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¿Cuánto contenido se consume antes de decidir una compra?

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¿Descubrieron el agua tibia? Parece que sí… Lo irónico es que la realidad está ahí, para que cualquiera la vea, pero la mayoría hace caso omiso de ella. Sucede en todos los ámbitos de la vida, pero con mayor incidencia en el trabajo, en el marketing. Y es una discusión que se da con frecuencia, en especial cuando las estrategias no brindan los resultados esperados.

¿A qué me refiero? Recientemente, en España se realizó una encuesta entre profesionales del sector del marketing y los datos recopilados marcan un nuevo norte. Nuevo no porque no existiera, sino porque había sido olvidado, menospreciado. El trasfondo es la efectividad de las campañas de marketing, que siempre están bajo la presión de superar resultados, de crecer, de ganar más…

Tanto las agencias de marketing como las empresas, de cualquier sector, de cualquier tamaño, están inmersas en el frenesí de la competencia. Feroz, canibalesca, despiadada, sin respiro. Es porque eligen caminar al vaivén de las pavorosas tendencias, que inducen al error, que conducen al desgaste. Una loca carrera que mina sus energías, sus recursos, que da al traste con su trabajo.

Un dato: el 81 % de los encuestados aseguró hacer caso omiso de los mensajes de marketing, en especial de los que catalogan como “irrelevantes”. ¿Cuáles son esos? Los que no aportan valor alguno, los que apuntan exclusivamente a la venta, inclusive de manera solapada. Algo que no deja de causar sorpresa, porque la tendencia es la de publicar mucho contenido a diario.

Es decir, ese no es el camino, claramente no es el camino. No se trata de cantidad, sino de calidad. Lo insólito es que haya empresas (marcas y personas) que aún no lo sepan o, peor, que no lo entiendan. Las que se limitan a publicar contenido acerca de su historia, de sus productos, de las características de estos, del precio o de dudosas innovaciones, no conectan con el mercado.

Son todas esas comunicaciones genéricas que apelan a las palabras clave, que se aferran a las estructuras de copywriting sin poder transmitir un mensaje poderoso. O, también, cada vez más, las que surgen de las entrañas de las aplicaciones de inteligencia artificial generativa con sus delirios y sus textos cliché. Más de lo mismo, una narrativa que se desgastó, que perdió efecto.

En cambio, el contenido de valor, el que es auténtico y tiene la capacidad de conectar con el mercado, es recibido con agrado. Sin reticencias, sin objeciones. Aquella premisa de que a las personas no les gusta leer, o no tienen tiempo, es mentira. Es una especie de mecanismo de defensa para evitar ser víctimas del incesante e inclemente bombardeo mediático.

Un claro ejemplo es el email marketing. Irónicamente, es la herramienta más antigua, pionera, y también la más atacada. Cada vez que hay una nueva revolución digital, se dice que va a desaparecer. Sin embargo, se mantiene firme y, lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Se fortalece gracias a su increíble capacidad de adaptación, que le permite ser el socio ideal de todos.

Una aclaración: para que el email marketing proporcione resultados positivos, debe cumplir con dos requisitos. ¿Sabes cuáles son? La segmentación precisa y el contenido de valor, relevante. Y la segmentación es mucho más que el nombre completo de la persona que recibe el mensaje, una estrategia que funcionó en el pasado, pero cuyo impacto caducó. Sin embargo, algunos la siguen usando.

El email bien utilizado es muy poderoso: los datos lo confirman. A pesar de que algunos se empeñan en desacreditarlo, es uno de los canales más rentables. Se estima un ROI (retorno de la inversión) de entre 36 y 42 dólares por cada dólar invertido. Y no sobra decir que es un canal muy barato. Además, ese retorno supera con creces el acreditado por los anuncios y el SEO.

Otro dato bien interesante de la encuesta se relaciona con la cantidad de contenido promedio que consumen los compradores antes de tomar la decisión de comprar. ¿Te imaginas cuánto? Según las respuestas de los profesionales de marketing, son 13 piezas en promedio. ¿Te sorprende? Si eres de los que piensan que los efectos del contenido son exprés, bien vale que reconsideres.

Esto, por supuesto, derriba el mito (¿o bulo?) de que cuanto más contenido publiques, de que cuanto más veces publiques al día, mejores serán los resultados. Con eso, créeme, lo único que conseguirás será incomodar a tu receptor, a tu audiencia, y generar un rechazo. La publicación debe responder a una estrategia, lo que implica un proceso que no se da de un día para otro.

Moraleja

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El resultado del contenido de valor son las interacciones de calidad, las conversaciones reales, humanas, llenas de emoción. Ya no se trata de clics, de simples 'likes'.

La revelación, sin embargo, no termina ahí. ¿Qué más hay? No se trata de publicar por publicar. ¿Entonces? Lo que el mercado privilegia es el contenido de valor y autoridad. ¿Por ejemplo? Reportes técnicos, white papers, videos especializados. Lo importante no es el formato, sino la calidad del contenido, el valor que aporte, la capacidad para educar a quien lo consume.

Aunque se antoje obvio, una verdad de Perogrullo, en la práctica es una de las razones por las cuales el contenido no produce el impacto esperado. ¿Por qué? Esos 13 contenidos en promedio son lo que se conoce como materiales de autoridad (te das a conocer, te posicionas). Son contenidos destinados a informar, educar y nutrir a tu prospecto en las fases de investigación y decisión.

Y, por favor no lo pases por alto, son contenidos indispensables en cualquier estrategia. ¿Por qué? Porque el consumidor actual, el del siglo XXI, ya no es un espectador pasivo. Uno de los de antes, que esperaba que las marcas le proveyeran lo que necesitaba. Este, el de hoy, es proactivo, busca lo que necesita o quiere y no espera a que se lo den. Investiga, compara y, sobre todo, se informa.

Si bien se concibe que la compra es la respuesta a un impulso emocional, pensar que no hay un componente racional es un error. De la misma manera que creer que la decisión puede ser racional al ciento por ciento. Se estima que el consumidor consulta al menos cinco fuentes distintas, mira cinco opciones diferentes, antes de decidir. Por eso, la personalización cobra gran importancia.

Pero, la personalización enfocada en la necesidad o deseo del cliente potencial. Su necesidad, su deseo, no la del mercado, no la de otras decenas de personas. Personalización que, no sobra decirlo, debe conducir a una solución efectiva porque, de lo contrario, no sirve. Es decir, ese contenido personalizado tiene que abordar la problemática específica que inquieta e ese prospecto.

Y es justo en este punto en el que aparece el camino que nos conduce al ROI del contenido . ¿Eso qué significa? El valor de un contenido se mide por su capacidad para informar, educar, entretener e inspirar a quien lo consume. También, porque le da validez a la estrategia y, por último, porque simplifica una decisión que suele ser difícil. Fíjate que todo está en función de tu prospecto.

Una de las virtudes del contenido de valor es que ayuda a todos. A ti, porque es la herramienta ideal para nutrir al prospecto y convertirlo en un cliente. A tu prospecto, porque le da argumentos de peso para facilitar su decisión, para saber si lo que ofreces es lo que necesita. Este beneficio, por si aún no lo notas, ¡vale oro! Justifica todo ese esfuerzo silencioso y disciplinado de crear contenidos.

Por supuesto, no es magia, ni una fórmula exacta: para conseguir este resultado, debes conocer muy bien la necesidad de tu prospecto. Y no solo eso: tu producto o servicio debe ser la solución real a ese problema. De lo contrario, no habrá match. Quizás un coqueteo, quizás también suba la temperatura, pero no habrá enamoramiento. La conexión será débil y se romperá más pronto que tarde.

Es lo que les sucede, precisamente, a quienes le apuestan todos sus duros a la inteligencia artificial en esa labor de identificar a su cliente potencial. Te brindará información, hasta algunos datos relevantes. Pero no olvides que ha hecho del cliché un hábito. Hay que ir hasta el fondo, a la oscuridad de las profundidades, no quedarse en lo obvio, en lo demográfico, en lo general.

