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¿Quieres ser el elegido o más bien dejas que otros decidan por ti?

La vida es una elección. De la primera no fuiste consciente, pero eres fruto de ese resultado. ¿La recuerdas? Cuando ganaste la carrera, cuando fuiste el espermatozoide más rápido. El destino te eligió y te dio la posibilidad de elegir. Y nos pasamos la vida entera tomando decisiones, eligiendo, aunque la mayoría de las veces lo hacemos de manera inconsciente.

Es decir, de manera reactiva: reaccionamos a un estímulo, principalmente emocional, con una respuesta aprendida. ¿Por ejemplo? Gritamos cuando nos asustan o cuando en medio de la noche le damos una patada a un mueble. Lloramos cuando algo nos conmueve, bien sea positivo o negativo. Vociferamos cuando, en la calle, alguien nos tira el carro encima…

Es algo que experimentamos todos los días sin excepción. Y que, también, es el punto de origen de la mayoría de los problemas a los que nos enfrentamos cotidianamente. Lo hacemos porque así lo aprendimos, porque todo el mundo lo hace, porque no deseamos que nos vean como algo diferente. Reacciones aprendidas y automáticas no son una elección.

Esta capacidad, la de razonar, analizar y, luego, decidir, elegir, es lo que nos distingue a los seres humanos del resto de especies. La que nos convierte en la especie superior. A pesar de que actuamos en contravía de ese principio, de que reaccionamos como las otras especies, de modo instintivo. Una capacidad que, además, nos distingue a unos humanos de los otros.

Si bien siempre fue así, hoy es algo más importante. ¿A qué me refiero? A que las personas que ejercen mayor influencia sobre las demás, las que se convierten en un modelo digno de imitar, las que inspiran a otras, son aquellas que aprovechan la habilidad de elegir. Y que, claro, la saben expresar a través de sus mensajes, los que consumen y los que emiten.

Porque, no lo olvides, los seres humanos solo podemos dar aquello que ya está dentro de nosotros, lo que recibimos y procesamos. El problema, porque siempre hay un problema, es que lo que consumimos no es lo adecuado. Menos en estos tiempos de fake-news, de una insoportable infoxicación, de manipulación, de verdades a medias y mentiras descaradas…

Todos, sin querer queriendo, somos víctimas de ese fenómeno. ¿O quién no ha caído en la trampa de una ‘noticia’que vio en redes sociales y al final descubrió que era un bulo? Nadie puede decir que está libre de culpa, pues hasta figuras reconocidas, políticos, consumieron y, lo peor, replicaron especies tóxicas que, a la postre, las llevaron a hacer el ridículo.

Una de las tareas básicas del oficio del periodismo es aquella de mantenerse bien informado. Sobre todo, en lo relacionado con aquella área en la que te desempeñas, tu especialidad. Eso, sin embargo, no implica que puedas hacer caso omiso del resto, porque una de las características que distingue al buen comunicador es aquella de saber un poquito de todo.

Era una tarea sencilla en otros tiempos, cuando no había internet, no había redes sociales y, en especial, no había infoxicación (hoy alimentada con inteligencia artificial). Además, dado que la competencia no era tan grande, feroz y despiadada como la de ahora, la información que obtenías de los medios era bastante confiable. Hoy, esa es, sin duda, la excepción.

Y no solo eso: es tal el caudal de información, tantos los canales a través de los cuales somos sometidos a un incesante e inclemente bombardeo, que es prácticamente imposible no ser una víctima, resistirse a él. Por eso, justamente por eso, es tan importante que aprendamos, cultivemos y, sobre todo, pongamos en práctica aquella valiosa habilidad de saber elegir.

Desde mi juventud, fui un gran oyente de la radio. Música, deporte y noticias, principalmente. Durante años, una radio (o un walkman) fueron mi compañía, inclusive cuando salía de casa. Más cuando comencé a trabajar, porque estar ya no era una elección, sino una necesidad. Hoy, sin embargo, es poco o nada lo que escucho radio. Y lo extraño, lo echo de menos…

Es que ya no hay emisoras de música, solo reguetón o eso que dicen es vallenato, pero solo es reguetón con acordeón. Y no hay deporte, porque ahora los programas son solo vulgares discusiones entre figuritas ególatras que no tiene empacho en demostrar su ignorancia. ¿Y las noticias? Ya no hay, tampoco, porque ya no hay periodistas: todos se volvieron militantes

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De los que promueven lo que al dueño del medio le interesa, lo que favorece sus aspiraciones económicas o ideológicas. Los periodistas de antes hoy son patéticos influencers o activistas que defienden a ultranza una causa que, para colmo, es ajena. Encontrar buena información, veraz, fiel, con contexto, con responsabilidad, es hallar una aguja en un pajar.

Por eso, justamente por eso, el mundo necesita hoy otras voces, más voces. Y no solo en lo que a periodismo se refiere, sino también a los generadores de contenidos que los seres humanos consumimos habitualmente. Voces que no estén contaminadas, no que militen en uno y otro partido o grupo económico, que se atrevan a ser diferentes y, claro, auténticas.

Voces que, en especial, permitan que las audiencias, independientemente de los canales o de los formatos, tengan la posibilidad de elegir. No por descarte, no porque ‘no hay más’, sino porque les gusta, porque lo que eligieron las nutre, las educa, las entretiene y, sobre todo, las inspira. Sí, que las invita a reflexionar, a construir su mejor versión, una de impacto.

Positivo, por supuesto. Esa, mi querido amigo que lees estas líneas, es la tarea que nos ha sido encomendada no solo a los creadores de contenido, sino a los seres humanos de bien. No se necesita haber estudiado Comunicación Social o ser periodista o trabajar para un medio de comunicación. Basta tener una voz propia y, sobre todo, anhelar un mundo mejor.

Cuando tú entras al supermercado, más allá de que llevas una lista de las provisiones que necesitas, estás en modo elección. Es decir, no siempre tienes que elegir la misma marca, no siempre debes elegir lo más económico, no siempre debes elegir lo que otros llevan. Ten en cuenta que los gustos, las necesidades y las prioridades cambian todo el tiempo.

