndrome. Claro que hay mujeres tercas, pero hombres, también. Claro que hay hombres infieles, casi siempre con otra mujer (también infiel). Claro que hay argentinos presumidos, pero hay otros que no.

Y así sucesivamente. Son generalizaciones apresuradas que, por lo general, nos conducen a tropezar, a enredarnos en discusiones sin sentido. Esta falacia se da cuando alguien toma un número insuficiente de casos o experiencias particulares y los usa como base para una afirmación general. La conclusión parece lógica, pero no hay pruebas que la certifiquen.

Lo vemos cada día en las reseñas que los usuarios escriben en internet luego de haber comprado un producto o utilizado un servicio. En función de la experiencia, que es única y particular, se generaliza, se emite una sentencia contundente. Como si fuera una verdad sentada en piedra, escrita con sangre. La realidad, sin embargo, suele ser distinta.

Míralo de la siguiente manera: ¿conoces a alguien que se expresa bien de ti, que asegura que eres buena persona? No un familiar o alguien de tu círculo cercano, sino, por ejemplo, algún excompañero de trabajo o un cliente. Por supuesto, hay una buena cantidad de personas que, con seguridad, van a dar testimonio de tu bondad, de tu calidad como ser humano.

Sin embargo, para no caer en la trampa de la generalización apresurada, es justo reconocer que habrá otras personas que disienten. Es decir, que tienen argumentos para afirmar que no eres tan buena onda como piensan otros. ¿Y sabes qué? Tienen razón, también tienen razón. Y la tienen en función de la experiencia que vivieron contigo, que quizás no fue positiva.

Es decir, no hay verdades absolutas, ni para bien ni para mal. ¿Un ejemplo? En Colombia, luego de que las autoridades dieron de baja al narcotraficante Pablo Escobar, un sanguinario y despiadado asesino, hubo quienes lloraron su muerte. Y no eran familiares, propiamente. Eran personas del común que lo veían como un ídolo, que se favorecieron de su ayuda.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero que te grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
Los seres humanos tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso natural de sacar conclusiones, de siempre tener la razón.

Además, repito, es parte de nuestra naturaleza humana. La generalización apresurada se da porque el cerebro busca patrones y coherencia. En su intento por interpretar la realidad, por entenderla, acude a situaciones previas, que son parecidas, y las asume idénticas cuando no lo son. Establece un patrón que, en últimas, es solo una visión distorsionada de la realidad.

En la práctica, lo que nos resulta fácil de comprender, y que además se identifica con lo que creemos, lo damos por cierto. Y pensamos, también, que es toda la verdad, la única verdad. Y no es así, por supuesto. Porque es completamente seguro, al mil por ciento, que hay otras personas, muchas, que han vivido algo distinto, una experiencia diferente.

Cuando hay un partido de la Selección Colombia de fútbol, así sea un amistoso, se cae en esta generalización apresurada. Una idea reforzada no solo por los interesados, sino también por los medios de comunicación. Y surge eso de “todos somos hinchas”, “todos sufrimos por la derrota”, “el país se paraliza”, cuando hay muchos a quienes el juego les interesa cero.

Un fenómeno en el que, no podía ser distinto, las emociones juegan un rol importante. Son ellas, en últimas, las que determinan la generalización, positiva o negativa. En especial, si son recuerdos dolorosos, de esos que nos provocaron un trauma y dejaron una cicatriz, porque estas experiencias pesan más en la memoria que los buenos momentos.

Esta generalización apresurada se da, por ejemplo, al juzgar a una persona por un solo contacto. Nos formamos una idea contundente a partir de una primera impresión que, quizás, no fue suficiente o no proporcionó tantos elementos de juicio. Lo vemos en los canales digitales cuando a una persona equis, por algo que dijo o hizo, se la reduce a una caricatura.

Asimismo, sucede cuando extrapolamos una experiencia personal, única, a un colectivo, a toda la sociedad. No solo caemos en estereotipos, sino que pecamos por los prejuicios. Este, seguro ya lo sabes, es un recurso muy utilizado para alentar discursos de odio, para polarizar opiniones o, simplemente, para desinformar. ¡Lo sufrimos todos los días!

Ahora, la pregunta que quizás te haces: ¿hay escapatoria? Sí, pero depende de cada uno. Lo primero es desarrollar el pensamiento crítico, que en la práctica no es otra cosa que eso que llamamos “no tragar entero”. Verificar las fuentes, buscar en distintas fuentes, cuestionar las aseveraciones, cifras o datos sin sustento. Ah, y sobre todo, no reaccionar de manera instintiva.