La clave del éxito en esta tarea, en todo caso, radica en la visión humana, en la sensibilidad, en la empatía, en la condición humana. Si pierdes esto de vista, ¡lo pierdes todo! Conseguir esa anhelada profundidad no es producto de la casualidad. Requiere tiempo, disciplina, sapiencia, justo las tres condiciones de un buen seguimiento. Descubrir la intención de búsqueda marcará la diferencia.

Y en ese camino, créeme, el contenido de valor personalizado también te ayudará. En la medida en que  apunte al problema que aqueja a tu prospecto, a ese deseo que impulsa la transformación que quiere en su vida, este levantará la mano y manifestará su interés. Conocer cuáles son esos factores que impulsan la decisión será un as bajo la manga. La motivación es el disparador.

Moraleja: los equipos de marketing exitosos, no los más poderosos, se esfuerzan por producir contenidos de valor. Informes, webinars, guías, tutoriales y más. La condición es que estén en capacidad de resolver problemas específicos. ¿El resultado? Interacciones de calidad, conversaciones reales, humanas, llenas de emoción. Ya no se trata de clics, de simples likes.

Algo más (importante): la métrica del éxito del contenido de valor es la profundidad del vínculo, la calidad del engagement (compromiso). ¿Cómo se mide? Tiempo de consumo, descargas completadas y, claro está, la velocidad a la que el prospecto avanza en el proceso hasta convertirse en cliente. No olvides que la clave del éxito de tu estrategia radica en crear un vínculo de confianza y credibilidad.

Sin este lazo, tu contenido sonará a más de lo mismo, a cliché, y carecerá de autenticidad. Sin este lazo, tu narrativa se perderá a corto plazo y nadie les prestará atención a tus mensajes. Utiliza el lenguaje que resuena con tu audiencia, que se identifica no solo con sus problemas, sino también con sus desafíos. Ese contenido de alto componente humano es el motor de la diferenciación.

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Cómo no caer en la falacia de la generalización apresurada

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Todos, sin excepción, hemos sido señalados injustamente al menos una vez en la vida. Se nos ha culpado de algo que no es nuestra responsabilidad o se nos acusa de algo que no hicimos. Y no se trata de una sensación, sino de una situación incómoda. Que, en estos tiempos de tecnología avanzada, de hiperconexión, se multiplica en los canales digitales.

Basta que hagas un comentario a la publicación de otra persona, quizás un familiar o un amigo, un excompañero de la universidad, para que se arme Troya. O publicas un post con un comentario acerca de un partido de fútbol, de un político, de una figura reconocida y… Episodios molestos que a veces, muchas veces, son más que un simple cortocircuito.

Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que una vez baja la temperatura y retorna la calma, nos damos cuenta de que era un malentendido. Alguien entendió mal, interpretó mal o quizás solo reaccionó mal en un momento de inestabilidad emocional. Todos, sin excepción, lo hemos vivido, lo hemos sufrido, lo hemos protagonizado. Es parte de nuestra naturaleza.

Por eso, esos episodios no son exclusivos de los canales digitales, de las redes sociales. Se dan, y con frecuencia, en la vida real. En la interacción con otros, en especial con nuestro entorno. ¿Quién no ha discutido con sus padres, o su pareja, por algo insignificante? ¿Porque creímos escuchar algo distinto de lo que la otra persona expresó? Sucede con frecuencia…

¿Sabes cuál es la razón? Algo que en lógica y filosofía se denomina falacia de generalización apresurada. ¿En qué consiste? En que a partir de una sola experiencia, o de un caso aislado, tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso humano de sacar conclusiones, de tener la razón.

Afirmaciones como “las mujeres son tercas”, “los hombres son infieles”, “los argentinos son presumidos” o “los políticos son corruptos” son clara muestra de este síndrome. Claro que hay mujeres tercas, pero hombres, también. Claro que hay hombres infieles, casi siempre con otra mujer (también infiel). Claro que hay argentinos presumidos, pero hay otros que no.

Y así sucesivamente. Son generalizaciones apresuradas que, por lo general, nos conducen a tropezar, a enredarnos en discusiones sin sentido. Esta falacia se da cuando alguien toma un número insuficiente de casos o experiencias particulares y los usa como base para una afirmación general. La conclusión parece lógica, pero no hay pruebas que la certifiquen.

Lo vemos cada día en las reseñas que los usuarios escriben en internet luego de haber comprado un producto o utilizado un servicio. En función de la experiencia, que es única y particular, se generaliza, se emite una sentencia contundente. Como si fuera una verdad sentada en piedra, escrita con sangre. La realidad, sin embargo, suele ser distinta.

Míralo de la siguiente manera: ¿conoces a alguien que se expresa bien de ti, que asegura que eres buena persona? No un familiar o alguien de tu círculo cercano, sino, por ejemplo, algún excompañero de trabajo o un cliente. Por supuesto, hay una buena cantidad de personas que, con seguridad, van a dar testimonio de tu bondad, de tu calidad como ser humano.

Sin embargo, para no caer en la trampa de la generalización apresurada, es justo reconocer que habrá otras personas que disienten. Es decir, que tienen argumentos para afirmar que no eres tan buena onda como piensan otros. ¿Y sabes qué? Tienen razón, también tienen razón. Y la tienen en función de la experiencia que vivieron contigo, que quizás no fue positiva.

Es decir, no hay verdades absolutas, ni para bien ni para mal. ¿Un ejemplo? En Colombia, luego de que las autoridades dieron de baja al narcotraficante Pablo Escobar, un sanguinario y despiadado asesino, hubo quienes lloraron su muerte. Y no eran familiares, propiamente. Eran personas del común que lo veían como un ídolo, que se favorecieron de su ayuda.

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Los seres humanos tendemos a formular afirmaciones contundentes, tajantes. Y las asumimos como verídicas. Es la respuesta al impulso natural de sacar conclusiones, de siempre tener la razón.

Además, repito, es parte de nuestra naturaleza humana. La generalización apresurada se da porque el cerebro busca patrones y coherencia. En su intento por interpretar la realidad, por entenderla, acude a situaciones previas, que son parecidas, y las asume idénticas cuando no lo son. Establece un patrón que, en últimas, es solo una visión distorsionada de la realidad.

En la práctica, lo que nos resulta fácil de comprender, y que además se identifica con lo que creemos, lo damos por cierto. Y pensamos, también, que es toda la verdad, la única verdad. Y no es así, por supuesto. Porque es completamente seguro, al mil por ciento, que hay otras personas, muchas, que han vivido algo distinto, una experiencia diferente.

Cuando hay un partido de la Selección Colombia de fútbol, así sea un amistoso, se cae en esta generalización apresurada. Una idea reforzada no solo por los interesados, sino también por los medios de comunicación. Y surge eso de “todos somos hinchas”, “todos sufrimos por la derrota”, “el país se paraliza”, cuando hay muchos a quienes el juego les interesa cero.

Un fenómeno en el que, no podía ser distinto, las emociones juegan un rol importante. Son ellas, en últimas, las que determinan la generalización, positiva o negativa. En especial, si son recuerdos dolorosos, de esos que nos provocaron un trauma y dejaron una cicatriz, porque estas experiencias pesan más en la memoria que los buenos momentos.

Esta generalización apresurada se da, por ejemplo, al juzgar a una persona por un solo contacto. Nos formamos una idea contundente a partir de una primera impresión que, quizás, no fue suficiente o no proporcionó tantos elementos de juicio. Lo vemos en los canales digitales cuando a una persona equis, por algo que dijo o hizo, se la reduce a una caricatura.

Asimismo, sucede cuando extrapolamos una experiencia personal, única, a un colectivo, a toda la sociedad. No solo caemos en estereotipos, sino que pecamos por los prejuicios. Este, seguro ya lo sabes, es un recurso muy utilizado para alentar discursos de odio, para polarizar opiniones o, simplemente, para desinformar. ¡Lo sufrimos todos los días!