En la juventud, quizás, ibas a comprar refrescos o bebidas alcohólicas, hoy eliges infusiones naturales que puedes disolver en agua. Antes ibas directo a la sección de los ultraprocesados y ahora, casi sin querer queriendo, vas a donde están las verduras, las frutas, las hortalizas, y te das gusto eligiendo lo que está más fresco. Te das algún gustito, sí, pero con moderación.

Mientras recorres los pasillos del supermercado, observas a otros clientes y ves lo que eligen: lo dañino, por encima de lo sano; lo que está de moda (y es más costoso) por delante de lo básico o lo que vieron en la televisión o lo que promovió su influencer preferido, más allá de que no lo requieren, de que no es una prioridad y de que tampoco suple una necesidad.

En resumen, hay mucho de dónde elegir y cada uno toma lo que considera que requiere o lo que más le gusta. Y está bien, de eso se trata la vida. Por eso, precisamente, repito, es crucial que personas como tú, con tu conocimiento, con tus experiencias, con tus aprendizajes, con tus sueños, con tus valores y principios, te des la oportunidad de ser la elección del mercado.

La infoxicación, los bulos, las fake-news, los patéticos influencers y la pornobasura no son fruto de la casualidad. Surgieron y tomaron vuelo porque las audiencias lo permitieron, porque las audiencias las eligieron (y lo siguen haciendo). Y, sobre todo, porque los creadores de contenido de calidad, el positivo, el constructivo, el inspirador, brillan por su ausencia.

Hoy, en la era de la tecnología, en la era de la comunicación, en la era de la información, contamos con las herramientas, los recursos, los canales y el conocimiento que ninguna de las generaciones anteriores disfrutó. ¡Somos unos privilegiados!, y no nos damos cuenta. O, peor, no nos importa y, por eso, elegimos mal, optamos por consumir lo que nos hace daño.

Con frecuencia, clientes y amigos me preguntan si es difícil trabajar hoy cuando existe tanta competencia. Mi respuesta es siempre la misma: “lo malo no es que haya mucha competencia porque siempre la hubo. Lo malo es que sea mala competencia, basura, infoxicación, la feria del yo. Lo malo es que no hay periodistas, sino hinchas y militantes”.

¡Ojalá hubiera buena competencia!, porque esta es la que te exige, la que te obliga a prepararte mejor, a estar más informado, a desarrollar nuevas habilidades. La que no te deja entrar en tu zona de confort, la que te reta; aquella con la que puedes establecer alianzas y lazos de colaboración que redunden en beneficio de las audiencias. ¡Buena competencia!

No importa si eres abogado, contador, médico, arquitecto o diseñador; no importa si eres un empresario, dueño de un negocio o un profesional independiente. Lo que importa es que seas consciente de que eres único, irrepetible, y de que el mundo necesita tu voz, quiere escuchar tu voz. Una voz que le permita elegir la opción buena y dejar de lado la basura que abunda.

No importa si escribes, si grabas videos, si lanzas un pódcast, si compartes contenidos en las redes sociales… ¡no importa! Lo que sí importa es que honres el invaluable privilegio que te fue concedido como ser humano: aquel de generar un impacto en la vida de otros. Tú eliges cuál quieres que sea. Por supuesto, lo que recibas estará determinado por lo que entregas…

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La trampa de la segmentación por edad al definir tu avatar

Hace 5 años, en agosto de 2019, llevábamos una vida que, lo creíamos, era feliz. Lejos estábamos de imaginar lo que el destino nos tenía preparado, una suerte de jugada macabra. Hoy, recordamos esos momentos con nostalgia, a sabiendas de las cicatrices que quedaron en el cuerpo y en el alma después de sufrir la pandemia provocada por el COVID-19.

Éramos completamente libres, o eso creíamos. Y pensábamos que teníamos el control de la vida, sin darnos cuenta de que, en últimas, somos las marionetas de esta incierta obra que es la vida. Y que, en consecuencia, estamos sujetos a lo que el caprichoso titiritero decida. Al mirar el espejo retrovisor, nos damos cuenta de que somos distintos, somos otras personas.

Esa es una realidad irrefutable de la vida. Sin embargo, sería un error creer que esos drásticos cambios se producen únicamente cuando nos enfrentamos a algo trágico, como la pandemia. En la dinámica de la vida, esos parteaguas se dan también, por ejemplo, cuando pasamos del colegio a la universidad, cuando nos casamos, cuando tenemos nuestro primer hijo…

Son momentos que marcan un antes y un después. Que nos obligan a cambiar hábitos, a asumir nuevas responsabilidades, a dejar atrás comportamientos que eran normales. Que nos enseñan que estamos en modo aprendizaje todo el tiempo y que la habilidad de vida más valiosa es, precisamente, la capacidad para aceptar los cambios y adaptarnos a ellos.

Hoy, producto de esa y otras tantas vivencias, somos otras personas. Extrañamos a los que se fueron, quizás somos más conscientes de la importancia de la salud mental o de la ayuda que requerimos o de la que podemos brindar a otros. Es probable que comamos más saludable y que nuestras prioridades sean otras, que nos preocupemos menos por lo material.

Lo que quiero que no pierdas de vista es que las personas cambiamos continuamente. Por múltiples razones. A veces, cambios imperceptibles; a veces, drásticos. De una forma sencilla, como que hoy ya no nos gusta aquello que hace un tiempo era, por ejemplo, nuestro alimento preferido. Y, en especial, cambian las prioridades, las necesidades, los deseos y los sueños.

Es algo que todos vivimos y ¿todos sabemos? Lo sabemos porque lo vivimos, pero no le damos la importancia que requiere y lo guardamos en el baúl de los recuerdos. Hasta que la vida, en su infinita sabiduría, nos lo recuerda: nos enfrenta a una situación similar (o a la misma) para que entendamos que cambia, todo cambia. Cada vez que se repite, la dificultad se incrementa.

Como estratega de marketing de contenidos que ayuda a empresarios, emprendedores y profesionales independientes a construir un mensaje de poder, esta es una situación a la que me enfrento con frecuencia. ¿Cómo? Cuando les pregunto acerca de su avatar, el perfil de su cliente ideal. La verdad es que, si tienen alguna definición, esta dista de ser la ideal.