Una de las formas de identificar estos mensajes contaminados por la generalización apresurada es que incluyen palabras absolutas. ¿Como cuáles? Siempre, nunca, todos, nadie, es decir, los extremos. Negro/blanco, bueno/malo, rico/pobre, derecha/izquierda. Ten presente que cuanto más categórica sea la afirmación, mayor es el riesgo de generalización.

Este escenario lo vemos con frecuencia, por ejemplo, con los vendehúmo y los gurús de la inteligencia artificial. Sus sentencias son contundentes, categóricas, apocalípticas. Pero, también, contradictorias: un día ensalzan una app porque “es lo máximo” y al siguiente la descalifican porque apareció otra “que la destrozó”. No hay grises, ni puntos intermedios.

La falacia de la generalización apresurada es atractiva para el ser humano porque nos hace creer que tenemos autoridad, que lo sabemos todo acerca de algo. Y no es así, por supuesto. Es una trampa de las emociones, de la comodidad de nuestro cerebro, y también un recurso útil y productivo de los manipuladores. Ellos son verdaderos artistas del engaño.

Por si no lo sabías, tras bambalinas de la falacia de la generalización apresurada está uno de los 11 principios de la propaganda de Joseph Goebbels. ¿Sabes cuál? El último, el principio de la unanimidad. Consiste en hacer creer que los mensajes difundidos son aceptados por todos, como si fueran una verdad absoluta. Pretende que todos pensemos de igual forma.

En relación con este fenómeno, el filósofo, matemático y escritor inglés Bertrand Russell afirmó: “El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes, llenos de dudas”. Y que conste que él vivió un mundo muy distinto del actual: falleció en 1970, mucho antes de las redes sociales, de internet, de la inteligencia artificial.

Se trata de ser más conscientes, más inteligentes, a la hora de comunicarnos, de emitir un mensaje. También, y de manera especial, de ser cuidadosos de los contenidos que consumimos, de su calidad. El exceso de confianza puede llevarnos a caer en las trampas de la generalización apresurada y cometer errores de los que debamos arrepentirnos.

Solemos decir que “nada en la vida es eterno” (de hecho, ni la vida lo es). De igual modo, entonces, nada es absoluto. Siempre hay tonos grises, puntos intermedios, excepciones, casos único, otros que se dan solo a veces. Para comunicarnos de manera efectiva y asertiva, huir de la falacia de la generalización apresurada es una buena estrategia.

Categorías
General

Cómo la inteligencia emocional garantiza el impacto de tu mensaje

Si lo prefieres, puedes escuchar el artículo completo

Los seres humanos somos tan parecidos los unos a los otros, que es fácil caer en las generalizaciones. “Todos los hombres son…”, “Todas las mujeres jóvenes…”. En verdad, los seres humanos somos tan diferentes, únicos y particulares, que a veces es fácil entender por qué nos cuesta tanto relacionarnos los unos con los otros. Esta, sin duda, es una gran paradoja.

Distinto a lo que sucede con el resto de las especies del planeta, los seres humanos tenemos la capacidad de relacionarnos con otros, con el entorno, de manera consciente. Es decir, no producto de un impulso automático, sino de una decisión. Que no siempre responde a lo racional, sino que está estrechamente ligada con las emociones, que son incontrolables y volátiles.

Además, la naturaleza nos dotó con una herramienta increíble y poderosa. ¿Sabes cuál es? La comunicación. Una comunicación que hoy, en pleno siglo XXI, es más fácil que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. Ninguna generación dispuso de tantas facilidades, de tantos canales, de tantas herramientas, de tantos recursos, incluidos gratuitos, para comunicar.

Pasamos de las señales de humo al lenguaje oral y no verbal, de ahí a la escritura y más adelante, con el concurso de la tecnología, al papel. Que, no sobra decirlo, no solo significó un antes y un después, sino que además abrió la puerta a un universo increíble de posibilidades: la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión hasta llegar a la magia de internet. ¡Maravilloso!

Ha sido una evolución fantástica, pero también, traumática. A pesar de las facilidades actuales, la cotidianidad nos demuestra que cada día es más difícil comunicarnos con otros. De hecho, la gran mayoría de los intentos de conexión se interrumpen o se frustran por cortocircuitos que bien se hubieran podido evitar. Estamos hechos para comunicarnos, pero no sabemos comunicarnos.

Esa es una increíble paradoja. Dolorosa, también. La padecemos cada día, todos los días, en el intento de comunicarnos. Piensa en esas pequeñas discusiones con tu pareja o con tus hijos que, de manera abrupta, escalan a agresivos intercambios. Y lo mismo nos sucede en el trabajo con un compañero o con el jefe, quizás con un amigo, o con el dependiente que te atiende en el banco.

