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¿Me escuchas? Qué sucede si aprendemos a convivir con el ruido…

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Podríamos llamarlo un enemigo invisible. Es uno de los factores externos que más afecta la salud y al que, irónicamente, no le prestamos la atención que se merece. ¿Sabes a cuál me refiero? Al ruido. Que, según evidencias científicas, afecta la salud auditiva (lógico), la mental (cada vez más común) y la cardiovascular. También produce trastornos del sueño, estrés y otras alteraciones.

Estoy en una etapa en la que la vida me exige sosiego, bajar las revoluciones y, sobre todo, alejarme del ruido. En cualquiera de sus manifestaciones. Que, por cierto, están por doquier. El tráfico y el transporte, las obras en construcción y la vida nocturna (bares, tiendas, conciertos). También, los ruidos humanos, los animales, la vida doméstica (electrodomésticos) y hasta la naturaleza.

Por si todo lo anterior fuera poco, a través de nuestros hábitos agregamos algunas otras fuentes de ruido. ¿Por ejemplo? Las incesantes notificaciones de los dispositivos digitales, que son causa de distracciones constantes, producto de mensajes recibidos. Y, por supuesto, ese que llamamos ruido mediático, que aunque no suene nos hace daño a través de mensajes tóxicos frecuentes.

Lo insólito es que, fruto de nuestra increíble capacidad de adaptación, los seres humanos somos capaces de acostumbrarnos al ruido. A comienzos del siglo pasado, tiempos lejanos en los que la vida era muy distinta de la actual, en los que los ruidos eran distintos de los actuales, el célebre científico Robert Koch, ganador del premio Nobel, nos dejó una frase célebre. ¿Sabes cuál fue?

“Un día el hombre tendrá que luchar contra el ruido tan ferozmente como contra el cólera y la peste”. Bueno, pues vivimos ese día, padecemos ese día. Y lo peor, de muchas formas. Un ruido que no solo nos distrae y nos hace daño, sino que también distorsiona lo que percibimos, lo que consumimos a través de los sentidos. Es difícil hallar algo que no esté contaminado por él.

El ruido, en alguna de sus manifestaciones, contamina las relaciones con otros. Gritos, histeria, impulsos posesivos, cualquier tipo de violencia (física o verbal), manipulaciones o mentiras son ruidos que rompen los vínculos. O, peor, que los convierte en tóxicos que desgastan, que poco a poco minan la salud. Sus efectos son terribles porque acaban con la confianza, con la paz.

El ruido, también, contamina la relación que tienes contigo mismo. Ruido es la cantidad de pensamientos negativos que permites que vuelen silvestres en tu mente. Ruidos son también las creencias limitantes que te impiden obtener las maravillosas bendiciones que la vida tiene para ti. Ruido es, asimismo, el síndrome del impostor por el que no confías en tu potencial.

Otra forma común del ruido que nos amarga la vida es la dependencia de los demás. ¿Por ejemplo? Necesitar la aprobación de otros para sentirte bien, adaptarte a sus exigencias para encajar o renegar de lo que la vida te ofrece para encajar socialmente. Hay exceso de ruido en los mensajes que te condicionan, que te manipulan, en los que te hacen sentir alguien inferior.

Si bien cualquiera de las manifestaciones del ruido es dañina, la que a mi juicio es la más perjudicial es aquella ligada a la comunicación. Nada más desagradable que una interacción enrarecida por el ruido. De hecho, y seguramente lo has experimentado, lo has sufrido, este ruido es el punto de partida de los cortocircuitos de la comunicación y, claro, de los malentendidos.

Como profesional de la comunicación desde hace 38 años y consultor de estrategias de contenidos, sin embargo, entiendo las consecuencias del exceso de ruido. En especial, del que consumimos de manera inconsciente, automática; de aquel al que nos acostumbramos y lo convertimos en un hábito. Y, claro, de ese que nos impide escuchar y nos limita solo a oír.

¿Por qué? Porque los mensajes que consumimos se transforman en pensamientos, en creencias y en emociones que cultivamos en nuestro cerebro. Luego, esos pensamientos, esas creencias y esas emociones se traducen en acciones, en decisiones, en comportamientos y en hábitos. Condicionan lo que sentimos, lo que hacemos y, principalmente, cómo lo hacemos.

El problema, porque siempre hay un problema, es que programamos nuestro cerebro para oír, en vez de acondicionarlo para escuchar. Cuando solo oyes, estás sometido al ruido porque este se encuentra incorporado en esas dinámicas de comunicación distorsionadas y manipuladas. Son parte de la esencia de esas interacciones contaminadas, tóxicas, que tanto daño nos hacen.