Ahora, la pregunta que quizás te haces: ¿hay escapatoria? Sí, pero depende de cada uno. Lo primero es desarrollar el pensamiento crítico, que en la práctica no es otra cosa que eso que llamamos “no tragar entero”. Verificar las fuentes, buscar en distintas fuentes, cuestionar las aseveraciones, cifras o datos sin sustento. Ah, y sobre todo, no reaccionar de manera instintiva.

Una de las formas de identificar estos mensajes contaminados por la generalización apresurada es que incluyen palabras absolutas. ¿Como cuáles? Siempre, nunca, todos, nadie, es decir, los extremos. Negro/blanco, bueno/malo, rico/pobre, derecha/izquierda. Ten presente que cuanto más categórica sea la afirmación, mayor es el riesgo de generalización.

Este escenario lo vemos con frecuencia, por ejemplo, con los vendehúmo y los gurús de la inteligencia artificial. Sus sentencias son contundentes, categóricas, apocalípticas. Pero, también, contradictorias: un día ensalzan una app porque “es lo máximo” y al siguiente la descalifican porque apareció otra “que la destrozó”. No hay grises, ni puntos intermedios.

La falacia de la generalización apresurada es atractiva para el ser humano porque nos hace creer que tenemos autoridad, que lo sabemos todo acerca de algo. Y no es así, por supuesto. Es una trampa de las emociones, de la comodidad de nuestro cerebro, y también un recurso útil y productivo de los manipuladores. Ellos son verdaderos artistas del engaño.

Por si no lo sabías, tras bambalinas de la falacia de la generalización apresurada está uno de los 11 principios de la propaganda de Joseph Goebbels. ¿Sabes cuál? El último, el principio de la unanimidad. Consiste en hacer creer que los mensajes difundidos son aceptados por todos, como si fueran una verdad absoluta. Pretende que todos pensemos de igual forma.

En relación con este fenómeno, el filósofo, matemático y escritor inglés Bertrand Russell afirmó: “El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes, llenos de dudas”. Y que conste que él vivió un mundo muy distinto del actual: falleció en 1970, mucho antes de las redes sociales, de internet, de la inteligencia artificial.

Se trata de ser más conscientes, más inteligentes, a la hora de comunicarnos, de emitir un mensaje. También, y de manera especial, de ser cuidadosos de los contenidos que consumimos, de su calidad. El exceso de confianza puede llevarnos a caer en las trampas de la generalización apresurada y cometer errores de los que debamos arrepentirnos.

Solemos decir que “nada en la vida es eterno” (de hecho, ni la vida lo es). De igual modo, entonces, nada es absoluto. Siempre hay tonos grises, puntos intermedios, excepciones, casos único, otros que se dan solo a veces. Para comunicarnos de manera efectiva y asertiva, huir de la falacia de la generalización apresurada es una buena estrategia.

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Cómo la inteligencia emocional garantiza el impacto de tu mensaje

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Los seres humanos somos tan parecidos los unos a los otros, que es fácil caer en las generalizaciones. “Todos los hombres son…”, “Todas las mujeres jóvenes…”. En verdad, los seres humanos somos tan diferentes, únicos y particulares, que a veces es fácil entender por qué nos cuesta tanto relacionarnos los unos con los otros. Esta, sin duda, es una gran paradoja.

Distinto a lo que sucede con el resto de las especies del planeta, los seres humanos tenemos la capacidad de relacionarnos con otros, con el entorno, de manera consciente. Es decir, no producto de un impulso automático, sino de una decisión. Que no siempre responde a lo racional, sino que está estrechamente ligada con las emociones, que son incontrolables y volátiles.

Además, la naturaleza nos dotó con una herramienta increíble y poderosa. ¿Sabes cuál es? La comunicación. Una comunicación que hoy, en pleno siglo XXI, es más fácil que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. Ninguna generación dispuso de tantas facilidades, de tantos canales, de tantas herramientas, de tantos recursos, incluidos gratuitos, para comunicar.

Pasamos de las señales de humo al lenguaje oral y no verbal, de ahí a la escritura y más adelante, con el concurso de la tecnología, al papel. Que, no sobra decirlo, no solo significó un antes y un después, sino que además abrió la puerta a un universo increíble de posibilidades: la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión hasta llegar a la magia de internet. ¡Maravilloso!

Ha sido una evolución fantástica, pero también, traumática. A pesar de las facilidades actuales, la cotidianidad nos demuestra que cada día es más difícil comunicarnos con otros. De hecho, la gran mayoría de los intentos de conexión se interrumpen o se frustran por cortocircuitos que bien se hubieran podido evitar. Estamos hechos para comunicarnos, pero no sabemos comunicarnos.

Esa es una increíble paradoja. Dolorosa, también. La padecemos cada día, todos los días, en el intento de comunicarnos. Piensa en esas pequeñas discusiones con tu pareja o con tus hijos que, de manera abrupta, escalan a agresivos intercambios. Y lo mismo nos sucede en el trabajo con un compañero o con el jefe, quizás con un amigo, o con el dependiente que te atiende en el banco.

La comunicación, por esencia, tiende a establecer puentes, a crear lazos entre las personas, a construir relaciones a largo plazo. Sin embargo, hay un largo trecho entre la intención y la realidad, del dicho al hecho. Mal haríamos, en todo caso, en achacarle la responsabilidad a la comunicación o a los canales a través de los cuales esta se desarrolla. La verdad es que el resultado depende de cada uno.

¿Eso qué quiere decir? Que los cortocircuitos en la comunicación están determinados tanto por la intención como por la ejecución. Es decir, por las palabras que utilizamos, por el tono en el que las expresamos, por el contexto en que se da esa comunicación. En últimas, el éxito o el fracaso de la comunicación responde a las emociones que experimentamos en ese preciso momento.

O, si no, que levante la mano aquel que respondió agresivamente, de manera impulsiva, pero después se arrepintió. Todos, sin excepción, lo hemos sufrido. Lo peor, ¿sabes qué es lo peor? Que a veces, muchas veces, el arrepentimiento no basta, no subsana la agresión. Entonces, nos queda un sinsabor adicional: ¿cómo vamos a hacer para remediar el malestar provocado?

Coincidirás conmigo en que no siempre se puede. A veces, muchas veces, el daño causado ha sido tan grande, llegó tan profundo, que es imposible repararlo. No, al menos, a corto plazo. También es muy frecuente que entren en juego factores volátiles y explosivos como el ego, ese híbrido que oscila entre lo consciente y lo inconsciente y suele hacer travesuras, jugarnos malas pasadas.

Por fortuna, dentro del kit de la configuración original de todos los seres humanos, sin excepción, hay una herramienta que nos ayuda a solucionar esos problemas de comunicación. En realidad, es una habilidad que todos poseemos, pero que solo unos pocos desarrollamos y controlamos de manera consciente. ¿Te imaginas a cuál me refiero? A la escasa y valorada inteligencia emocional.

El término fue introducido por el sicólogo, escritor y periodista estadounidense Daniel Goleman, en 1995, a través del libro del mismo nombre. Goleman, nacido en Stockton (California) en 1946, fue periodista del The New York Times durante 12 años. Allí publicó decenas de reportajes acerca del cerebro y las ciencias del comportamiento. Es una autoridad mundial en el tema de las emociones.

Hasta que Goleman expuso su teoría, se concebía que los seres humanos solo poseíamos una inteligencia: la racional, expresada a través del coeficiente intelectual (IQ). Gracias a este, y a por medio de una serie de pruebas estandarizadas, es posible evaluar las capacidades cognitivas. ¿Por ejemplo? La resolución de problemas, el razonamiento lógico y el pensamiento abstracto.

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Solo a través de la adecuada gestión de las emociones estamos en capacidad de comunicarnos de manera asertiva y efectiva con otros. ¿Lo mejor? Todos poseemos la habilidad (solo hay que desarrollarla)

Cuando Goleman habló de su inteligencia emocional provocó un sismo de grandes proporciones. Entendimos porqué el IQ, que se centra en la mente racional, no es garantía de éxito o felicidad, como se pensaba. Fue un descubrimiento disruptivo porque desde entonces, hace solo 3 décadas, sabemos que hay otra mente, la emocional, que es tan importante como la otra, o quizás más.