La comunicación, por esencia, tiende a establecer puentes, a crear lazos entre las personas, a construir relaciones a largo plazo. Sin embargo, hay un largo trecho entre la intención y la realidad, del dicho al hecho. Mal haríamos, en todo caso, en achacarle la responsabilidad a la comunicación o a los canales a través de los cuales esta se desarrolla. La verdad es que el resultado depende de cada uno.

¿Eso qué quiere decir? Que los cortocircuitos en la comunicación están determinados tanto por la intención como por la ejecución. Es decir, por las palabras que utilizamos, por el tono en el que las expresamos, por el contexto en que se da esa comunicación. En últimas, el éxito o el fracaso de la comunicación responde a las emociones que experimentamos en ese preciso momento.

O, si no, que levante la mano aquel que respondió agresivamente, de manera impulsiva, pero después se arrepintió. Todos, sin excepción, lo hemos sufrido. Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que a veces, muchas veces, el arrepentimiento no basta, no subsana la agresión. Entonces, nos queda un sinsabor adicional: ¿cómo vamos a hacer para remediar el malestar provocado?

Coincidirás conmigo en que no siempre se puede. A veces, muchas veces, el daño causado ha sido tan grande, llegó tan profundo, que es imposible repararlo. No, al menos, a corto plazo. También es muy frecuente que entren en juego factores volátiles y explosivos como el ego, ese híbrido que oscila entre lo consciente y lo inconsciente y suele hacer travesuras, jugarnos malas pasadas.

Por fortuna, dentro del kit de la configuración original de todos los seres humanos, sin excepción, hay una herramienta que nos ayuda a solucionar esos problemas de comunicación. En realidad, es una habilidad que todos poseemos, pero que solo unos pocos desarrollamos y controlamos de manera consciente. ¿Te imaginas a cuál me refiero? A la escasa y valorada inteligencia emocional.

El término fue introducido por el sicólogo, escritor y periodista estadounidense Daniel Goleman, en 1995, a través del libro del mismo nombre. Goleman, nacido en Stockton (California) en 1946, fue periodista del The New York Times durante 12 años. Allí publicó decenas de reportajes acerca del cerebro y las ciencias del comportamiento. Es una autoridad mundial en el tema de las emociones.

Hasta que Goleman expuso su teoría, se concebía que los seres humanos solo poseíamos una inteligencia: la racional, expresada a través del coeficiente intelectual (IQ). Gracias a este, y a por medio de una serie de pruebas estandarizadas, es posible evaluar las capacidades cognitivas. ¿Por ejemplo? La resolución de problemas, el razonamiento lógico y el pensamiento abstracto.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero que grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
Solo a través de la adecuada gestión de las emociones estamos en capacidad de comunicarnos de manera asertiva y efectiva con otros. ¿Lo mejor? Todos poseemos la habilidad (solo hay que desarrollarla)

Cuando Goleman habló de su inteligencia emocional provocó un sismo de grandes proporciones. Entendimos porqué el IQ, que se centra en la mente racional, no es garantía de éxito o felicidad, como se pensaba. Fue un descubrimiento disruptivo porque desde entonces, hace solo 3 décadas, sabemos que hay otra mente, la emocional, que es tan importante como la otra, o quizás más.

El problema, porque siempre hay un problema, es que asumimos que nos comunicamos desde la mente racional. O, en otras palabras, que somos conscientes del mensaje que emitimos y que tenemos control sobre su impacto. En la práctica, ni lo uno, ni lo otro. La mayoría de las veces, el mensaje es una respuesta automática, inconsciente, capaz de desatar la Tercera Guerra Mundial.

¿Por qué? Porque las palabras incorporan emociones. Y si algo nos cuesta trabajo a los seres humanos, a todos, es la gestión de esas traviesas y traicioneras señoritas. ¿Por qué? Porque no nos lo enseñan, porque no hay fórmulas perfectas, porque no hacemos uso de la capacidad innata que nos permite controlarlas, canalizarlas, aprovecharlas. Y, también, porque somos reactivos.

No porque carezcamos de inteligencia emocional, sino porque no la hemos desarrollado. Porque la habilidad la tenemos todos, viene incorporada en la configuración original. Es que desconocemos qué sentimos, por qué lo sentimos y cómo interpretar esa valiosa información que nos transmite la emoción desencadenada. Desconocemos, en suma, los 5 rasgos de las personas con inteligencia emocional:

1.- Conciencia de sí mismas. Significa que sabes lo que sientes. Porque no es lo mismo sentir ira que frustración, que decepción, que desilusión. Son parecidas y suelen combinarse, pero cada una tiene un trasfondo distinto. Puedes moldear tus percepciones de esa situación específica y dominar tus impulsos a la hora de actuar. Sabes, también, cuál es el efecto de tus emociones

2.- Autogestión. Que también la podemos llamar autodisciplina. Consiste en la capacidad de gestionar tus emociones en esas situaciones que te ponen contra la pared, comprometido. No reaccionas, sino que escuchas, analizas y respondes de manera asertiva. Tu objetivo es tender puentes, superar obstáculos y lograr acuerdos. Esto solo puedes hacerlo si tienes el control.