Moraleja

Este es el mensaje que quiero grabes en tu mente (posa el 'mouse' para seguir)
La capacidad de escuchar, que es voluntaria, una decisión, es imprescindible para comunicarnos con otros y, lo más importante, establecer sólidos vínculos e interrelacionarnos.

Cuando escuchas, en cambio, lo primero que debes hacer es callar el ruido. O, dicho de otra manera, mientras haya ruido es imposible escuchar. Imagina que vas caminando por el centro comercial, mientras miras las vitrinas de los almacenes, y suena tu teléfono. Contestas porque es uno de tus hijos, pero no puedes hablar: no lo escuchas por el exceso de ruido, solo oyes ruidos.

En estas épocas de infoxicación, de matoneo mediático, de bombardeo mediático y, sobre todo, de fake-news y versiones de inteligencia artificial que suplantan a los humanos, los decibeles del ruido sobrepasaron, por mucho, los límites de la cordura. Todas nuestras comunicaciones, todos nuestros mensajes, están contaminados por el ruido y las consecuencias son catastróficas.

Por eso, es necesario aprender a escuchar y dejar de oír. ¿Cómo hacerlo? Te propongo cinco acciones sencillas y efectivas:

1.- Oír es pasivo, escuchar es activo. Mientras cocinas, cuando vas al gimnasio o si juegas con tu mascota, oyes música. Que te acompaña, que te distrae, pero no le prestas atención. Solo quieres que haya un poco de ruido porque no te gusta el silencio. Lo mismo sucede si conduces tu auto: la atención está en la carretera, en los transeúntes, pero la música te ayuda a relajarte, es agradable.

Por el contrario, si quieres escuchar un audiolibro o el video de una conferencia que te interesa, lo más seguro es que te pongas los audífonos. No quieres ruidos, necesitas estar concentrado para escuchar esos mensajes que te interesan. Tu atención ya no está dispersa, sino que se concentra en esa voz que te transmite conocimiento. Solo así puedes establecer una conexión poderosa.

2.- Oír es un sentido, escuchar es una habilidad. Oír es un privilegio que nos fue concedido a la mayoría de los seres humanos. Es uno de los cinco sentidos, maravillosos regalos que nos brindó la naturaleza, es una capacidad biológica innata. No tienes que pedirla, no tienes que educarla, porque ya lo incorporas, porque es una tarea de tu cerebro, que la usa para recibir información.

En cambio, escuchar es una acción consciente. Que, por si no lo sabías, se aprende. Exige tu atención, tu concentración, tu determinación, tu disciplina para aislarte del ruido. Escuchar no es algo que hacemos por instinto, como oír, sino que es producto de una decisión. Además, algo muy importante: para escuchar, debes brindar toda la atención posible, una actitud de disposición.

3.- Oír es involuntario, escuchar requiere atención. Oyes el canto de los pájaros, oyes el motor de los automóviles, oyes las conversaciones de quienes viajan en el transporte público, oyes porque la naturaleza te dio los oídos. Oyes los ruidos, o los sonidos, inclusive aquellos que son molestos, porque están ahí en el ambiente. No puedes bloquearlos, están fuera de tu control.

La escucha requiere, en la mayoría de las situaciones, de la abstracción. Exige que aprendas a aislar los ruidos del ambiente para concentrarte en lo que deseas escuchar. Si estás con tus amigos en un restaurante, oyes conversaciones, pero no escuchas, no puedes hacerlo. Cuando estás atento, tu cerebro se comporta de manera diferente, entiende que es algo importante.

4.- Oír es recibir un sonido, escuchar es comprenderlo. Recibir un sonido es una acción pasiva que podemos realizar de manera simultánea con otras actividades. Así, por ejemplo, puedes oír música mientras ves a tus hijos jugar en el patio de la casa. Lo que haces es aprovechar la capacidad fisiológica de captar las ondas sonoras, una función que es automática.

La comprensión que está ligada a la habilidad de escuchar, mientras, implica prestar atención y requiere conocimiento para procesar, decodificar e interpretar el mensaje que te comunican. Y no solo eso: también es necesario que conozcas el contexto del mensaje para darle el significado adecuado. ¿Un ejemplo? El aprendizaje. La comprensión, además, depende de tu cerebro.

5.- Oír no requiere memoria, escuchar implica recordar e interpretar. Tu cerebro almacena todos los sonidos o ruidos que oyes a sabiendas de que después los vas a identificar y eso te producirá una emoción, desencadenará una reacción. El canto de los pájaros, de cualquier pájaro, lo oyes y sabes que no es un perro o un caballo, pero no necesitas comprenderlo, solo lo procesas.