El problema, porque siempre hay un problema, es que asumimos que nos comunicamos desde la mente racional. O, en otras palabras, que somos conscientes del mensaje que emitimos y que tenemos control sobre su impacto. En la práctica, ni lo uno, ni lo otro. La mayoría de las veces, el mensaje es una respuesta automática, inconsciente, capaz de desatar la Tercera Guerra Mundial.

¿Por qué? Porque las palabras incorporan emociones. Y si algo nos cuesta trabajo a los seres humanos, a todos, es la gestión de esas traviesas y traicioneras señoritas. ¿Por qué? Porque no nos lo enseñan, porque no hay fórmulas perfectas, porque no hacemos uso de la capacidad innata que nos permite controlarlas, canalizarlas, aprovecharlas. Y, también, porque somos reactivos.

No porque carezcamos de inteligencia emocional, sino porque no la hemos desarrollado. Porque la habilidad la tenemos todos, viene incorporada en la configuración original. Es que desconocemos qué sentimos, por qué lo sentimos y cómo interpretar esa valiosa información que nos transmite la emoción desencadenada. Desconocemos, en suma, los 5 rasgos de las personas con inteligencia emocional:

1.- Conciencia de sí mismas. Significa que sabes lo que sientes. Porque no es lo mismo sentir ira que frustración, que decepción, que desilusión. Son parecidas y suelen combinarse, pero cada una tiene un trasfondo distinto. Puedes moldear tus percepciones de esa situación específica y dominar tus impulsos a la hora de actuar. Sabes, también, cuál es el efecto de tus emociones

2.- Autogestión. Que también la podemos llamar autodisciplina. Consiste en la capacidad de gestionar tus emociones en esas situaciones que te ponen contra la pared, comprometido. No reaccionas, sino que escuchas, analizas y respondes de manera asertiva. Tu objetivo es tender puentes, superar obstáculos y lograr acuerdos. Esto solo puedes hacerlo si tienes el control.

3.- Motivación (intención). Es decir, la capacidad de utilizar las emociones para alcanzar los objetivos previstos. Pero no solo eso: también, persistir ante las dificultades, a sabiendas de que nada de lo bueno en la vida es fácil. Recuerda: las emociones no son buenas o malas, esa es una valoración que hace cada uno. Son herramientas poderosas que puedes utilizar como quieras.

4.- Empatía. Que no es esa idea tan difundida de “ponerte en el lugar del otro”. Esto es imposible porque no hemos vivido lo que el otro vivió, porque cada uno tiene fortalezas y debilidades únicas y distintas. Se trata, más bien, de estar en capacidad de comprender las emociones del otro y, de manera especial, de responder adecuadamente a ellas. Nos exige compasión y humildad

5.- Habilidades sociales. Las herramientas indispensables para relacionarnos con otros. Si no las usamos, o si las usamos mal, vamos a chocar permanentemente, nuestras comunicaciones van a llevarnos a un cortocircuito. Son necesarias para construir puentes, para crear redes de apoyo mutuo y lograr entendimientos, a pesar de las diferencias, de las creencias, de las experiencias.

Lo que debemos entender, aprender, es que la mente emocional y la racional cooperan entre sí, se complementan. Claro, siempre y cuando no pierdas el control, no te dejes envolver en el espiral de las emociones. Si lo permites, las emociones secuestrarán tu cerebro y quedarás a merced de ellas. También es menester convenir que no podemos ser ciento por ciento racionales.

¿Por qué? Porque, aunque a veces las emociones pueden nublar nuestro juicio, son necesarias para tomar decisiones racionales. Sin ellas, todas las opciones tendrían el mismo valor para nosotros y, entonces, sería imposible decidir. Así, por ejemplo, una acción tan sencilla como elegir un restaurante se convertiría en una interminable comparación de lugares distintos.

La premisa fundamental de la gestión de las emociones es que cada sentimiento es valioso, pero no todas las reacciones son saludables. Así, pues, en lugar de ocultar o desahogar los sentimientos negativos, debemos encontrar técnicas para afrontarlos. Es decir, debemos responsabilizarnos de la situación y evitar que se produzca un cortocircuito del que después tengamos que lamentarnos.

¿Por qué? La gente suele malinterpretar este término, la responsabilidad, como asumir la culpa de lo que sucede. Sin embargo, eso está muy lejos de la verdad. En realidad, es tu capacidad para responder de manera adecuada según las circunstancias. Alasumir la responsabilidad, hallas formas de resolver problemas. Además, adoptas una posición de poder y mejoras tu comunicación.

La reactividad, la otra cara de la moneda, en cambio, te convierte en cautivo de las circunstancias. Enfadarte no te permite arreglar nada y solo empeora la situación. La rabia te daña sicológica y físicamente y te aporta una sensación de desconexión con el universo. Además, rompe los lazos que has establecido con otros y genera heridas que, muchas veces, tardan en sanar o no sanan.

Aunque somos la generación más avanzada de la historia de la humanidad, la que cuenta con más facilidades para disfrutar la vida, no somos la más feliz. Es una terrible paradoja. ¿Por qué? La mayoría de las personas vive en guerra contra todo y contra todos por su incapacidad para gestionar las emociones. O por no haber desarrollado la habilidad de la inteligencia emocional.

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¿Qué contenido debes usar para rebatir las 3 objeciones invisibles?

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Si eres uno de tantos que cree que el objetivo del contenido que compartes con el mercado es vender, lo siento por ti. Si te sirve de consuelo, eres parte de una inmensa mayoría. De los que han caído en la trampa de los vendehúmo y de los autoproclamados gurús del contenido que pregonan la venta forzada. Y, quizás lo has experimentado, no hay nada más incómodo.

Son muchos los mitos y los bulos en torno del marketing de contenidos, sus objetivos y sus posibilidades. Algunos lo presentan como una navaja suiza, otros aseguran que hace magia y no faltan aquellos que gritan que tiene superpoderes. Por supuesto, ninguna de estas versiones es cierta y, por eso, hay tantos que en la práctica desconfían de los contenidos.

Un grave error inducido, sin duda. Además, te dicen que tienes que estar presente en todos los canales digitales, que debes publicar contenidos en diferentes formatos todos los días. Lo irónico es que cuando revisas las publicaciones de los vendehúmo y de los gurús te das cuenta de que no aplican lo que pregonan. Es una estrategia, no una contradicción.

¿Por qué? Te marcan un camino que tú sigues al pie de la letra, sin percibir que te lleva al despeñadero. Una vez te caes, te estrellas con el planeta y tus ilusiones se frustran, entonces, los vendehúmo y los gurús surgen como salvadores. Te ofrecen su fórmula perfecta para conseguir resultados satisfactorios, se llenan los bolsillos con tu necesidad.

¡Negocio redondo! Y ahora, de la mano de las múltiples herramientas de inteligencia artificial generativa, han refinado sus libretos para engañar a los incautos y a los codiciosos. Que si no usas esta app no vas a vender, que si no usas la otra serás invisible, que si haces caso omiso de aquella tu competencia te va a devorar…, en fin. Es la feria de los bulos, de los engaños.

La realidad es que las marcas que venden, bien sea empresas o personas, son las que están en capacidad de aunar las estrategias de marketing con las de contenidos. Solo una, por sí misma, será insuficiente. Se complementan, potencian sus fortalezas. Las campañas de marketing inolvidables siempre aprovecharon las narrativas persuasivas de los contenidos.

De acuerdo con la fase del proceso de venta en la que se encuentre tu cliente potencial, el contenido cumple una tarea específica. Que, por supuesto, no es vender. La venta, quizás lo sabes, es la consecuencia directa de las acciones y decisiones que adoptas, pero también de que lo que ofreces, un producto o un servicio, solucione el problema de esa persona.

Los cuatro usos básicos del contenido son los siguientes:

1.- Informar. Salvo en casos excepcionales, cuando una persona es atraída por tu contenido no significa que esté en modo compra. En el 99 por ciento de las ocasiones, más bien, está en modo curiosidad. Quiere saber más de ti, de tu oferta. Quiere establecer si eres confiable o más de lo mismo. No olvides que en el mercado hay otros que ofrecen lo mismo que tú.