3.- Motivación (intención). Es decir, la capacidad de utilizar las emociones para alcanzar los objetivos previstos. Pero no solo eso: también, persistir ante las dificultades, a sabiendas de que nada de lo bueno en la vida es fácil. Recuerda: las emociones no son buenas o malas, esa es una valoración que hace cada uno. Son herramientas poderosas que puedes utilizar como quieras.

4.- Empatía. Que no es esa idea tan difundida de “ponerte en el lugar del otro”. Esto es imposible porque no hemos vivido lo que el otro vivió, porque cada uno tiene fortalezas y debilidades únicas y distintas. Se trata, más bien, de estar en capacidad de comprender las emociones del otro y, de manera especial, de responder adecuadamente a ellas. Nos exige compasión y humildad

5.- Habilidades sociales. Las herramientas indispensables para relacionarnos con otros. Si no las usamos, o si las usamos mal, vamos a chocar permanentemente, nuestras comunicaciones van a llevarnos a un cortocircuito. Son necesarias para construir puentes, para crear redes de apoyo mutuo y lograr entendimientos, a pesar de las diferencias, de las creencias, de las experiencias.

Lo que debemos entender, aprender, es que la mente emocional y la racional cooperan entre sí, se complementan. Claro, siempre y cuando no pierdas el control, no te dejes envolver en el espiral de las emociones. Si lo permites, las emociones secuestrarán tu cerebro y quedarás a merced de ellas. También es menester convenir que no podemos ser ciento por ciento racionales.

¿Por qué? Porque, aunque a veces las emociones pueden nublar nuestro juicio, son necesarias para tomar decisiones racionales. Sin ellas, todas las opciones tendrían el mismo valor para nosotros y, entonces, sería imposible decidir. Así, por ejemplo, una acción tan sencilla como elegir un restaurante se convertiría en una interminable comparación de lugares distintos.

La premisa fundamental de la gestión de las emociones es que cada sentimiento es valioso, pero no todas las reacciones son saludables. Así, pues, en lugar de ocultar o desahogar los sentimientos negativos, debemos encontrar técnicas para afrontarlos. Es decir, debemos responsabilizarnos de la situación y evitar que se produzca un cortocircuito del que después tengamos que lamentarnos.

¿Por qué? La gente suele malinterpretar este término, la responsabilidad, como asumir la culpa de lo que sucede. Sin embargo, eso está muy lejos de la verdad. En realidad, es tu capacidad para responder de manera adecuada según las circunstancias. Alasumir la responsabilidad, hallas formas de resolver problemas. Además, adoptas una posición de poder y mejoras tu comunicación.

La reactividad, la otra cara de la moneda, en cambio, te convierte en cautivo de las circunstancias. Enfadarte no te permite arreglar nada y solo empeora la situación. La rabia te daña sicológica y físicamente y te aporta una sensación de desconexión con el universo. Además, rompe los lazos que has establecido con otros y genera heridas que, muchas veces, tardan en sanar o no sanan.

Aunque somos la generación más avanzada de la historia de la humanidad, la que cuenta con más facilidades para disfrutar la vida, no somos la más feliz. Es una terrible paradoja. ¿Por qué? La mayoría de las personas vive en guerra contra todo y contra todos por su incapacidad para gestionar las emociones. O por no haber desarrollado la habilidad de la inteligencia emocional.

Categorías
General

¿Qué contenido debes usar para rebatir las 3 objeciones invisibles?

Si lo prefieres, puedes escuchar el artículo completo

Si eres uno de tantos que cree que el objetivo del contenido que compartes con el mercado es vender, lo siento por ti. Si te sirve de consuelo, eres parte de una inmensa mayoría. De los que han caído en la trampa de los vendehúmo y de los autoproclamados gurús del contenido que pregonan la venta forzada. Y, quizás lo has experimentado, no hay nada más incómodo.

Son muchos los mitos y los bulos en torno del marketing de contenidos, sus objetivos y sus posibilidades. Algunos lo presentan como una navaja suiza, otros aseguran que hace magia y no faltan aquellos que gritan que tiene superpoderes. Por supuesto, ninguna de estas versiones es cierta y, por eso, hay tantos que en la práctica desconfían de los contenidos.