Lo que escuchas, en cambio, es un proceso más complejo, consciente. No puedes aprender un nuevo idioma si lo que escuchas del profesor no lo procesas, no lo interpretas, no le dices a tu cerebro que lo almacene y lo utilice. Solo si estas condiciones se cumplen puedes hablar en ese idioma y conseguir que otras personas te entiendan. Es una acción deliberada y voluntaria.

Los seres humanos, lo sabes, lo vives, lo sufres, nos comunicamos todo el tiempo. Inclusive, sin pronunciar palabra alguna. Esa interacción con otros y con el entorno es parte vital de nuestra esencia. Necesitamos comunicarnos porque nos hace sentir vivos. Sin embargo, es imposible comunicarnos de manera efectiva si nos limitamos a oír y no aprendemos a escuchar.

El acto de oír, no lo olvides, incorpora el ruido. Que está ahí, por doquier, que se presenta de múltiples formas, y te incomoda, distorsiona los mensajes. La capacidad de escuchar, mientras, es una habilidad adquirida, producto de una decisión consciente y voluntaria. Nos brinda una gran variedad de beneficios, en especial, el de poder relacionarnos e interactuar con otros.

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4 lados de una historia: comunica para comprender, no para convencer

Jean-Jacques Rousseau murió en 1778, hace 246 años. Sin embargo, algunas de sus enseñanzas siguen vigentes. Nació en 1712 en Ginebra (Suiza) y se le recuerda como escritor, músico, botánico, naturalista y filósofo. Abogaba por combatir la tiranía a través de la razón y el conocimiento y sus ideales ejercieron una fuerte influencia en la Revolución Francesa.

Si le preguntas a Mr. Google, que lo sabía casi todo antes de la llegada de ChatGPT, pondrá a tu disposición una gran variedad de frases célebres que se le atribuyen a Rousseau. Una de ellas es, precisamente, el motivo de este post: “Siempre hay cuatro lados de la historia: tu lado, su lado, la verdad y lo que realmente ocurrió”. ¿La conocías?Genial, ¿cierto?

Cuando la leí, de inmediato llamó mi atención. Y también le causó gracia, porque no tardé en darme cuenta de que esas 18 palabras resumen el origen de uno de los problemas más complejos a los que se enfrenta el ser humano. ¿Sabes cuál es? El de comunicarse con otros. Comunicarse entendido como conectar, enlazar, empatizar, intercambiar, relacionarse.

El diccionario nos dice que hablar y comunicar son sinónimos. Al primer término lo define como Comunicarse con otra u otras personas por medio de palabras. Otras acepciones son “Tratar, convenir, concertar” y “Razonar, o tratar de algo conversando”. Nos ofrece sinónimos tales como expresar, decir, enunciar, conversar, dialogar o platicar.

De comunicar, mientras, nos dice que es “hacer a una persona partícipe de lo que se tiene” o “conversar, tratar con alguien de palabra o por escrito”. ¿Sinónimos? Informar, notificar, transmitir, revelar, anunciar y compartir, entre otros. Como ves, similares en la teoría, pero seguro sabes, lo has experimentado, se manifiestan distinto en la práctica, en la realidad.

Algo parecido a lo que ocurre con oír y escuchar. En términos estrictos, son lo mismo, pero el segundo término implica “prestar atención a lo que se oye”, una condición que el primero no exige. El problema es que hablamos mucho y comunicamos poco (o casi nada) y también oímos mucho y escuchamos poco (o casi nada). Es una terrible contradicción y una lástima.

Primero, porque vivimos la era de la comunicación, de la tecnología, una etapa que ninguna otra generación disfrutó. Disponemos de increíbles y poderosos canales y herramientas que nos facilitan la vida, que nos permiten estar en contacto con otros de manera inmediata. Segundo, porque en la práctica renegamos del gran privilegio de los seres humanos.

¿Sabes cuál es? El que nos distingue del resto de las especies del planeta: la capacidad para comunicarnos de manera consciente. Un privilegio que no aprovechamos o que utilizamos de manera equivocada. ¿Cómo? Son más las ocasiones en las que nuestro mensaje es fuente de discordia, de provocación, de agresión, de ofensa, que de lo contrario.

Un cortocircuito que, por lo general, es el resultado de nuestras comunicaciones, de nuestros diálogos. Discutimos, peleamos, agredimos más de lo que conversamos, de lo que comunicamos. Ese, por supuesto, es el principal obstáculo al que nos enfrentamos cada día en todos los ámbitos de la vida. Un problema complejo que, por fortuna, tiene solución.