2.- Educar. Ten en cuenta que el 99,99 por ciento de los prospectos no sabe que tiene un problema, ni siquiera es consciente de los síntomas. Y no solo eso: es reacio a aceptar que sufre, inclusive si hay dolor físico. El contenido no solo debe responder sus preguntas, sino también, proporcionar el conocimiento necesario para salir del estado de inconsciencia.

3.- Entretener. Por si no lo has notado, 9 de cada 10 personas se conecta a internet por dos razones: requiere información o quiere distraerse. Entonces, no puedes obviar este objetivo. Si consigues arrancarle una sonrisa a tu prospecto, muy probablemente regresará en busca de más. Cuidado, eso sí, de caer en lo ramplón, lo vulgar, lo patético de los influenciadores.

4.- Nutrir. Una vez sacias la curiosidad y consigues atraer la atención de tu cliente potencial, a la fase de la educación le sigue la de la nutrición. ¿En qué se diferencian? Primero, en que la nutrición va más allá, profundiza en el problema que esa persona padece, en los síntomas, y esboza soluciones. Segundo, presenta la transformación, cómo será esa nueva vida.

En esas cuatro etapas, sin embargo, hay un hilo conductor que muchos desconocen y que otros, mientras, lo omiten por miedo. ¿Sabes a qué me refiero? A la indispensable tarea de derribar las objeciones. ¡Que siempre están!, así que no puedes ignorarlas. Pueden ser un gran obstáculo si miras para otro lado, si no les prestas la importancia que tienen.

Hay prospectos que son maestros en el arte de esgrimir objeciones, mientras que otros lo hacen en piloto automático. Es decir, es una respuesta a un estímulo específico. Inclusive, un cliente que esté en la última fase del proceso, ese que llamamos prospecto caliente, también nos ofrece objeciones. Entonces, creer que son invisibles no es una buena medida.

El problema, porque siempre hay un problema, es que subestimamos las objeciones. Por el miedo a rebatirlas o porque creemos que nuestro mensaje poderoso las derriba. O, lo peor, nos distraemos con las objeciones obvias, las de siempre, y nos olvidamos de las que en la práctica interrumpen el proceso y, a largo plazo, frenan la venta. ¡Esas son las importantes!

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Las objeciones pueden convertirse en un gran dolor de cabeza si lo permites. El contenido que las aborda, que las explica, que las desmitifica y que muestra una luz al final del túnel es muy poderoso. ¡No lo subestimes!

Las convencionales son precio, tiempo y poder de decisión (“tengo que consultarlo con mi pareja” o “con mi socio”). Las vemos como enormes montañas cuando en realidad, por lo frecuentes, son obstáculos fácilmente superables. ¿Sabes por qué? Porque, más que objeciones reales, se trata de excusas a las que tu prospecto recurre para salir del paso.

¿Sabes cuáles son esas otras objeciones que no vemos y son más importantes?

1.- Miedo al fracaso. Es paralizante, seguro lo sabes, seguro lo has experimentado. No solo porque duele, sino porque implica el rechazo de otros, sus críticas. Cuando tu prospecto no está convencido de que lo que ofreces es la solución que requiere, lo peor que puedes hacer es seguir de largo. Tu mensaje, entonces, debe abordar esta objeción y rebatirla.

¿Cómo hacerlo? Primero, describe cuál es la situación a la que se enfrenta en este momento, cómo su vida es un infierno porque no ha encontrado una solución. O cómo sus sueños se diluyen, mientras él padece lo indecible. Hazle saber que el miedo es cobarde y que desaparecerá tan pronto él demuestre determinación, convicción para enfrentarlo.

2.- Presión del entorno. Decimos que somos autónomos, pero la realidad es distinta. A todos nos afecta lo que piensan los demás, en especial nuestro entorno cercano. Por el miedo a su desaprobación, por temor a defraudarlos, muchas veces nos rendimos y nos sometemos a sufrir el problema indefinidamente. El miedo a fallar nos impide actuar.

¿Cómo derribar esta objeción? El contenido que compartas con tu prospecto debe informarle del problema que padece, educarlo para que lo lleve al plano consciente y plantearle una solución efectiva. Que entienda que no merece sufrir simplemente porque otros pasan por lo mismo, o porque se siente vulnerable. Descubre el héroe que hay en él.

3.- Experiencias pasadas. Todos, sin excepción, nos hemos equivocado. Millones de veces. Algunos, errores groseros, de esos que nos avergüenzan y no queremos que nadie se entere. Son heridas que quizás no terminaron de sanar o cicatrices que nos marcaron. Cada vez que estamos en una situación similar, el pánico nos congela y no sabemos cómo reaccionar.

¿Qué hacer? El contenido debe apuntar a hacerle entender que el error es parte del proceso y que incorpora un aprendizaje valioso. Cuéntale alguna experiencia personal en la que hayas estado en una situación similar, expón tu dolor y explícale cómo lo solucionaste. Es Importante que le digas cómo mejoró tu vida después de que dejaste eso en el pasado.

Son distintas de las normales, ¿cierto? Estas tres son las objeciones que casi nunca se manifiestan abiertamente. Más bien, son mecanismos de defensa que solo afloran cuando la presión es extrema. Y, por favor, no creas que son ocasionales. De hecho, son recurrentes, solo que no les prestamos la atención que merecen o nos distraemos con las habituales.

¿Cómo te ayuda el contenido a rebatir estas tres objeciones?

1.- Utiliza el poder de las preguntas. Las preguntas son sinónimo de empatía e interés y generan confianza. Olvídate de las certezas, de las afirmaciones, que suelen convertirse en muros infranqueables. Aprovecha las preguntas y promueve una conversación honesta

2.- Acude a la escucha activa. No solo es señal de respeto, sino de compasión. Hace que tu interlocutor se sienta importante y abra sus emociones. Comparte situaciones en las que te sentiste vulnerable y la ayuda de otros te permitió superar el inconveniente. Sé auténtico

3.- Ve hasta el fondo. Si te abrieron la puerta, ¡no te quedes ahí! Profundiza, con respeto y con tacto, para tratar de llegar al origen del problema. Apela a testimonios, a opiniones de expertos, presenta diferentes caminos de solución. No desaproveches la ocasión de servir

4.- Valida y aporta. La empatía es el punto de partida, no el punto final. ¿Eso qué quiere decir? Haz gala de tu conocimiento y experiencias para hacerle saber a tu cliente potencial que no está solo, que hay solución y que estás dispuesto a acompañarlo en el proceso

Las objeciones pueden convertirse en un gran dolor de cabeza si lo permites. El contenido que las aborda, que las explica, que las desmitifica y que muestra una luz al final del túnel es muy poderoso. ¡No lo subestimes! Además, es el tipo de estrategia que te diferenciará de los vendehúmo y de los gurús. Conviértelo en tu aliado y tus clientes te lo recompensarán.

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Cuando el exceso de visibilidad se convierte en tu peor enemigo…

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Cuando comenzaba mi trayectoria como periodista, a finales de los años 80, el mundo era muy distinto. No había internet, ni teléfonos móviles, ni conexiones wifi, ni computadores. Por supuesto, no había Google, ni redes sociales, ni inteligencia artificial. El teléfono estaba conectado a la toma en la pared, la programación de TV se iniciaba a las 5 de la tarde…

La vida era mucho más tranquila, sosegada. ¿Lo mejor? Había mucho menos ruido. Externo e interno, natural o artificial. Era la época de ver películas VHS (o Betamax) en casa con los amigos. La radio, sinónimo de inmediatez, era una compañera imprescindible, en especial para un joven que comenzaba con mucha ilusión la aventura en ese oficio maravilloso del periodismo.

Cuando entré a formar parte de la redacción del periódico El Tiempo, por aquel entonces el medio de comunicación más importante e influyente del país, la referencia para todos los demás, los impresos eran los reyes del mercado. Los periodistas más reconocidos del país, en las distintas especialidades, estaban alrededor, sentados a unos cuantos metros de tu lugar de trabajo.