Un grave error inducido, sin duda. Además, te dicen que tienes que estar presente en todos los canales digitales, que debes publicar contenidos en diferentes formatos todos los días. Lo irónico es que cuando revisas las publicaciones de los vendehúmo y de los gurús te das cuenta de que no aplican lo que pregonan. Es una estrategia, no una contradicción.

¿Por qué? Te marcan un camino que tú sigues al pie de la letra, sin percibir que te lleva al despeñadero. Una vez te caes, te estrellas con el planeta y tus ilusiones se frustran, entonces, los vendehúmo y los gurús surgen como salvadores. Te ofrecen su fórmula perfecta para conseguir resultados satisfactorios, se llenan los bolsillos con tu necesidad.

¡Negocio redondo! Y ahora, de la mano de las múltiples herramientas de inteligencia artificial generativa, han refinado sus libretos para engañar a los incautos y a los codiciosos. Que si no usas esta app no vas a vender, que si no usas la otra serás invisible, que si haces caso omiso de aquella tu competencia te va a devorar…, en fin. Es la feria de los bulos, de los engaños.

La realidad es que las marcas que venden, bien sea empresas o personas, son las que están en capacidad de aunar las estrategias de marketing con las de contenidos. Solo una, por sí misma, será insuficiente. Se complementan, potencian sus fortalezas. Las campañas de marketing inolvidables siempre aprovecharon las narrativas persuasivas de los contenidos.

De acuerdo con la fase del proceso de venta en la que se encuentre tu cliente potencial, el contenido cumple una tarea específica. Que, por supuesto, no es vender. La venta, quizás lo sabes, es la consecuencia directa de las acciones y decisiones que adoptas, pero también de que lo que ofreces, un producto o un servicio, solucione el problema de esa persona.

Los cuatro usos básicos del contenido son los siguientes:

1.- Informar. Salvo en casos excepcionales, cuando una persona es atraída por tu contenido no significa que esté en modo compra. En el 99 por ciento de las ocasiones, más bien, está en modo curiosidad. Quiere saber más de ti, de tu oferta. Quiere establecer si eres confiable o más de lo mismo. No olvides que en el mercado hay otros que ofrecen lo mismo que tú.

2.- Educar. Ten en cuenta que el 99,99 por ciento de los prospectos no sabe que tiene un problema, ni siquiera es consciente de los síntomas. Y no solo eso: es reacio a aceptar que sufre, inclusive si hay dolor físico. El contenido no solo debe responder sus preguntas, sino también, proporcionar el conocimiento necesario para salir del estado de inconsciencia.

3.- Entretener. Por si no lo has notado, 9 de cada 10 personas se conecta a internet por dos razones: requiere información o quiere distraerse. Entonces, no puedes obviar este objetivo. Si consigues arrancarle una sonrisa a tu prospecto, muy probablemente regresará en busca de más. Cuidado, eso sí, de caer en lo ramplón, lo vulgar, lo patético de los influenciadores.

4.- Nutrir. Una vez sacias la curiosidad y consigues atraer la atención de tu cliente potencial, a la fase de la educación le sigue la de la nutrición. ¿En qué se diferencian? Primero, en que la nutrición va más allá, profundiza en el problema que esa persona padece, en los síntomas, y esboza soluciones. Segundo, presenta la transformación, cómo será esa nueva vida.

En esas cuatro etapas, sin embargo, hay un hilo conductor que muchos desconocen y que otros, mientras, lo omiten por miedo. ¿Sabes a qué me refiero? A la indispensable tarea de derribar las objeciones. ¡Que siempre están!, así que no puedes ignorarlas. Pueden ser un gran obstáculo si miras para otro lado, si no les prestas la importancia que tienen.

Hay prospectos que son maestros en el arte de esgrimir objeciones, mientras que otros lo hacen en piloto automático. Es decir, es una respuesta a un estímulo específico. Inclusive, un cliente que esté en la última fase del proceso, ese que llamamos prospecto caliente, también nos ofrece objeciones. Entonces, creer que son invisibles no es una buena medida.

El problema, porque siempre hay un problema, es que subestimamos las objeciones. Por el miedo a rebatirlas o porque creemos que nuestro mensaje poderoso las derriba. O, lo peor, nos distraemos con las objeciones obvias, las de siempre, y nos olvidamos de las que en la práctica interrumpen el proceso y, a largo plazo, frenan la venta. ¡Esas son las importantes!

Moraleja

Este es el mensaje que quiero que te grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
Las objeciones pueden convertirse en un gran dolor de cabeza si lo permites. El contenido que las aborda, que las explica, que las desmitifica y que muestra una luz al final del túnel es muy poderoso. ¡No lo subestimes!