La principal dificultad a la hora de comunicarnos es que los seres humanos, todos, sin excepción, asumimos que tenemos la razón. ¡Estamos seguros de que tenemos la razón! Y no solo eso: queremos, pretendemos, que otros piensen igual que nosotros, que no difieran y que no nos contradigan, aunque quizás tengan la razón. Es el origen de los cortocircuitos.

No es un problema menor, sin duda. Hay estudios que han determinado que los malentendidos surgidos entre empleados y directivos en las empresas, discusiones simples que pasaron a mayores, cuestan hasta 37.000 millones de dólares al año. Y millones de divorcios, de amistades de años que terminan mal, de negocios potenciales que se frustran.

Probablemente porque olvidamos la premisa de Rousseau: “Siempre hay cuatro lados de la historia: tu lado, su lado, la verdad y lo que realmente ocurrió”. Así es en las conversaciones más sencillas como en las complejas. En las que sostienes informalmente con tu pareja o con uno de tus hijos y la que adelantas con un cliente, con tu jefe o con un socio estratégico.

Siempre, sin excepción, cada historia, cada conversación, nos ofrece cuatro lados. Sin embargo, a pesar de que seguramente lo sabemos, en la práctica tendemos a sostener conversaciones sobre nosotros mismos, simplemente por costumbre, porque somos hábiles para dominar el escenario o, lo peor, por ego. En últimas, por un cúmulo de emociones.

Distinto de lo que pensamos, de lo que creemos, los seres humanos somos más emocionales que racionales. Diversas investigaciones han establecido que más del 85 por ciento de las decisiones que tomamos se basan en las emociones del momento, son una respuesta a ellas. Luego le damos cabida a nuestro YO racional para justificarlas.

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La esencia de la vida radica en la calidad de las relaciones que establecemos. Y esas relaciones están determinadas por la calidad de las conversaciones que se dan entre las personas involucradas. Estudios científicos demuestran que las personas que establecen una conexión humana con los demás tienen más posibilidades de éxito en sus relaciones.

Y esa conexión humana implica empatía, transparencia (honestidad), autenticidad y curiosidad. Es un intercambio, un ida y vuelta, no un camino de una sola vía. Es decir, conversar, comunicarse, no implica imponer tus ideas, o tu criterio. De lo que se trata es de que se dé una confrontación, que significa “carear a dos personas” o “cotejar dos cosas”.

William Jennings Bryan, un destacado político demócrata estadounidense, que fue tres veces candidato presidencial y murió en 1925, hace casi un siglo, dijo: “Dos personas en una conversación equivalen a cuatro hablando. Las cuatro son lo que dice una persona, lo que realmente quería decir, lo que escuchó su interlocutor y lo que creyó haber escuchado.

¿Entiendes? Los cuatro lados de la historia de los que nos habló Rousseau hace 250 años. Entonces, no se trata de una necedad o de un capricho, tampoco es una tendencia o una moda de las redes sociales: es una realidad. Si quieres que tus relaciones sean armónicas y fructíferas, que tus negocios sean rentables, debes aprender a comprender estos cuatro lados.

1.- TU lado.
Que, por lo general, asumimos como ‘la verdad’, como ‘la única verdad’, como ‘toda la verdad’. Y no nos damos cuenta de que, al final, solo es un lado de la historia, una parte, una versión, una opinión. Sin embargo, nos empeñamos en hacerla valer, procuramos que la otra persona asuma nuestra posición, adopte nuestras ideas, que piense igual que nosotros.

El problema es que nos dejamos llevar por las emociones, por la pasión, quizás por el deseo de ayudar a otros, y cruzamos la línea invisible que divide nuestro lado de su lado. Y en ese momento, entonces, entramos al terreno de los cortocircuitos, de los malentendidos. No lo olvides: TU lado es solo una parte, igual de grande y de importante que la parte del otro.

2- SU lado.
Que, no sobra decirlo, es tan válido como el tuyo. Aunque sea opuesto, aunque te ofenda, aunque no te guste ni un poquito. ¡Es válido! Lo que debes aprender, y entender, es que ese lado de la otra persona está determinado por sus creencias, por sus experiencias, por su conocimiento, por sus miedos, por sus emociones. Entonces, lo más normal es disentir.

Que, por supuesto, no significa asumir posiciones irreconciliables, sino lo contrario: hallar puntos de acuerdo. Para entender y aceptar SU lado de la historia, debemos conocer a la otra persona y no solo eso: aceptar también sus limitaciones, vulnerabilidades y, sobre todo, sus emociones. ¿La clave? Escuchar de manera activa, empática, sin juzgar, sin descalificar.