Bastaba caminar unos pasos para cruzarse con alguno de ellos, para involucrarse en una conversación informal que, en la práctica, era una clase maestra. Economía, política, judicial, temas nacionales y cultura y entretenimiento, un concepto que iba en alza. Lo curioso es que todos, sin excepción, en algún momento terminaban en el corrillo de la sección Deportes.

¿Por qué? Porque el deporte era lo que nos unía en medio de las diferencias. Allí, frente a uno de los pocos televisores que había en la redacción, todos terminaban rendidos a las pasiones del deporte. Y allí, también, fue el escenario en el que aprendí todo lo necesario sobre los códigos del oficio, reglas que no vas a encontrar en los libros, pero que en la práctica son imprescindibles.

“El exceso de exposición, quema”, era una de ellas. ¿Eso qué quería decir? Que, a pesar de que estábamos lejos del frenesí y de la histeria que reina hoy, ya había figurines. Colegas que, por su contacto con ministros, empresarios o funcionarios de alto turmequé, se creían de un estrato distinto, de una galaxia diferente. Eran los que firmaban todas las notas que publicaban.

“Fulanito firma hasta un comunicado de prensa”, era lo que se decía entonces. Si bien ellos se pavoneaban por los pasillos como si estuvieran en una pasarela, con frecuencia también debían pagar escondederos a peso. ¿Por qué? Porque la noticia que publicaron despertó la ira santa de algún funcionario que llamó a los directivos del periódico, a quejarse, y les armó un gran lío.

“Firme únicamente las notas que usted cree que en realidad valen la pena”, me decían. “Ya llegará el momento para firmar lo que quiera”, agregaban. En la práctica, la mayoría de las noticias propias que publiqué durante al menos un año y medio no llevaban mi firma. Era una forma de protegerme y, también, de darle valor a esa rúbrica que, en aquellos tiempos, era tu cara visible ante el mundo.

Hoy, seguro lo sabes porque también lo padeces, vivimos tiempos muy distintos. Aquella premisa de “El exceso de exposición, quema” quedó en el pasado. De hecho, la norma, dentro y fuera de internet, es exponerse, hacerse ver, sin importar qué sea necesario hacer para que te vean. Fruto de esa modalidad, surgieron los patéticos influenciadores, payasitos que hablan sin decir nada.

Abres internet y te encuentras con infinidad de médicos, abogados, contadores, cocineros, coaches, vendedores, expertos en lo humano y lo divino, que pregonan la solución perfecta. Para lo humano y lo divino, por supuesto. Cantan, bailan, hacen las tareas de la casa y, lo peor, hacen el ridículo sin sonrojarse. Producen ruido durante un tiempo y, al no encontrar eco, desaparecen.

Pocos, muy pocos, perduran y logran conectar con las audiencias. Pocos, muy pocos, aportan valor con sus contenidos y logran llamar la atención. Pocos, muy pocos, son dignos de regalarles unos segundos de nuestro valioso tiempo, a sabiendas de que será bien invertido. Pocos, muy pocos, están respaldados por una estrategia que les permita posicionarse en la mente de las personas.

Hoy, la visibilidad es el santo grial de los negocios, de la vida en el ecosistema digital. Nos dicen que en un mercado saturado, con exceso de competencia, si no eres visible, no existes. Y es cierto, aunque no de forma literal. ¿Por qué? Porque cuando esa visibilidad es sinónimo de ruido, de chabacanería, de vulgaridad, el efecto que produce es contrario del esperado: genera rechazo.

Que es, precisamente, lo que les ocurre a la mayoría de esos influenciadores. Es posible que en alguna ocasión te resulten divertidos, que te arranquen una sonrisa, pero después de dos o tres veces son repulsivos. Da asco ver eso que comparten en redes sociales sin empacho, porque no tienen ningún otro recurso que el ridículo y la grosería para exacerbar los bajos instintos de otros.

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Si no tienes un mensaje claro, atractivo y relacionado con el tema o el problema que interesa a la audiencia la que te diriges, solo harás ruido.

La realidad, que muchos desconocen y que otros pasan por alto premeditadamente, es que la visibilidad sin estrategia solo produce ruido. Y ningún ruido, quizás lo sabes, está por siempre. El mar ruge con fuerza y luego se calma; la lluvia cae con intensidad y luego vuelve a salir el sol; la tierra brama, pero después de que el volcán escupe reina la calma. ¡Ningún ruido es eterno!

Por cuenta de los vendehúmo, ha hecho carrera la idea de “hay que estar en todas las redes sociales”. Que, por supuesto, no es necesario y, a veces, muchas veces, es contraproducente. O, también, “hay que publicar todos los días, ojalá varias veces, para que te vean”, una premisa que tiene tanto de largo como de ancho. No porque grites te van a escuchar, te van a prestar atención.

Puedes aparecer todos los días en todas las redes sociales, pero si careces de una estrategia tu presencia pasará inadvertida. Si no tienes un mensaje claro, atractivo y relacionado con el tema o el problema que interesa a la audiencia la que te diriges, solo harás ruido. Es decir, el resultado será que te convertirás en una molestia, en algo incómodo, y te bloquearán, te silenciarán.

No importa cuánto sabes, qué logros has alcanzado, cuánto tiempo llevas en el mercado o cuáles son tus resultados. Siempre habrá otros que te superen, que suban el listón. Además, a esas personas a las que puedes ayudar solo les interesa saber cómo será su vida una vez hagan lo que tú pides, compren lo que tú ofreces. Pero no comprarán si no confían en ti, sino eres creíble.

Entonces, eso de ser visible no es la panacea, no te garantiza el éxito. Recuerda: “el exceso de exposición, quema”, como cuando vas a la playa y pasas muchas horas bajo el rayo del sol y después te duele hasta el alma. Además, eso de ser visible, de mostrarte, no es el primer paso del proceso, sino el último. ¿Lo sabías? Antes, debes cumplir tareas que muchos pasan por alto:

1.- Establecer quién eres y qué representas.
Es lo que suelo llamar mi yo avatar. ¿Cómo me voy a mostrar al mundo? ¿Cuál es el mensaje que quiero transmitir? ¿Cuáles son los principios y valores con los que se va a identificar el mercado? ¿Cuál es el camino que has recorrido? Son preguntas que cualquier persona que no te conoce se hace y que debes responder. Tampoco puedes permitir que cada uno te perciba como lo prefiera.

2.- Tu propuesta de valor.
¿Por qué no eres más de lo mismo? ¿Qué te diferencia del mercado y te hace único y especial? ¿Qué le aportas al mercado que tu competencia no esté en capacidad de proporcionar? ¿Cuál es el resultado que las personas que te elijan van a obtener para mejorar su vida? Si ese mensaje no es claro, preciso e inconfundible, te verán como otro más y quedarás condenado a competir por precio. ¡Auch…!

3.- Cómo quieres ser recordado.
Es decir, de qué manera te posicionarás en la mente de las personas que reciban tu mensaje. Es consecuencia de las anteriores. Llamas la atención, te identificas a través de principios, valores y experiencias y luego aportas una solución efectiva a través de una metodología ya probada. ¿Qué vas a hacer, y cómo, para ser inolvidable? ¿Qué huella positiva dejarás en la vida de otros?

4.- El público al que te diriges.
Olvídate de eso de “mi producto (o servicio) es para cualquiera o para todo el mundo”, porque no solo es mentira, sino también, un grave error. No todos lo necesitan, no todos están dispuestos a pagar lo que pides, no todos te verán como la solución que requieren. Cuanto más específico y detallado sea ese perfil de tu cliente, mejor. Tu mensaje provocará un impacto solo en aquellas personas que conecten contigo.

Cuando esa conexión se establezca, la ansiada visibilidad dejará de ser un fin, una obsesión, y se convertirá en tu carta de presentación, en el altavoz para que el mundo conozca tu mensaje. Será, entonces, cuando te darás cuenta del poder de tus acciones y disfrutarás del privilegio de ayudar a otros. Descubrirás que la vida te encomendó una de las tareas más increíbles que hay: servir.