¿Por qué? Básicamente, porque está hecha a partir de las plantillas que pululan en internet y que se enfocan en los datos demográficos. Una fórmula que funcionó en el pasado, en el siglo pasado, cuando el mercado era distinto (no olvides que cambia, todo cambia). Sin embargo, hoy, y no solo como consecuencia de la revolución tecnológica, ese modelo está caduco.

El principal error inducido por esas plantillas es la segmentación por edad. “Mi avatar es una mujer de entre 35 y 50 años”, escucho con frecuencia. ¿Percibes el grave problema? Para una mujer, para la mayoría de las mujeres, entre los 35 y los 50 años ¡hay una vida de diferencia! Es decir, son tantas las experiencias, los aprendizajes, que son una persona muy distinta.

El concepto de segmentación es muy sencillo de aprender, aunque en la práctica se convierte en un obstáculo. Segmentación es, por ejemplo, partir tu torta de cumpleaños y compartirla con tu familia. Una tajada, un trozo, un segmento para cada uno. O cuando determinas la rutina de tu día: un tiempo (segmento) para comer, hacer ejercicio, trabajar, descansar…

¿Cuál es, entonces, el problema con ese tipo de segmentación por edad? Regresemos al ejemplo de la mujer. A los 35 años, quizás, es madre de niños en edad escolar, trabaja de tiempo completo, es esposa y ama de casa. Su vida social se restringe a las reuniones con los compañeros de trabajo y a las celebraciones familiares. Su agenda diaria está copada.

A esa edad, esa persona posterga otros sueños, otros anhelos, como viajar, practicar algún deporte o estudiar o desarrollar nuevas habilidades. ¡El tiempo no da, no alcanza! Por ende, sus necesidades, sus prioridades, están estrechamente ligadas a lo básico, a lo requerido en el día a día y, también, en función de su entorno cercano, de su pareja y de sus hijos.

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A los 40 años, esa mujer tiene mayores responsabilidades en el trabajo, producto del ascenso que recibió por su gran desempeño. Su jornada laboral se extendió y ahora también debe ocuparse del trabajo aun durante los fines de semana. Sus hijos son adolescentes y una preocupación es el inminente ingreso a la universidad. ¿Vida social?“¿Eso qué es?”, pregunta.

A los 45 años, con los hijos en la universidad, le preocupa que ahora casi no los ve, no comparte con ellos, y siente que “los estoy perdiendo”. El trabajo se ha convertido en una pesada carga que, con el paso del tiempo, es menos agradable. Comienza a pensar que “ya es tarde para…” y, entonces, renuncia a algunos sueños y se conforma con lo que ya tiene.

A los 50 años, la idea del retiro da vueltas por su cabeza. Hace cuentas de qué hace falta para pensionarse y empieza a elaborar planes. El mayor de sus hijos acaba de convertirla en una abuela alcahueta y ahora su principal preocupación es encontrar tiempo libre para disfrutar de su nieta. También debe enfrentar algunos de los achaques propios de la edad madura.

¿Cómo te parece esa cronología? ¿Estás de acuerdo? Cada caso es único, pero mencioné las generalidades. Lo importante, sin embargo, es que entiendas que esa mujer, llamémosla María José, era una a los 35 años y es otra, distinta, a los 50. No mejor, no peor, solo distinta. Distintas prioridades, distintos hábitos, distintas motivaciones, distintas necesidades…

Entonces, a la hora de definir tu avatar, el perfil de tu cliente ideal, no puedes cometer ese común y grave error de realizar una segmentación por edad tan amplia. Si sabemos que 5 años “son toda una vida”, piensa en lo que significan 15 años, o 20. Y tu cliente ideal, no lo olvides, es alguien común y corriente que experimenta estos cambios, que se vuelve otra persona.

Caer en esta trampa de la mala segmentación por edad es muy fácil. Entre otras razones, porque es inducida por el mercado, que nos habla del marketing generacional. Lo que quizás se nos olvida es que entre una generación y otra hay, cuando menos, 10 años de distancia. Los baby boomers, por ejemplo, son personas que nacieron entre 1946 y 1964 (diferencia: 18 años).

Un baby boomer nacido en 1946 es distinto de otro que nació en 1964. O un milenial que nació en 1981 y otro que lo hizo en 1996 (es decir, 15 años de diferencia). Así, por ejemplo, el primer milenial ya estaba en la universidad en el año 2000, mientras que el segundo quizás acababa de ingresar al colegio. Son parte de la misma generación, pero son personas muy distintas.

Por supuesto, no hay fórmulas mágicas o perfectas. Además, porque los límites de la segmentación por edad varían en función del producto o del servicio que ofreces. O de la industria en la que trabajes. Y la segmentación por edad es más o menos importante, relevante, según tu especialidad: más, si eres médico o entrenador personal; menos si eres contador.

¿Entiendes? En mi caso, por ejemplo, utilizo la segmentación por edad para filtrar a mis clientes potenciales. ¿Cómo lo hago? Primero, no trabajo con menores de edad, mis cursos y asesorías no están diseñados para ellos. Segundo, en función del producto o servicio que esa persona en particular me solicite, verifico que posea los conocimientos mínimos requeridos.

Y el conocimiento, lo sabemos, requiere tiempo (más edad). No quiere decir, por ejemplo, que un niño o un adolescente no puede aprender sobre storytelling, pero probablemente lo que le voy a enseñar no se ajusta a sus necesidades o posibilidades. Tampoco trabajo con jóvenes cuya prioridad de vida sea ganar dinero de manera fácil, sin esfuerzo y, sobre todo, rápida.

¿Por qué? Porque la creación de contenidos, en especial por escrito, implica un proceso, un aprendizaje que toma tiempo y, sobre todo, práctica, mucha práctica. Entonces, quienes piden resultados inmediatos, fórmulas mágicas,libretos perfectos; quienes son impacientes y son dados a saltarse los pasos, un hábito principalmente de los jóvenes, no son mi cliente ideal.