3.- La VERDAD.
Sí, ya sé que es un tema espinoso, arenas movedizas. Sin embargo, es más sencillo de lo que piensas. ¿Por qué? Solo necesitas aceptar que NO hay una VERDAD, una verdad única, incuestionable. O, de otra manera, entender que cada uno tiene su VERDAD, su propia verdad. De nuevo, fundamentada en creencias, miedos, conocimiento, experiencias…

Y, claro, en sus pensamientos y en sus emociones. Un ejemplo: un escenario colmado por 50.000 personas que acuden a un evento deportivo y millones más que lo siguen a través de la televisión o internet. Al final, cada uno tiene su verdad de lo sucedido, porque lo que cada uno vio fue distinto. Si entiendes esta premisa, tus relaciones serán menos traumáticas.

4.- Lo que REALMENTE sucedió.
Que, valga recalcarlo, cada uno lo ve distinto, a partir de su VERDAD. El ejemplo anterior se aplica a la perfección. Por eso, los hinchas al deporte, los que gustan de la política o los que conversan sobre la pareja ideal, difícilmente, por no decir nunca, se pondrán de acuerdo. Y está bien, porque cada uno ve la realidad a partir de su verdad, desde su lado de la historia.

Si vas por la calle, ocurre un accidente y te paras a preguntarles a 10 testigos qué ocurrió, al final tendrás 10 verdades distintas, 10 versiones válidas. Como en cualquier conversación con tus amigos, cuando se reúnen a cenar. O cuando los compañeros del colegio recuerdan los años maravillosos: saber lo que REALMENTE sucedió es armar un gran rompecabezas.

Moraleja: comunicarnos entre seres humanos va más allá, mucho más allá, de emitir mensajes, de conversar. De lo que se trata es de comprendernos. Según el sicólogo clínico estadounidense Jeffrey Bernstein, “Las personas tienen una necesidad innata de ser comprendidas. Esa necesidad de comprensión es más fuerte que la de ser amado”.

Entonces, de lo que se trata es de sostener conversaciones, interacciones, relaciones, enfocadas más en comprenderque en convencer. Esta es una premisa que, si la pones en práctica, te sirve para todas las actividades de la vida, en especial en aquellas, como tu trabajo, en la que tu labor más importante es relacionarte con otros, comunicarte con otros.

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La escucha activa, clave para que tu mensaje sea poderoso y de impacto

“El sabio no dice todo lo que piensa, pero piensa todo lo que dice”. Esta es una frase que rueda de aquí para allá en internet, con la que estoy de acuerdo. Sin embargo, estoy seguro de que no nos dice todo lo que deberíamos saber, lo que a mi juicio es lo más importante. ¿Sabes a qué me refiero? A que el sabio no habla porque está concentrado en la escucha activa.

Este es un término que, como tantos otros, en los últimos tiempos se puso de moda. En un comienzo, con gran impacto, pero con el paso del tiempo, en virtud de que se lo comenzó a emplear con varios significados, perdió el poder. Ahora, si eres una persona que vive de la generación de contenidos o que tratar directamente con clientes, debes desarrollarla.

Sí, porque la escucha activa no es una estrategia ni una suerte de magia: se trata de una habilidad. Haz de cuenta que, tal y como lo hace en tu celular, ingresa a la tienda de aplicaciones y descarga ‘Escucha Activa’. Mi consejo es que la pongas en práctica tanto como puedas, porque es una herramienta muy poderosa, capaz de marcar grandes diferencias.

La clave está en darnos cuenta de cuál es nuestra actitud frente al interlocutor con el que interactuamos: ¿lo escuchamos en verdad o simplemente lo oímos? Oír, nos dice el diccionario, es “Hacerse cargo, o darse por enterado, de aquello de que le hablan”. Es decir, se trata de una acción pasiva, en la que no es necesario que prestes la debida atención.

Es algo que hacemos todos los días, de manera inconsciente. Por ejemplo, prendemos el televisor o la radio o ponemos música en el celular mientras cocinamos o hacemos ejercicio o salimos a pasear con la mascota. La música, en esos casos, es una compañía que en algún momento puede atraer nuestra atención, pero cuyo rol es subordinado por la otra acción.

Si eres padre de familia, estoy seguro de que desarrollaste la habilidad de la escucha activa a fuerza de los berrinches de tus hijos. Berrinches que, lo sabes mejor que nadie, la mayoría de las veces solo tienen un objetivo: llamar tu atención, precisamente. Sin embargo, caprichosos y manipuladores como son, ellos no se conforman: no solo quieren tu atención, quieren que los escuches.