No se trata de que todos te vean, porque de hecho no todos te verán. Tu objetivo debe ser atraer a quienes en verdad puedes ayudar, y generar el vínculo a través del cual se dé un intercambio de beneficios. Recuerda: “el exceso de exposición, quema”. En cambio, si te posicionas en la mente de las personas correctas y eres el agente de transformación que anhelan, ¡serás inolvidable!

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DANA de Valencia-2024: la peor de las tragedias fue la desinformación

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Nunca somos más vulnerables los seres humanos que cuando nos enfrentamos a una situación inesperada y trágica. Lo ocurrido durante la pandemia provocada por el COVID-19 es clara muestra de esto. Sin embargo, es un fenómeno que se repite sin cesar cuando sufrimos por un huracán, un terremoto, un incendio, una inundación o algún otro desastre natural. Es el curso de la vida.

La razón es muy simple: nadie puede frenar un terremoto, nadie puede contener la erupción de un volcán, nadie puede sentirse inmune al efecto de un virus como el COVID-19. Son situaciones que se salen de nuestro control y que, además, exponen nuestras carencias o debilidades. Son de esos escenarios en los que se nos mueve el suelo y quedamos a merced de las circunstancias.

Y no solo eso. Son momentos en los que, casi como norma establecida, nos desbordan las emociones. Afloran el pánico, la impotencia, la ira, la ansiedad, la desesperación, la impaciencia, la intolerancia, la frustración y la vergüenza, entre otras. Nos recuerdan que somos finitos y estamos expuestos a esa eventualidad de que “la vida cambia en un segundo…”.

Como les ocurrió a los habitantes de la provincia de Valencia, en España, en la mañana del martes 29 de octubre de 2024. ¿Recuerdas qué sucedió? La trágica DANA, que produjo al menos 224 muertes (según datos oficiales) y daños estimados en no menos de 4.500 millones de euros. Lo peor, ¿sabes qué fue lo peor? Que, como muchas otras, fue una tragedia que se pudo evitar.

Un poco de contexto: entre los meses de septiembre y octubre, las fuertes precipitaciones son habituales en España. Esa vez, sin embargo, se batieron todos los registros: cayeron 500 litros de agua por metro cuadrado, una exageración. Además, hubo lugares en los que en unas pocas horas llovió más de lo que llueve durante un año completo. El riesgo, en suma, era inevitable.

Según los expertos, la tragedia ocurrió, entre otras razones, porque las precipitaciones saturaron rápidamente los suelos. Entonces, se generaron crecidas súbitas en torrentes, cauces y ramblas que se desencadenaron en pocas horas, lo que limitó el tiempo de respuesta”. Desde temprano, ciudadanos mostraron en redes sociales una lengua de barro y agua que avanzaba sin control.

Y aquí es cuando comienza a enredarse la pita. Que “yo avisé”, que “no hicieron caso”, que “no hubo notificación”, en fin. Mil y una versiones contradictorias, mil y una excusas que no logran ocultar la innegable negligencia de la autoridades. Algo ilógico e inaceptable para estos tiempos modernos de hiperconexión, en los que un aviso a tiempo puede salvar vidas.

En noviembre de 1985, exactamente en la noche del miércoles 13, una avalancha que se originó por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, arrasó con Armero. Esa población, que tenía unos 29.000 habitantes, fue literalmente borrada del mapa por los cuatro lahares (flujos de lodo, tierra y escombros) que se desprendieron de la montaña. Chinchiná y Villamaría también se afectaron.

A pesar de que el gobierno colombiano había recibido alertas de una actividad inusual del volcán, que llevaba 69 años dormido, no se tomaron las precauciones. Por supuesto, eran otras épocas y la capacidad de reacción era muy limitada. Además, pocos les dieron crédito a las alertas y, por eso, la fatídica avalancha los tomó a todos por sorpresa. Hubo más de 25.000 muertos.

En Valencia, la Agencia Estatal de Meteorología emitió una alerta en la mañana de ese día. Ya llovía y estaba claro que más de lo normal, más de lo esperado. La comunicación daba cuenta de “un nivel de riesgo muy alto para la población”, pero nadie la tomó en serio. Las autoridades locales, de hecho, se pronunciaron al final de la tarde, cuando la riada ya había causados grandes estragos.

Lo increíble del caso es que la población, en su mayoría, también hizo caso omiso de las alarmas. Todo el mundo continuó con sus labores cotidianas como si nada pasara, de ahí que había demasiada gente expuesta. Nadie evacuó, prácticamente nadie se protegió. Por eso, cuando Protección Civil envió mensajes de texto a los teléfonos de los ciudadanos, ya era muy tarde.

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Sin confianza, las relaciones entre seres humanos, que son la esencia de la vida, carecen de sentido. Esta, por supuesto, es la mayor de las tragedias...

Las preguntas lógicas, que hoy todavía nadie pudo responder, es ¿cómo en estos tiempos de inmediatez algo así pudo suceder? ¿Por qué nadie hizo eco de las alertas? ¿Por qué la gente se expuso al riesgo? Más allá del debate de responsabilidades (gobierno autonómico o central), hoy la tecnología de comunicación y sus poderosas herramientas pueden ayudar a salvar vidas.

Casi un año después de la tragedia, un estudio realizado por la Universidad Politécnica de Valencia (UPV) y Universidad Internacional de Valencia (VIU), nos ofrece algunas luces tenues. Es decir, nos proporcionan elementos de juicio para comprender e interpretar la situación. Y, más que aportar tranquilidad, las conclusiones del estudio revelan un fenómeno perverso tras bambalinas.

Se estableció que tres de cada cuatro noticias emitidas (el 75 %) eran contenidos falsos. Y no solo eso: estaban destinados, de manera consciente, a engañar y provocar caos. Estas noticias se difundieron en redes sociales como X o Instagram y canales de WhatsApp. La mayoría tendía a generar indignación o, peor, miedo o rechazo de la gente hacia las instituciones.

En otras palabras, literalmente, ese 29 de octubre de 2024 en Valencia hubo dos avalanchas: la producida por la naturaleza y la provocada por el ser humano, la de la desinformación. Según el estudio, ese ambiente enrarecido, distorsionado, no solo condicionó la percepción de los hechos, sino que también dificultó la respuesta de las autoridades. La infoxicación alimentó la tragedia.

Germán Llorca-Abad, profesor del departamento de Comunicación Audiovisual, Documentación e Historia del Arte de la UPV, y Alberto E. López Carrión, VIU, analizaron 185 noticias publicadas entre el 28 de octubre (un día antes de los hechos) y el 17 de noviembre. Se concentraron en los diarios nacionales y locales con mayor audiencia, e identificaron 192 bulos de alto impacto.

La mayoría de los contenidos tenían una fuerte carga emocional”, destacó Llorca. En algunos casos, estas falsedades procedieron incluso de periodistas o colaboraciones en programas de televisión. De hecho, el 28 % de esos bulos surgieron de entornos periodísticos, lo que para los autores plantea “serias dudas sobre los filtros editoriales en contextos de crisis”.

Hubo, sin embargo, un descubrimiento insólito. Fue la aplicación, juiciosa, metódica, consciente y efectiva, de un principio de la comunicación estratégica denominado diagonalismo. ¿Sabes en qué consiste? Combina discursos de extrema derecha con mensajes tradicionalmente vinculados a la izquierda, como la crítica al poder institucional o a las élites. En otras palabras, pescar en río revuelto.

¿El objetivo? Conectar con el malestar ciudadano desde múltiples ángulos ideológicos y aprovechar la incertidumbre para reforzar narrativas de desconfianza. Es decir, alimentar la incertidumbre y la zozobra, e impedir que las versiones reales y ciertas tengan eco. Esta estrategia se tradujo en ataques al Gobierno, a organismos científicos y a ONG como Cáritas o Cruz Roja.

Para colmo, los que estaban detrás de esta malévola estrategia contaron con una inesperada y efectiva ayuda : los algoritmos de las redes sociales. ¿Por qué? Porque priorizan los contenidos más virales, no necesariamente los más veraces, amplifican mensajes y favorecen su rápida expansión sin constatar su veracidad, sin establecer si la fuente de origen es confiable.