Conclusión: no hay verdades sentadas, pero sí hay recomendaciones que vale la pena tener en cuenta para no caer en la trampa del error inducido. Mi sugerencia es que cuando utilices la segmentación por edad los lapsos no superen los 3-5 años, para que los comportamientos y los hábitos sean más parecidos, para que los datos sean más precisos. ¿La clave? Prueba y valida.

Algo más: no des nada por hecho. No asumas aquello de “todas las mujeres…”, de “todos los hombres…”, de “todos los jóvenes…”, porque no es así. Tampoco caigas en la trampa de creer que las demás personas son como tú, o que los jóvenes son como tus hijos, o que los nuevos clientes son como los que tuviste en el pasado. Recuerda: cambia, todo cambia…

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¿Y qué tal si el próximo pódcast de éxito es el tuyo?

En 1886, Heinrich Rudolf Hertz realizó un experimento que demostró que era posible la transferencia de energía utilizando una corriente alterna de alto voltaje. Se producía una chispa entre dos bolas de metal que derivaba en una radiación electromagnética, que se detectaba mediante un aro con una abertura. Sin saberlo, había logrado algo extraordinario.

Tal experimento no tuvo trascendencia, al punto que el transmisor utilizado fue arrumado en el rincón de un depósito en una universidad alemana. Era el segundo paso de una apasionante historia que comenzó en 1865, cuando el físico escocés James Clerk Maxwell afirmó que era posible generar ondas electromagnéticas que se propagaran a la velocidad de la luz.

A la tercera, sin embargo, fue la vencida. En 1896, el ingeniero eléctrico italiano Guillermo Marconi le encontró una aplicación práctica a la teoría surgida del experimento de Hertz. Es lo que se considera la invención de la radio, aunque hay quienes le atribuyen este hecho a Nikola Tesla. Marconi logró una transmisión marítima, al enviar una señal a 30 km de distancia.

Este hecho significó que, a partir de entonces, los barcos fueron dotados con transmisores inalámbricos creados por Marconi. Aquellos, los primeros, transmitían en código Morse. Fue en 1906 cuando se realizó la primera transmisión radiofónica tal y como hoy la conocemos. El responsable fue Reginald Aubrey Fessenden y fue un saludo durante la noche de Navidad.

Se realizó mediante una antena de 128 metros de altura, instalada por la compañía americana National Electric Signaling. Lo curioso fue que este hecho pasó prácticamente inadvertido hasta que en 1950 el físico estadounidense Lee De Forest inventó el triodo, un componente electrónico que permitió la transmisión de música y voz con una fidelidad “aceptable”.

Durante la primera mitad del siglo XX se produjeron significativos avances tecnológicos. Por ejemplo, el altavoz, la posibilidad de cambiar el dial y la primera radio portátil. La creó el estadounidense John M. Stone y pesaba 10 kilos; además, valía 180 dólares, una fortuna para la época (1922). Lo mejor, lo que permitió la masificación, estaba por venir y llegó a mediados del siglo.

Tres ingenieros de la compañía estadounidense Bell, John Bardeen, Walter Brattain y William Shockley, crearon el primer radio transistor. ¿Lo mejor? El tamaño, gracias a que se eliminaron las grandes y pesadas lámparas de las radios de mesa. Fue el comienzo de la edad de oro de la radio, un aparato que se volvió indispensable en los hogares, en la mejor compañía de todos.

A comienzos del siglo XXI, por cuenta de la irrupción de internet, muchos vaticinaron el fin de la radio. Se lo consideraba el más débil de los medios convencionales, pero demostró ser muy fuerte. No solo porque supo adaptarse al reto digital, sino porque, además, se fortaleció en ese nuevo ecosistema. Mantuvo sus características y fortalezas y pudo llegar a nuevas audiencias.

La resiliencia de la radio, así como el arraigo en la cultura popular, le permitieron superar ese escollo. Lo que la mayoría desconoce es que la radio fue el invento que revolucionó la forma en que se realizaban las comunicaciones humanas y la semilla que germinó más tarde en otras tecnologías maravillosas. ¿Cuáles? La televisión, el radar y el internet inalámbrico.

Ahora, no solo existe la radio en línea, sino que el audio se reinventó en un formato que poco a poco gana adeptos. ¿Sabes cuál es? El pódcast. Si bien la esencia de la radio siempre fue la inmediatez, hay una segunda razón por la que se ganó el corazón de las personas: porque es, como decía el eslogan de una cadena radial colombiana, “la mejor compañía”.

El pódcast, además de cumplir con esta premisa básica, es algo así como ‘radio por demanda’, como un streaming de la voz. Algunas de las fortalezas de la radio, como la capacidad para contar historias (Oh, las radionovelas, ¡qué maravilla!), informar y entretener, se mantienen en este nuevo formato, con una característica especial: hay un pódcast para cada gusto.

Es decir, cuando sintonizas una emisora específica estás sujeto a la programación establecida por el equipo que la dirige. En el caso del pódcast, mientras, entras a tu aplicación preferida, buscas el tema de tu interés y… ¡voila!Encuentras una variedad de opciones, incluidos temas como la salud mental o marketing y negocios, que no suelen escucharse en la radio tradicional.

Esta, llamémosla ‘segunda juventud’ de la radio, ha generado un fenómeno al punto que los expertos del mundo digital se atreven a predecir que el audio, en cualquier modalidad, es “el formato digital del futuro”. Me atrevería a decir que ese “futuro” ya está acá, aunque las cifras nos demuestran que, por fortuna, es mucho lo que el audio puede crecer en el entorno digital.

El Global Digital Report 2024, de las consultoras WeAreSocial y Meltwater, nos ofrece una variedad de cifras muy interesantes. Veamos algunas ilustrativas:

1.- El 62,0 % de los internautas entre 16 y 64 años utiliza la conexión de internet para consumir algún pódcast

2.- El principal uso de internet es la consulta de las redes sociales (93,2 %)

3.- El video tiene un lugar de privilegio en las preferencias: el 88,8 % ve televisión en línea y el 76,6 % ve streaming y tv por demanda

4.- Junto con el entretenimiento, la búsqueda de información es un objetivo primordial: el 68,0 % de los internautas lee noticias en línea y el 62,1 % consulta los canales digitales de medios convencionales

5.- El 66,1 % escucha radio en línea y el 64,9 % escucha música en plataformas de streaming

A primera vista, da la impresión de que el audio es un formato rezagado, pero la realidad es distinta. En especial después de la pandemia, ha recuperado terreno y las proyecciones nos indican que en los próximos años escalará varias posiciones. Una tarea en la que el pódcast, sin duda, será protagonista porque cada día suma adeptos y se crean nuevas alternativas.