En palabras sencillas, la escucha activa está un escalón arriba de solo oír. Eso significa que no solo requiere que tus oídos perciban el sonido (sea cual sea su manifestación), sino que se involucren otro órganos y sentidos (cerebro, ojos), además de tus capacidades cognitivas y empáticas. Es decir, te exige un cierto grado de implicación y compromiso en ese momento.

Cuando tú oyes a una persona, puedes estar en otra habitación o realizando alguna labor. No importa, porque la oyes. “Sí, sí, te oigo”, le dices varias veces a esa persona para que la comunicación no se detenga. Cuando la escuchas de manera activa, en cambio, tu cerebro está en modo aprendizaje y para comunicarte no solo está tu voz: también, tus ojos y tu cuerpo.

Que son cruciales en este tipo de comunicación porque son el reflejo de tus emociones, de lo que sientes al escuchar lo que la otra persona te dice. En muchos casos, no necesitas hacer uso de las palabras para responderle, para expresarle lo que piensas, porque tu mirada y tus gestos ya lo hicieron. Es decir, se dan dos elementos clave: la disposición psicológica y la expresión.

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¿Cómo desarrollar la habilidad de la escucha activa, ponerla en práctica y obtener los resultados esperados?

1.- Concéntrate. Tanto en tu interlocutor como en lo que te dice. Demuestra interés y permite que se exprese abiertamente. Esta actitud enriquecerá la comunicación y será gratificante

2.- Presta atención. No te limites a escuchar, sino fíjate también en el lenguaje no verbal de tu interlocutor: así podrás percibir aquello que sus palabras no te dicen y es importante

3.- Pregunta. Esta es una de las claves de la escucha activa. Tiene una doble función: hacer que la otra persona sepa que la escuchas y clarificar temas, conceptos, para que no haya enredos

4.- No interrumpas. Cuando oyes, de manera inconsciente tiendes a interrumpir todo el tiempo, de ahí que la conversación no trascienda, se desvíe o simplemente se interrumpa

5.- Sé empático. Recuerda que tarde o temprano tú vas a estar en la situación de tu interlocutor y vas a requerir la atención de alguien más. No menosprecies tu aporte

Asumo que, en este momento, tienes perfectamente claro en sentido de la escucha activa, además de su diferencia con el simple acto de oír. La clave está en entender cuál es la importancia que tu buena disposición e interacción tiene para la otra persona. A lo mejor no tienes que decir nada, porque por haberla escuchado, permitir que se desahogara, ya se siente mejor.

Ahora, veamos algunos beneficios de la escucha activa:

1.- Genera confianza. Que, seguro lo sabes, es un valor muy importante en la interacción, en la comunicación de los seres humanos. A través de la confianza no solo puedes ayudar a otros, sino que de manera simultánea te nutres con lo que ellos te brindan. Es un gana-gana

2.- Genera gratitud. Cuando una persona se siente atendida, cuando siente tu interés genuino y tu preocupación por su situación, no lo olvida y, lo mejor, lo agradece de múltiples formas

3.- Proporciona información. Cuando desarrollas el hábito de la escucha activa, lamentas la gran cantidad de información de valor que dejas escapar en muchas otras interacciones

4.- Interacción valiosa. Una vez se abre el canal y la empatía hace su magia, lo que se produce es un poderoso intercambio de beneficios que se manifiesta de múltiples formas

5.- Avanzas a otro nivel. Producto de todo lo anterior, la comunicación con esa persona, y por ende la relación, superar el nivel de lo común y se traslada al de lo extraordinario

“Escuchamos no solo con nuestros oídos, sino con nuestros ojos, con nuestra mente, corazón e imaginación”, dijo el sicólogo estadounidense Carl Rogers. Él, por si no lo sabías, junto con Abraham Maslow, fue el iniciador del enfoque humanista (centrado en la persona) en esta ciencia. Una teoría que, hoy lo sabemos, nos permite construir mensajes más poderosos.

Con frecuencia, durante alguna consultoría o en reuniones con mis clientes, aparece el tema de la comunicación con el mercado. ¿El problema? Casi siempre el mismo: dan por sentado que su opinión es la misma del mercado, que sus clientes piensa y sienten lo mismo que ellos. Y no es así, casi nunca es así. Por eso, justamente, sus mensajes caen en suelo estéril.

El origen de esta equivocación es que las personas y las marcas (empresas de toda índole) estamos acostumbradas, enseñadas, a hablar mucho y a escuchar poco. Y menos cuando se trata de escucha activa, en la que el rol protagónico lo carga la otra persona. Nos encanta hablar y nos cuesta mucho trabajo escuchar, y ya sabes: “El que mucho habla, mucho yerra”.