Las convencionales son precio, tiempo y poder de decisión (“tengo que consultarlo con mi pareja” o “con mi socio”). Las vemos como enormes montañas cuando en realidad, por lo frecuentes, son obstáculos fácilmente superables. ¿Sabes por qué? Porque, más que objeciones reales, se trata de excusas a las que tu prospecto recurre para salir del paso.

¿Sabes cuáles son esas otras objeciones que no vemos y son más importantes?

1.- Miedo al fracaso. Es paralizante, seguro lo sabes, seguro lo has experimentado. No solo porque duele, sino porque implica el rechazo de otros, sus críticas. Cuando tu prospecto no está convencido de que lo que ofreces es la solución que requiere, lo peor que puedes hacer es seguir de largo. Tu mensaje, entonces, debe abordar esta objeción y rebatirla.

¿Cómo hacerlo? Primero, describe cuál es la situación a la que se enfrenta en este momento, cómo su vida es un infierno porque no ha encontrado una solución. O cómo sus sueños se diluyen, mientras él padece lo indecible. Hazle saber que el miedo es cobarde y que desaparecerá tan pronto él demuestre determinación, convicción para enfrentarlo.

2.- Presión del entorno. Decimos que somos autónomos, pero la realidad es distinta. A todos nos afecta lo que piensan los demás, en especial nuestro entorno cercano. Por el miedo a su desaprobación, por temor a defraudarlos, muchas veces nos rendimos y nos sometemos a sufrir el problema indefinidamente. El miedo a fallar nos impide actuar.

¿Cómo derribar esta objeción? El contenido que compartas con tu prospecto debe informarle del problema que padece, educarlo para que lo lleve al plano consciente y plantearle una solución efectiva. Que entienda que no merece sufrir simplemente porque otros pasan por lo mismo, o porque se siente vulnerable. Descubre el héroe que hay en él.

3.- Experiencias pasadas. Todos, sin excepción, nos hemos equivocado. Millones de veces. Algunos, errores groseros, de esos que nos avergüenzan y no queremos que nadie se entere. Son heridas que quizás no terminaron de sanar o cicatrices que nos marcaron. Cada vez que estamos en una situación similar, el pánico nos congela y no sabemos cómo reaccionar.

¿Qué hacer? El contenido debe apuntar a hacerle entender que el error es parte del proceso y que incorpora un aprendizaje valioso. Cuéntale alguna experiencia personal en la que hayas estado en una situación similar, expón tu dolor y explícale cómo lo solucionaste. Es Importante que le digas cómo mejoró tu vida después de que dejaste eso en el pasado.

Son distintas de las normales, ¿cierto? Estas tres son las objeciones que casi nunca se manifiestan abiertamente. Más bien, son mecanismos de defensa que solo afloran cuando la presión es extrema. Y, por favor, no creas que son ocasionales. De hecho, son recurrentes, solo que no les prestamos la atención que merecen o nos distraemos con las habituales.

¿Cómo te ayuda el contenido a rebatir estas tres objeciones?

1.- Utiliza el poder de las preguntas. Las preguntas son sinónimo de empatía e interés y generan confianza. Olvídate de las certezas, de las afirmaciones, que suelen convertirse en muros infranqueables. Aprovecha las preguntas y promueve una conversación honesta

2.- Acude a la escucha activa. No solo es señal de respeto, sino de compasión. Hace que tu interlocutor se sienta importante y abra sus emociones. Comparte situaciones en las que te sentiste vulnerable y la ayuda de otros te permitió superar el inconveniente. Sé auténtico

3.- Ve hasta el fondo. Si te abrieron la puerta, ¡no te quedes ahí! Profundiza, con respeto y con tacto, para tratar de llegar al origen del problema. Apela a testimonios, a opiniones de expertos, presenta diferentes caminos de solución. No desaproveches la ocasión de servir

4.- Valida y aporta. La empatía es el punto de partida, no el punto final. ¿Eso qué quiere decir? Haz gala de tu conocimiento y experiencias para hacerle saber a tu cliente potencial que no está solo, que hay solución y que estás dispuesto a acompañarlo en el proceso

Las objeciones pueden convertirse en un gran dolor de cabeza si lo permites. El contenido que las aborda, que las explica, que las desmitifica y que muestra una luz al final del túnel es muy poderoso. ¡No lo subestimes! Además, es el tipo de estrategia que te diferenciará de los vendehúmo y de los gurús. Conviértelo en tu aliado y tus clientes te lo recompensarán.