Según el informe, en promedio una persona pasa 6 h 40 m al día conectado a internet, es decir, al menos la mitad del tiempo que permanece despierta. Sin embargo, dedica solo 49 minutos a escuchar pódcast y 50 minutos a oír radio. De nuevo: lo que vemos es tan solo la punta del iceberg, porque el audio en sus diferentes formatos avanza con rapidez y con consistencia.

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Las estadísticas relacionadas con el audio en línea, según el Global Digital Report, son:

1.- El 49,7 % de las personas ve o escucha videos musicales

2.- El 38,6 % escucha servicios de música en streaming

3.- El 17,9 % escucha radio en línea, principalmente programas temáticos o noticias

4.- El 20,6 % escucha algún pódcast

5.- El 17,2 % escucha audiolibros, un formato que crece con rapidez

Comparado con otros formatos, de nuevo, se antojan números bajos. Sin embargo, no se nos puede olvidar que hace solo 25 años se le aplicaron los santos óleos a la radio y no faltaron los que la declararon ‘muerta’. Además, las generaciones de los 90 y de la primera década de los 2000 prácticamente no escuchaban radio. El formato estaba en crisis y la novedad de internet le pasó por encima.

El comparativo mundial nos indica que una de cada cinco personas escucha un pódcast, el 20,6 por ciento. El país donde mayor consumo de pódcast está registrado es Brasil, con un 39,7 %. Le sigue Indonesia, con 38,2 %, mientras que México completa el podio con 36,6 %. No sé a ti, pero a mí me entusiasma saber que dos de los tres mayores consumidores son de la región.

Suráfrica, con 33,4 %, e Irlanda, con 31,8 %, completan el Top-5. Colombia, donde la cultura de la radio es muy arraigada, ocupa el octavo lugar con 29,6 %. Por arriba del promedio mundial, otros países latinos son España, decimotercero con 27,9 %, y Chile, vigésimo segundo, con 23,4 %. Como ves, el avance ha sido significativo, aunque por fortuna el techo está muy lejos.

Un dato interesante es que el nivel de audiencia de los pódcast es similar en todos los grupos de edades. Las que más escuchan son las mujeres entre 16-24 años, con el 23,6 %, mientras que entre los hombres de 35-44 años llega al 21,1 %. Los mayores de 45 años nos ofrecen cifras que están por debajo del 20 % y son los hombres entre 55-64 años los que menos los consumen (14,3 %).

Algo más: de acuerdo con los datos de la plataforma Spotify, una de las más populares para escuchar música por demanda y pódcast, cuatro de los 20 pódcast más escuchados en 2023 fueron en español. Relatos de la noche, de México, que se centra en esas historias, a veces de terror y de misterio que suceden en nuestras ciudades en la oscuridad, ocupa el puesto 11.

Mientras, el 12 es para Caso 63, de Chile, cuyo enfoque es contar historias de ciencia ficción, que se da como una extensión de las apasionantes radionovelas de antaño. El siguiente lugar, el 13, es para Psicología al desnudo, relacionado con la salud, que surgió en Argentina en la pandemia. Por último, en el 17, está El pódcast de Marián Rojas Estapé, reconocida escritora y psicóloga española.

Recapitulemos: la radio fue el primer medio de comunicación que se metió en el corazón de los seres humanos y desde entonces ha sido una gran compañía y una fuente de información, entretenimiento y, a veces, de educación. Es un formato amable, apto para todos los públicos y que ha demostrado tanto una gran resiliencia como una capacidad para adaptarse.

Sé que producir contenido escrito resulta intimidante para la mayoría y sé también que demanda tiempo, disciplina, preparación y constancia. Y no todos reunimos esas condiciones. Sé que a muchos no les gusta aparecer en cámara y tampoco se animan a aprender de edición de videos, inclusive a través de las múltiples herramientas (app) que están disponibles hoy.

Entonces, queda otra opción: el formato audio, el pódcast. Es más amigable, requieres menos herramientas, lo puedes hacer en vivo o grabado, el contenido y la duración de cada episodio son flexibles y, esto importante, se puede monetizar. Algo más: sin duda, el audio es el formato del futuro próximo, dado que se puede consumir fácilmente, inclusive mientras haces otras cosas.

Moraleja: por un lado, estoy completamente seguro de que, en virtud de tu conocimiento, de tus experiencias y del aprendizaje de tus errores, es mucho lo que puedes aportar. Es mucho lo que puedes ayudar a otros. Es grande el legado que puedes dejar. Recuerda que “lo que no se comparte, no se disfruta”, así que quizás crear un pódcast sea el camino para hacer realidad tus sueños.

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La IA desveló el secreto del éxito de las historias de impacto

“Érase una vez…”. Cada vez que escuchamos estas tres palabras, nuestra mente se transporta, nos transporta. Muy probablemente a la niñez, cuando nuestros padres leían un cuento o nos contaban un relato a la espera de que nos quedáramos dormidos. Momentos que, sin duda, están ligados a recuerdos felices, a una época inolvidable de la vida.

Conozco médicos pediatras que les recomiendan a las mujeres embarazadas contar una historia feliz en voz alta cuando su bebé está inquieto en el vientre. Otros sugieren que se usen melodías suaves, tranquilas, armónicas (sin estridencias, nada de reguetón), que producen el mismo efecto: transmiten un mensaje que el bebé capta y disfruta.

Lo increíble, el dato que a veces pasamos por alto, es que estamos hechos de historias. O, dicho de otra manera, el ser humano y las historias son una unidad indivisible: no podemos vivir sin las historias. Es a través de ellas que comprendemos la realidad, que lidiamos con ella, y son también el canal que nos permite vincularnos con los demás, con el entorno.