No solo en el mundo de los negocios, sino en cualquiera actividad de la vida, es sano y conveniente escuchar antes de hablar. Como cuando, en la niñez, te sentabas en las piernas del abuelo y escuchabas sus maravillosas historias de vida, que tanto conocimiento de valor te brindaron. ¿Las recuerdas? Es un aprendizaje que bien vale la pena desempolvar y reactivar.

“El sabio no dice todo lo que piensa” porque está dedicado a la escucha activa. Cuando esta termina, tiene información valiosa y, lo mejor, herramientas y argumentos para hablar de manera inteligente porque “piensa todo lo que dice”. Sus palabras estás investidas por el poder de saber, con plena certeza, lo que otros quieren y necesitan escuchar, y son impactantes.

No importa si eres empresario, dueño de un negocio/tienda o profesional independiente; no importa si vendes un producto (físico o digital) o un servicio. Si quieres sostener una honesta y fluida comunicación con el mercado, con tus clientes, antes de comenzar a hablar, de publicar contenidos en mil y un canales, pon en práctica la escucha activa. Te sorprenderá la diferencia.

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Con estas dos habilidades, escribir te parecerá un juego de niños

A veces (casi siempre), corro el riesgo de tornarme cansón con este tema. Sin embargo, de manera consciente asumo el riesgo porque estoy completamente convencido de que no me equivoco. ¿A qué me refiero? A que los seres humanos, todos los seres humanos, y eso te incluye a ti que estás leyendo estas líneas, llevamos un buen escritor en nuestro interior.

Que quizás está dormido, que quizás es un poco distraído, que probablemente no has identificado y, por lo tanto, no has aprovechado. De hecho, y esto es algo que también repito sin cesar, escribimos todos los días: correos electrónicos, informes de trabajo, conversaciones de mensajería instantánea, comentarios en redes sociales, en fin. Escribimos todos los días.

Lo malo es que lo hacemos de manera automática, limitada. En otras palabras, escribimos como respuesta a un impulso inconsciente, de modo que no tenemos control de lo que producimos. Por eso mismo, carecemos de un vocabulario abundante, de variedad de ángulos en nuestros escritos, de recursos que nos permitan que esos textos sean más atractivos.

Además, escribimos de temas muy limitados: aquello en lo que nos consideramos expertos y, por ende, no enfrentamos el temor de hacer el ridículo. La política, el deporte, las relaciones sentimentales y los negocios son algunas de las áreas en las que nos aprendemos dos o tres frases de combate que repetimos como un loro viejo. Y no salimos de ahí por nada del mundo.

Honestamente, y te pido que me disculpes si eres una de esas personas, me parece un gran desperdicio. ¿Por qué? Porque los seres humanos tenemos un potencial ilimitado, ¿lo sabías? Que está condicionado, sí, por el conocimiento que hemos adquirido, por las experiencias que hemos vivido, por las creencias y, de manera muy especial, por nuestros miedos y emociones.

Crees que no puedes, pero sí puedes. Solo que no lo has intentado las veces suficientes o no sabes bien cómo hacerlo. Pero, ¡sí puedes! Esta es una premisa que se aplica a cualquier actividad de la vida. Por supuesto, y esto es muy importante, que sí puedas hacerlo no significa de manera alguna que vayas a ser el mejor, el referente, o que lo asumas como una profesión.

Me explico: puedes disfrutar el tenis, si es un deporte que te llama la atención, sin necesidad de ser Roger Federer. Puedes sorprender a tu familia con algún platillo que aprendas sin tener que ser el chef Jorge Rausch. Puedes animar una reunión de amigos o de la familia si tocas unas canciones con tu guitarra sin ser Paco de Lucía o cantar como tu vocalista preferido.

Del mismo modo, puedes escribir bien sin necesidad de ser Gabriel García Márquez, o Julio Cortázar, o Mario Benedetti, o Gabriela Mistral o J.K. Rowling. Esas son las grandes ligas, a las que pertenece una élite que nació para estar allí y que, además, convirtió algo normal, como es escribir, en algo extraordinario. Muy probablemente, ese no sea lo que te interese, tu meta.

Sin embargo, y aunque no te conozca o jamás haya leído una línea escrita por ti, estoy seguro, completamente seguro, de que puedes escribir bien. ¿Esto qué significa? Que estás en capacidad de transmitir un mensaje poderoso, de impacto, inspirador y empoderador a partir de tu conocimiento, experiencias, del aprendizaje de tus errores, de tus sueños y tus miedos.

Puedes hacerlo, créeme. ¿Cómo? Requieres algunas cualidades y, en especial, desarrollar algunas habilidades. Algunas ya están dentro de ti, mientras que otras tendrás que buscarlas e incorporarlas. Lo principal es que debes establecer qué para ser un buen escritor, por un lado, y qué te hace falta, por otro. Mientras no llenes algunos vacíos, escribir será difícil para ti.