Categorías
General

Cuando el exceso de visibilidad se convierte en tu peor enemigo…

Si lo prefieres, puedes escuchar el artículo completo

Cuando comenzaba mi trayectoria como periodista, a finales de los años 80, el mundo era muy distinto. No había internet, ni teléfonos móviles, ni conexiones wifi, ni computadores. Por supuesto, no había Google, ni redes sociales, ni inteligencia artificial. El teléfono estaba conectado a la toma en la pared, la programación de TV se iniciaba a las 5 de la tarde…

La vida era mucho más tranquila, sosegada. ¿Lo mejor? Había mucho menos ruido. Externo e interno, natural o artificial. Era la época de ver películas VHS (o Betamax) en casa con los amigos. La radio, sinónimo de inmediatez, era una compañera imprescindible, en especial para un joven que comenzaba con mucha ilusión la aventura en ese oficio maravilloso del periodismo.

Cuando entré a formar parte de la redacción del periódico El Tiempo, por aquel entonces el medio de comunicación más importante e influyente del país, la referencia para todos los demás, los impresos eran los reyes del mercado. Los periodistas más reconocidos del país, en las distintas especialidades, estaban alrededor, sentados a unos cuantos metros de tu lugar de trabajo.

Bastaba caminar unos pasos para cruzarse con alguno de ellos, para involucrarse en una conversación informal que, en la práctica, era una clase maestra. Economía, política, judicial, temas nacionales y cultura y entretenimiento, un concepto que iba en alza. Lo curioso es que todos, sin excepción, en algún momento terminaban en el corrillo de la sección Deportes.

¿Por qué? Porque el deporte era lo que nos unía en medio de las diferencias. Allí, frente a uno de los pocos televisores que había en la redacción, todos terminaban rendidos a las pasiones del deporte. Y allí, también, fue el escenario en el que aprendí todo lo necesario sobre los códigos del oficio, reglas que no vas a encontrar en los libros, pero que en la práctica son imprescindibles.

“El exceso de exposición, quema”, era una de ellas. ¿Eso qué quería decir? Que, a pesar de que estábamos lejos del frenesí y de la histeria que reina hoy, ya había figurines. Colegas que, por su contacto con ministros, empresarios o funcionarios de alto turmequé, se creían de un estrato distinto, de una galaxia diferente. Eran los que firmaban todas las notas que publicaban.

“Fulanito firma hasta un comunicado de prensa”, era lo que se decía entonces. Si bien ellos se pavoneaban por los pasillos como si estuvieran en una pasarela, con frecuencia también debían pagar escondederos a peso. ¿Por qué? Porque la noticia que publicaron despertó la ira santa de algún funcionario que llamó a los directivos del periódico, a quejarse, y les armó un gran lío.

“Firme únicamente las notas que usted cree que en realidad valen la pena”, me decían. “Ya llegará el momento para firmar lo que quiera”, agregaban. En la práctica, la mayoría de las noticias propias que publiqué durante al menos un año y medio no llevaban mi firma. Era una forma de protegerme y, también, de darle valor a esa rúbrica que, en aquellos tiempos, era tu cara visible ante el mundo.

Hoy, seguro lo sabes porque también lo padeces, vivimos tiempos muy distintos. Aquella premisa de “El exceso de exposición, quema” quedó en el pasado. De hecho, la norma, dentro y fuera de internet, es exponerse, hacerse ver, sin importar qué sea necesario hacer para que te vean. Fruto de esa modalidad, surgieron los patéticos influenciadores, payasitos que hablan sin decir nada.

Abres internet y te encuentras con infinidad de médicos, abogados, contadores, cocineros, coaches, vendedores, expertos en lo humano y lo divino, que pregonan la solución perfecta. Para lo humano y lo divino, por supuesto. Cantan, bailan, hacen las tareas de la casa y, lo peor, hacen el ridículo sin sonrojarse. Producen ruido durante un tiempo y, al no encontrar eco, desaparecen.

Pocos, muy pocos, perduran y logran conectar con las audiencias. Pocos, muy pocos, aportan valor con sus contenidos y logran llamar la atención. Pocos, muy pocos, son dignos de regalarles unos segundos de nuestro valioso tiempo, a sabiendas de que será bien invertido. Pocos, muy pocos, están respaldados por una estrategia que les permita posicionarse en la mente de las personas.

Hoy, la visibilidad es el santo grial de los negocios, de la vida en el ecosistema digital. Nos dicen que en un mercado saturado, con exceso de competencia, si no eres visible, no existes. Y es cierto, aunque no de forma literal. ¿Por qué? Porque cuando esa visibilidad es sinónimo de ruido, de chabacanería, de vulgaridad, el efecto que produce es contrario del esperado: genera rechazo.

Que es, precisamente, lo que les ocurre a la mayoría de esos influenciadores. Es posible que en alguna ocasión te resulten divertidos, que te arranquen una sonrisa, pero después de dos o tres veces son repulsivos. Da asco ver eso que comparten en redes sociales sin empacho, porque no tienen ningún otro recurso que el ridículo y la grosería para exacerbar los bajos instintos de otros.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero que te grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
Si no tienes un mensaje claro, atractivo y relacionado con el tema o el problema que interesa a la audiencia la que te diriges, solo harás ruido.