Recientes investigaciones acerca del poder y del impacto de las historias en los seres humanos lograron establecer algunas teorías apasionantes. Una de ellas asegura que cuando el Homo sapiens se encontraba en pleno proceso de evolución, ya utilizaba las historias para compartir sus experiencias, en especial las aventuras de cacería.

No solo porque era una actividad básica de aquellos tiempos, sino porque… ¡brindaba estatus en la comunidad, en su tribu! Es decir, no todos eran cazadores, no todos eran buenos cazadores y, lo imaginarás, no todos podían contar el cuento al final de la cacería. Ese era un privilegio reservado para los mejores, para los vencedores, para una élite.

Contar esas historias, además, era una cuestión de supervivencia. En aquellos tiempos, el entorno no era propiamente gentil con el hombre, que dedicaba sus días prácticamente a dos tareas. La primera, conseguir alimento, para lo cual debía salir a cazar, exponiéndose a ser él la presa de un depredador; la segunda, sobrevivir, por lo que debía luchar contra múltiples fieras.

Entonces, más allá de relatar eventuales actos heroicos, y regocijarse con ellos, contar las historias de sus aventuras de caza también cumplía el objetivo de enseñar a otros, a las nuevas generaciones, cómo ganar, cómo sobrevivir. Las historias encerraban la información que se requería para enfrentar ese mundo exterior hostil con alguna probabilidad de éxito.

Más adelante, cuando ya las demás especies habían dejado de ser una amenaza inminente, el hombre comenzó a contar otro tipo de historias. ¿Cuáles? Compartió sus experiencias en el formato de los problemas que había encontrado y cómo los había resuelto. Tras esos relatos también había un interés ególatra, que lo enaltecía y lo hacía diferente del resto.

¿Por qué? Porque se asumía que ‘solo los más inteligentes, los resolutivos, los valientes’, podían enfrentar los problemas y resolverlos satisfactoriamente. Eran, por supuesto, los líderes de las manadas, los que tomaban las decisiones, los que decían la última palabra. A ellos se los consideraba más inteligentes y se los veía con una singular reverencia.

Sin embargo, de manera casual, “sin querer queriendo” como diría el Chavo del 8, hallaron la estructura ideal para escribir historias de impacto. Que no es, como algunos pregonan, “una fórmula mágica” o “un don exclusivo concedido a unos pocos” o “un libreto perfecto”. Se trata de una guía, de un modelo que puede ser adaptado en función de las necesidades.

¿Cuál fue ese genial descubrimiento? Establecer que el formato de resolución de problemas es el núcleo de la estructura de la historia. A partir de las historias, el Homo sapiens aprendió a resolver problemas que le garantizaron la subsistencia. ¡Eureka! Una realidad que hoy, miles de años después, permanece vigente aunque las circunstancias, claro, son muy distintas.

A través del relato, del storytelling, la audiencia puede conectar con el cerebro del contador de la historia y convertirse en protagonista de esta. A la vez, el contador entra en el corazón de cada persona de la audiencia y genera un impacto con su mensaje. Le enseña cómo resolvió el problema, despierta su héroe interno y lo empodera para que actúe.

Ten en cuenta que era una época en la que no había medios o canales de comunicación y, mucho menos, internet o redes sociales. Épocas en las que la única forma de compartir y de transmitir el conocimiento adquirido a partir de las experiencias era contar historias. Ese, precisamente, es el valor de una buena historia, que hoy también sigue vigente

Recientemente, utilizando la inteligencia artificial, investigadores se dieron a la tarea de tratar de determinar cuál es la estructura oculta de las historias memorables y por qué está tan arraigada en nuestro cerebro. Analizaron miles de películas de cine y televisión, libros (novelas, en especial) y muchos videos. Un reto, sin duda, interesante y muy apasionante.

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De acuerdo con estos estudios, las historias que mejor funcionan son aquellas que explican claramente el problema al que se enfrenta el protagonista, muestran el contexto en detalle, exploran las opciones que una persona común consideraría para resolverlo y, por último, nos brindan la solución. Un ingrediente más: nos dicen qué alternativa no funciona.

La respuesta corta, la simple, es que se trata de la estructura de resolución de problemas. Que, en últimas, es lo que todos los seres humanos anhelamos, solucionar los problemas que nos aquejan, los que nos restan tranquilidad, los que consumen nuestra energía y minan la salud. Buscamos respuestas, certezas, y las buenas historias las proporcionan.

La premisa es sencilla: el mercado (las personas) tiene un problema. Quienes ya recorrieron ese camino y acreditan la experiencia, quienes ya solucionaron el problema, exploran sus vivencias, intuyen la solución y, una vez la tengan, crean una historia y la comparten con el resto, con el mundo. Punto final, fin de la historia. Cae el telón y se escuchan los aplausos.

Aunque se antoje demasiado elemental, esa es la estructura tras bambalinas del éxito de la mayoría, casi todas, las historias de impacto a través de los tiempos. En radio, cine, televisión o cualquier formato digital; en cualquier género, en cualquier época. Lo increíble, lo que hoy muchos pasan por alto, es que siempre fue así, las historias se contaron siempre así.

Lo que las investigaciones han establecido es que las historias son un método efectivo para entrar en la mente (cerebro) de alguien y ver cómo ayudarlo a solucionar sus problemas. En otras palabras, una buena historia es, simplemente, un modelo de aprendizaje. Inteligencia natural poderosa, gratuita, generosa. Que, no sobra decirlo, está al alcance de cualquiera.

Ahora, regresemos a la era del Homo sapiens, a las cavernas. El hombre no era la especie más fuerte, tampoco era la más rápida, lo que lo convertía en un blanco fácil, en un objetivo vulnerable. Sin embargo, ¡fue la única especie que logró sobrevivir! ¿Cómo lo hizo? Gracias a su capacidad para resolver los problemas que se le presentaban, para adaptarse a ellos.

Eso le permitió evitar la extinción que borró del planeta a los que eran más fuertes, a los más rápidos. Y la historia nos ofrece mil y uno capítulos similares, mil y una películas parecidas: países que se levantaron tras ser arrasados en la guerra o los que se sobrepusieron a las tragedias naturales. Las historias contadas por los sobrevivientes mantuvieron vivo el fuego de la vida.