CGCopywriter

Estas son algunas de las cualidades y características de un buen escritor:

1.- Un buen conocimiento del lenguaje, la sintaxis y la gramática, entendiendo aquello de bueno como superior al promedio (y esto incluye, claro, el vocabulario)
2.- Disciplina y constancia. Si tienes la primera, pero te falta la segunda, en algún punto vas a abandonar. Escribir bien es un hábito que cultivas en la medida en que practicas más
3.- Organización y planificación. Igual que lo anterior. Olvídate de la tal inspiración, que no existe, y entiende que con un buen plan y la adecuada estrategia puedes escribir bien
4.- Capacidad para sobreponerte a los vaivenes de las emociones. Si permites que ellas te dominen, la tarea de escribir será harto difícil porque siempre tendrás una buena excusa
5.- Curiosidad y deseos de mejorar. Lo que sabes quizás te sirva para comenzar, pero solo llegarás a escribir biensi aprendes, si mejoras tu estilo, si pruebas estilos distintos
6.- Autocrítica y tolerancia. Creer que todo lo que escribes está bien no te ayudará, pero tampoco te servirá asumir que todo está mal. Recuerda: los extremos son viciosos
7.- Resistencia a la soledad. El éxito en el oficio de escritor depende de que puedas lidiar con la soledad, que es necesaria para producir mejor y, sobre todo, para activar la imaginación
8.- Paciencia (y más paciencia). No vas a escribir bien de la noche a la mañana, así que no hay más remedio que aceptar que es un proceso y que tienes que trabajar (arduamente)
9.- Creatividad. Todos somos creativos, pero no todos sabemos cómo transformar esa cualidad en buenos escritos. Está ahí, dentro de ti, pero tiene que activarla, potenciarla
10.- Saber tomar decisiones. Si vas a escribir, no puedes evitar tomar decisiones, una habilidad que distingue a los buenos del resto. Si además aciertas en tus decisiones, mucho mejor

No sé cuántas de ellas poseas; ojalá sean todas, porque esto te acortará el camino. Sin embargo, debo decirte que todas estas y otras más no son suficientes. Sí, lo siento. No mientras no tengas las dos más importantes, las que en la realidad, en la práctica, te van a permitir ser algo más que un buen escritor y, además, disfrutar de lo que haces.

¿Sabes a cuáles me refiero? Observar y escuchar. Que, valga aclararlo, son bien distintas de ver y oír. Por si no lo sabías, son las dos cualidades más escasas en la especie humana, no porque carezcamos de ellas, sino porque no las utilizamos. La mayoría de las personas se quedan en el nivel básico, ver y oír, que no les permiten percibir y apreciar lo verdaderamente valioso.

Cuando observas y escuchas, otros sentidos también se activan, como el tacto y el olfato. Y tu cerebro se pone en modo activo, despierto, dispuesto a recibir información, a experimentar nuevas sensaciones. Y, lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Se conecta con tu corazón para que él complete el equipo. ¿Cómo? A través de las emociones, las que aportan el color y el sabor.

Cuanto más desarrolles las habilidades de observar y escuchar, más activa será tu imaginación. Cuanto más activa esté tu imaginación, más podrás apreciar los detalles que hay alrededor, aquellos que para la mayoría pasan inadvertidos, los significativos. Cuanto más observas y escuchas, más y mejor información vas a incorporar, más y mejor será lo que puedes escribir.

Observar y escuchar con atención te permiten ir al fondo, a lo importante, sin distraerte en lo superficial. Además, te brinda argumentos para analizar la situación, para entenderla, para forjarte una opinión sustentada y estás en modo aprendizaje permanentemente. Y, por si esto fuera poco, te permite mantener prudente distancia sobre los hechos para analizarlos.

Observar y escuchar con atención es el paso inevitable para descubrir lo que otros no perciben y encontrar la solución adecuada al problema más complejo. Observar y escuchar te permite establecer un sólido vínculo de empatía con otros, con tu entorno, al tiempo que genera confianza y, algo crucial, te da la posibilidad de transmitir un mensaje asertivo, de impacto.

Hay un buen escritor dentro de ti, uno capaz de ayudar a otros con tu conocimiento, con tus experiencias, con tus sueños y a pesar de tus miedos. Si quieres descubrirlo, si quieres activarlo, debes desarrollar las habilidades de la observación y de la escucha. Ellas serán tus mejores aliadas, tus grandes amigas, tus confidentes, las musasmás poderosas…

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