La realidad, que muchos desconocen y que otros pasan por alto premeditadamente, es que la visibilidad sin estrategia solo produce ruido. Y ningún ruido, quizás lo sabes, está por siempre. El mar ruge con fuerza y luego se calma; la lluvia cae con intensidad y luego vuelve a salir el sol; la tierra brama, pero después de que el volcán escupe reina la calma. ¡Ningún ruido es eterno!

Por cuenta de los vendehúmo, ha hecho carrera la idea de “hay que estar en todas las redes sociales”. Que, por supuesto, no es necesario y, a veces, muchas veces, es contraproducente. O, también, “hay que publicar todos los días, ojalá varias veces, para que te vean”, una premisa que tiene tanto de largo como de ancho. No porque grites te van a escuchar, te van a prestar atención.

Puedes aparecer todos los días en todas las redes sociales, pero si careces de una estrategia tu presencia pasará inadvertida. Si no tienes un mensaje claro, atractivo y relacionado con el tema o el problema que interesa a la audiencia la que te diriges, solo harás ruido. Es decir, el resultado será que te convertirás en una molestia, en algo incómodo, y te bloquearán, te silenciarán.

No importa cuánto sabes, qué logros has alcanzado, cuánto tiempo llevas en el mercado o cuáles son tus resultados. Siempre habrá otros que te superen, que suban el listón. Además, a esas personas a las que puedes ayudar solo les interesa saber cómo será su vida una vez hagan lo que tú pides, compren lo que tú ofreces. Pero no comprarán si no confían en ti, sino eres creíble.

Entonces, eso de ser visible no es la panacea, no te garantiza el éxito. Recuerda: “el exceso de exposición, quema”, como cuando vas a la playa y pasas muchas horas bajo el rayo del sol y después te duele hasta el alma. Además, eso de ser visible, de mostrarte, no es el primer paso del proceso, sino el último. ¿Lo sabías? Antes, debes cumplir tareas que muchos pasan por alto:

1.- Establecer quién eres y qué representas.
Es lo que suelo llamar mi yo avatar. ¿Cómo me voy a mostrar al mundo? ¿Cuál es el mensaje que quiero transmitir? ¿Cuáles son los principios y valores con los que se va a identificar el mercado? ¿Cuál es el camino que has recorrido? Son preguntas que cualquier persona que no te conoce se hace y que debes responder. Tampoco puedes permitir que cada uno te perciba como lo prefiera.

2.- Tu propuesta de valor.
¿Por qué no eres más de lo mismo? ¿Qué te diferencia del mercado y te hace único y especial? ¿Qué le aportas al mercado que tu competencia no esté en capacidad de proporcionar? ¿Cuál es el resultado que las personas que te elijan van a obtener para mejorar su vida? Si ese mensaje no es claro, preciso e inconfundible, te verán como otro más y quedarás condenado a competir por precio. ¡Auch…!

3.- Cómo quieres ser recordado.
Es decir, de qué manera te posicionarás en la mente de las personas que reciban tu mensaje. Es consecuencia de las anteriores. Llamas la atención, te identificas a través de principios, valores y experiencias y luego aportas una solución efectiva a través de una metodología ya probada. ¿Qué vas a hacer, y cómo, para ser inolvidable? ¿Qué huella positiva dejarás en la vida de otros?

4.- El público al que te diriges.
Olvídate de eso de “mi producto (o servicio) es para cualquiera o para todo el mundo”, porque no solo es mentira, sino también, un grave error. No todos lo necesitan, no todos están dispuestos a pagar lo que pides, no todos te verán como la solución que requieren. Cuanto más específico y detallado sea ese perfil de tu cliente, mejor. Tu mensaje provocará un impacto solo en aquellas personas que conecten contigo.

Cuando esa conexión se establezca, la ansiada visibilidad dejará de ser un fin, una obsesión, y se convertirá en tu carta de presentación, en el altavoz para que el mundo conozca tu mensaje. Será, entonces, cuando te darás cuenta del poder de tus acciones y disfrutarás del privilegio de ayudar a otros. Descubrirás que la vida te encomendó una de las tareas más increíbles que hay: servir.

No se trata de que todos te vean, porque de hecho no todos te verán. Tu objetivo debe ser atraer a quienes en verdad puedes ayudar, y generar el vínculo a través del cual se dé un intercambio de beneficios. Recuerda: “el exceso de exposición, quema”. En cambio, si te posicionas en la mente de las personas correctas y eres el agente de transformación que anhelan, ¡serás inolvidable!