Regresemos al presente: desde la irrupción de internet, hace 30 años, y con eventos como la pandemia provocada por el COVID-19 de por medio, millones de empresas y negocios se extinguieron. Como los dinosaurios, como los depredadores a los que tanto temía el Homo sapiens. Empresas y negocios grandes y pequeños, de todas las industrias, fueron incapaces de sobrevivir.

Otros miles, en cambio, se salvaron. Aunque eran más frágiles, aunque también fueron golpeados con dureza, sobrevivieron. Si bien cada caso es particular, y único, al revisar es posible establecer que estos negocios tenían una conexión con el mercado, con sus clientes. Eran parte importante de su vida y fue precisamente la fidelidad de estos lo que los salvó.

Hoy, tristemente, muchas empresas, negocios y profesionales independientes son parte de la infoxicación de los canales digitales. Más de lo mismo, la repetición de la repetidera, la feria del copy + paste… No trascienden, no conectan, no venden y, por ende, están condenados a desaparecer. Irremediablemente, se extinguirán porque no sabrán resolver sus problemas.

Si le consultas a Mr. Google acerca de la estructura del storytelling, de las historias de impacto, te llevará bien al Viaje del héroe, que no se aplica a todas las historias, o a la más popular: introducción, desarrollo y desenlace(algunas incluyen el contexto como segundo elemento y otras, la moraleja al final). Esta, sin embargo, tropieza con la misma piedra.

¿Cuál? Se concentra en los hechos, que son racionales, y se olvida de la esencia de las buenas historias, que son las emociones. Por eso, son historias efímeras, que se olvidan rápido, que no trascienden. Además, porque su estructura no les permite cumplir con el propósito fundamental de las historias de impacto: ¡sí!, resolver los problemas de tus clientes.

Moraleja: olvídate de los hechos, de tu producto, de tu marca, de tu empresa, y concéntrate en lo único que en verdad es importante. ¿Qué? Sumérgete en las profundidades del cerebro de tu cliente y ayúdalo a encontrar la solución que requiere. Cuéntale la historia a través de la cual pueda activar el superhéroe que hay en su interior y experimentar la transformación que anhela.

Como suele ocurrir, en este tema no hay una última palabra, una única verdad. Sin embargo, ten en cuenta que esta teoría se basa en el estudio de miles de historias exitosas, analizadas por la inteligencia artificial. Y no olvides que la rueda ya fue inventada: si tantas historias de impacto siguen este patrón, sería una necedad elegir un camino diferente. ¿Tú qué opinas?

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¿Qué pasaría en tu vida si internet sufre un colapso prolongado?

La del 5 de marzo de 2024 es una fecha que no debemos olvidar tan rápido. Ese día, quizás lo recuerdas, de manera insólita se produjo un apagón mundial de prácticamente todas las redes sociales. En simultánea, Facebook, Instagram, WhatsApp y TikTok sufrieron un caída que trastornó la rutina habitual de millones de personas, en especial en América.

Muchos pensaron que se trataba de una broma de muy mal gusto, pero no tardaron en darse cuenta de que el problema era real. Lo irónico es que esa fecha se celebra el Día de la Abstinencia Digital, también conocido como de la Desconexión Digital, pero fue una simple casualidad. Fueron más de 6 horas de apagón, suficientes para generar histeria colectiva.

Ni ese día, ni en los meses siguientes, hubo una explicación valedera. Los afectados se miraron unos a otros, se acusaron unos a otros, y las autoridades guardaron prudente silencio. Inclusive, Gmail, el popular servicio de correo electrónico, experimentó problemas. La única red social ajena a esta situación fue X, que se aprovechó para sacar pecho.

Vivimos la era de la comunicación y la era de la tecnología, un momento de la historia que jamás habíamos disfrutado. Nunca hubo tantas, tan poderosas y tan variadas herramientas, que nos facilitan la vida y nos brindan posibilidades que hace pocos años eran una quimera. Sin embargo, episodios como este colapso de marzo de 2024 nos invitan a reflexionar.

¿En qué sentido? Trabajo de la mano de la tecnología desde hace más de 30 años. Comencé mi carrera como periodista escribiendo cuartillas en máquina de escribir convencional y a los pocos meses pasé al Tandy, un pequeño procesador de palabras. Después, a otro procesador más poderoso (el Atex, ¡una maravilla!), la antesala del PC (computador personal).

Hoy, para no alargar el cuento, no solo tengo una variedad de herramientas, sino que también necesito internet para realizar mi trabajo. Ingresé al mundo del trabajo remoto desde hace 15 años, mucho antes de que la pandemia lo convirtiera en una moda. Un estilo que, seguro lo sabes, se soporta en internet y se complementa y fortalece con otras herramientas y recursos.

Dada la gran cantidad de contenido que produzco (y el que he producido durante más de 20 años), todos mis archivos están alojados en la nube. Te podrás imaginar, entonces, qué sucede no cuando se produce un apagón generalizado, sino un corte en el servicio por parte de mi proveedor de internet (algo que, créelo, no es casual ni esporádico). ¡Parálisis total!

Hoy, casi todo se hace a distancia, de manera virtual y, sobre todo, con una alta dependencia de la tecnología. Baste decir que, por ejemplo, aquellos tiempos en los que el valor del oficio del periodismo radicaba en “salir a la calle y hacer reportería” (es decir, hablar en persona con los protagonistas de los hechos), son prehistoria, la era de los dinosaurios.

Hoy, gracias a la tecnología, las entrevistas se realizan por Zoom, los comunicados de prensa llegan a través de WhatsApp y los eventos deportivos se transmiten desde el estudio (cuando no desde la sala de la casa del periodista). Y lo que no se pueda hacer así, a la distancia, se ‘soluciona’ a través de las redes sociales, convertidas en ‘la fuente oficial por excelencia’.

Lo peor es que a nadie le importa, todo el mundo se siente cómodo en ese ambiente y nadie se atreve a llevar la contraria, a intentar hacerlo de otra forma. Mucho menos ‘a la antigua’, es decir, salir a la calle, estar presente en los eventos, hablar en persona con los protagonistas y luego sí aprovechar las maravillas de la tecnología para realizar el mejor trabajo posible.

Este problema, sin embargo, no es exclusivo de los medios de comunicación. De hecho, ellos fueron los últimos que se sumaron a la fiesta. Lo más preocupante es que esta modalidad se impuso en casi todos los ámbitos de la vida, en especial en las relaciones personales y en los negocios (trabajo). Yo no te pasan la carta de despido: te envían un mensaje por WhatsApp.

Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que lo hemos normalizado. Así, por ejemplo, cuando muere un familiar, los amigos ya no van a la funeraria y mucho menos al entierro: te escriben un mensaje o lo publican en redes sociales. Es lo normal, “lo que todo el mundo hace”. Y no solo eso: si te enfermas, para que los demás ‘se preocupen’ por ti debes publicarlo en las RR SS.

Recuerdo la época en la que, como cualquier hincha, iba al estadio a alentar a mi equipo. Cuando anotaba un gol, lo gritaba, lo disfrutaba, me emocionaba y terminaba abrazado con la persona del asiento de al lado (siempre iba solo). Hoy, los hinchas no celebran, sino que prenden el celular, graban la celebración de los jugadores y lo transmiten en vivo.

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¿Pagar una boleta (que no es barata) e ir al estadio para eso? No es lo mío, sin duda. Y lo mismo sucede en los conciertos: antes, cantábamos a grito herido, hasta que la voz se nos agotara, y bailábamos hasta quedar exhaustos. Hoy, de nuevo, el protagonista no es el artista con su repertorio, sino el live, la selfi, lo que se publica en redes sociales. No es lo mío, tampoco.

Desde el siglo pasado, cuando se vislumbraba un mundo en el que la tecnología iba a ser una parte fundamental de la vida cotidiana, se nos dijo que “todo va a ser mejor”. Esa era la ilusión. Sin embargo, la realidad es muy distinta: vivimos una era de la despersonalización de las relaciones, de la cosificación de las relaciones, de las situaciones y hasta de las emociones.

Por la educación que recibí de mis padres, y la influencia de personas con fuertes principios y valores, soy chapado a la antigua. No significa que reniegue de lo moderno, como la tecnología, o que sea negacionista del progreso. Para nada. Solo que todavía disfruto, y mucho, el encanto de esas conversaciones en las que mira a los ojos a tu interlocutor.

Uno de mis planes favoritos, que ya no puedo disfrutar tan seguido porque me quedé sin partners, es aquel de tomar café y conversar. Almorzar y conversar, tomar unas cervezas frías y conversar. O, simplemente, conversar. Claro, si por ahí aparece algo de la música de antes, de la de verdad, no tengo problema alguno en dejar de conversar y comenzar a cantar.

No me convertí en comunicador social por casualidad o por descarte. Examiné más opciones (Derecho, Administración de Empresas, Psicología), pero me decanté por la que, sentía (y siento), más conectada estaba con mi ser, con mi forma de ser. Por fortuna, no me equivoqué, de ahí que mi trabajo es más que un oficio: es mi pasión, mi mejor compañía.

Esa es la razón por la cual mi corazón se arruga cada vez que alguien se acerca a mí y me pide que le diga cómo puede vender más “sin tener que publicar contenido”. Las primeras veces, lo confieso, me quedaba tieso, sin palabras. Ahora puedo asimilar el golpe, pero dentro de mí las emociones se arremolinan como un huracán de categoría 5. ¡Y me quiero morir!

La realidad es que NO existe un escenario en el que sea posible vender sin antes haber creado y compartido contenido de valor. ¡NO ES POSIBLE! ¿Por qué? Porque hoy, distinto a lo que ocurrió hace 2-3 décadas, vender no es el objetivo de tu trabajo, sino consecuencia de él, de tus acciones, de tus decisiones. Y buena parte de tu trabajo es ¡crear contenidos!

¿Por qué? Porque hoy, en especial después de sucesos tan traumáticos como la pandemia causada por el COVID-19, para hacer negocios (vender) o monetizar tu conocimiento como profesional independiente primero debes establecer un vínculo de confianza y credibilidad con el mercado. No hay grises ni puntos intermedios: si no das confianza, provocas desconfianza.

Entre otras razones, porque el mercado se llenó de especies tóxicas, de depredadores, de vendehúmo, de estafadores… Y todos, alguna vez, fuimos víctimas de ellos. Confiamos en alguien que no lo merecía, en alguien (o en un negocio o una empresa) con el que no había un vínculo de confianza y credibilidad. Como se dice en la calle, dimos papaya y nos cobraron.

Ahora, regresemos al comienzo: ¿qué pasaría en tu empresa, en tu negocio, en tu trabajo como profesional independiente si un día internet colapsa? ¿Si no es cuestión de unas horas, sino de días o semanas? ¿Qué pasaría? ¿Qué sería de tus clientes? Recorderis: esto fue lo que sucedió durante la pandemia, la razón por la cual tantos negocios desaparecieron.

La tecnología es necesaria, pero secundaria. Lo realmente importante, lo valioso, lo que nos permite llamar la atención, entablar relaciones, estrechar vínculos, intercambiar beneficios y, sobre todo, dejar una huella y provocar un impacto positivo en la vida de otros es la comunicación, el mensaje que estés en capacidad de crear y compartir. ¡Esa es la verdad!

El gran secreto del éxito de los líderes más influyentes de la historia, los de antes y los de ahora, es su capacidad para comunicarse con impacto. A través de la escritura, del arte, de la música, de la palabra hablada, del baile o de la mímica. No importa cuál sea la expresión de comunicación que elijas, lo realmente importante es el contenido de tu mensaje.

Cuando logras una verdadera conexión emocional con otra persona, no hay apagón que valga, no hay distancia que valga, no hay circunstancias adversas que valgan. Siempre habrá una manera de comunicarse, de estar pendiente el uno del otro, de estrechar y fortalecer la relación, de diversificar el intercambio de beneficios. Ese, créeme, es el poder de la palabra…

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