“Las emociones extremas, como la indignación o el miedo, son las que más interacción generan. Y los bulos apelan precisamente a esas emociones”, expresaron los autores del estudio. Quedó claro, asimismo, que los usuarios son exageradamente ingenuos, por un lado, o convencidos, por el otro, si lo que encuentran en los mensajes coincide con sus creencias, principios y valores.

“Es urgente reforzar la alfabetización mediática de la ciudadanía, al tiempo de mejorar los mecanismos institucionales de respuesta informativa. Y es imprescindible exigir mayor transparencia y responsabilidad a las plataformas digitales”, afirmaron. “Si no se actúa con decisión, la próxima emergencia no solo será climática, sino también, informativa”, concluyeron

Ahora, ¿qué podemos aprender de esta experiencia?

1.- El poder de los mensajes. Para bien o para mal, cuando no hay un filtro adecuado es posible distorsionar la realidad con un mensaje específico. Implica una gran responsabilidad tanto por quien emite como por quien recibe, que debe verificar la autenticidad de las fuentes

2.- La jungla salvaje. Los canales digitales, no solo las redes sociales, carecen de medidas efectivas para combatir los bulos y muchas veces son cómplices silenciosos. No se puede creer todo lo que se publica en internet, así que es necesario cuidarse a la hora de replicar contenidos

3.- El valor fundamental. La confianza fue la gran perdedora de esta experiencia. Fue socavada de lado y lado, presa de fuego cruzado. Quedó claro que los ciudadanos ya no creen en nada ni en nadie y que esa circunstancia es el caldo de cultivo para los vendehúmo y los estafadores

4.- El riesgo mediático. En medio del frenesí y de la histeria colectiva, todos queremos respuestas inmediatas. Así, solo incentivamos la aparición de versiones parcializadas, no confirmadas o, lo peor, mentirosas. La falta de rigor para publicar y consumir contenidos es la nueva pandemia

5.- Nadie está exento. Un fenómeno de desinformación como este no es selectivo, no elige a sus víctimas. De hecho, todos, sin excepción, estamos expuestos a caer en la trampa. Y hay que ser conscientes de que tras bambalinas se da un perverso juego de intereses políticos y económicos

Un huracán, un terremoto, un incendio, una inundación o algún otro desastre natural son, sin duda, algo lamentable. Sin embargo, ser víctimas de la desinformación, de la infoxicación y, en especial, de la falta de confianza es peor. Sin confianza, las relaciones entre seres humanos, que son la esencia de la vida, carecen de sentido. Esta, por supuesto, es la mayor de las tragedias…

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¿Eliges disciplina o arrepentimiento? Eso determinará tu recompensa

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No sé a ti, pero a mí la tarea de elegir se me antoja como una de las más difíciles de la vida. Más allá de que practicamos seguido, de que todos los días tomamos cientos o miles de decisiones, es un reto complejo. Aunque ya hayamos estado en una situación similar, esas experiencias no siempre nos ayudan a elegir lo que más nos conviene. Cada vez es como la primera vez.

Lo que resulta insólito es que no por haber tomado muchas decisiones aprendemos a tomar las decisiones adecuadas. Porque, por si no lo sabías, no existen las buenas decisiones o las malas decisiones. Esa es una valoración emocional, subjetiva, que hacemos en función del resultado, de cómo nos afecta esa decisión, de las consecuencias que debemos asumir. Para bien y para mal.

En otras palabras, hay decisiones y hay consecuencias. Y es precisamente el miedo a errar lo que nos lleva a tomar las decisiones que más tarde nos pesan. ¿Por qué? Porque casi siempre son la respuesta al miedo, a cargar con la culpa de una equivocación. Es, entonces, cuando entramos en los sinuosos terrenos de creer que si no elegimos, si no decidimos, nada va a suceder.

Y, sí, a veces ese es el resultado: nada sucede. Sin embargo, y quizás coincidas conmigo, a la larga nos damos cuenta de que hubiera sido mejor elegir. Nos arrepentimos y, lo peor, almacenamos un recuerdo negativo que en la próxima ocasión, o en la siguiente, nos pondrá en aprietos. Además, el camino del nada sucede es ir en contravía de la dinámica de la vida: el movimiento, la evolución.

Desde niño, aprendí a tomar mis propias decisiones y a asumir las consecuencias. Fue una de las enseñanzas más valiosas de mis padres, que casi siempre me concedieron el privilegio de elegir. Más adelante, mi mejor maestro fue el ejercicio del periodismo: un periodista que no sepa tomar decisiones, que no pueda elegir, no es un buen periodista. Saber hacer, en cambio, es un plus.

La valoración de los hechos, constatar los testimonios, reunir las evidencias, analizar e interpretar los datos recolectados y armar el rompecabezas exige tomar decisiones de diversa magnitud. No es una tarea fácil porque implica tomar distancia de los sucesos, bloquear emociones, creencias y circunstancias para estar en capacidad de ofrecer una versión lo más veraz posible

¿Y tú qué crees? Que son muchas las veces en que elegimos mal. Por A o por B. Cada vez que te encomiendan el cubrimiento de un evento, la elaboración de una noticia, te enfrentas a este dilema. Y dado que somos seres humanos, que somos vulnerables, es imposible acertar siempre. Por eso, hay que minimizar la cantidad de errores, reducir el margen de error, y acertar más.

¿Cómo lograrlo? No hay reglas establecidas, ni fórmulas perfectas. Sin embargo, la premisa de Jim Rohn, es una excelente guía. Por si no lo sabes, fue un empresario, autor y orador motivacional estadounidense. Se le atribuye haber impulsado las carreras de personajes como Tony Robbins, Mark R. Hughes y Brian Tracy, entre otros. Escribió 34 libros y casi todos fueron grandes éxitos.

¿Cuál era su premisa? Todo el mundo debe elegir uno de dos dolores: el dolor de la disciplina y el dolor del arrepentimiento. La diferencia es que la disciplina pesa onzas, mientras que el arrepentimiento pesa toneladas”. No en vano, hay estudios que certifican que, en la proximidad de la muerte, la mayoría de las personas lamenta lo que pudo haber hecho y no hizo.

Rohn, sin embargo, no se quedó ahí y profundizó su reflexión: “La disciplina nos enseña que mantener un esfuerzo constante nos prepara y fortalece para desarrollar las destrezas necesarias para ser una mejor versión de nosotros mismos. El arrepentimiento, mientras, siempre será una carga que perdura mucho más allá del presente, lleno de preguntas sobre lo que pudo haber sido”.

Y son de esa clase de preguntas que te arrebatan la tranquilidad, que te atormentan en la noche y no te dejan dormir. De las que, si lo permites, se convierten en una incesante vocecita en tu mente. Y te echan a perder el momento, la ocasión, el día, la semana, el año, la vida… Por eso, los seres humanos necesitamos aprender a elegir y asumir el reto de tomar decisiones propias.

“La próxima vez que te enfrentes a una decisión difícil, recuerda que tenemos la capacidad de diseñar cada uno de nuestros pasos enfocándonos en nuestro crecimiento personal. La clave está en enfrentar la dificultad correcta”, dijo Rohn. Fíjate que no se refirió a “la decisión correcta”, sino a “la dificultad correcta”. ¿Cuál dificultad? Las ya mencionadas: la disciplina o el arrepentimiento.

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La vida nos exige tomar decisiones todo el tiempo. Lo insólito es que, aunque practicamos mucho, a la hora de la verdad nos equivocamos mucho. Por eso, es importante saber que el dolor que elijas, disciplina o arrepentimiento, determinará tu recompensa...

Por si no te has dado cuenta, ese es un dilema al que te enfrentas cada día, en diferentes ámbitos de la vida. Un dilema que, tristemente, se convierte en un obstáculo insalvable a la hora de compartir lo increíble que la vida te ha regalado, tantas y tan maravillosas bendiciones. Que, no lo olvides, te fueron otorgadas para que las transfieras a otros aprovechando tus dones y talentos.

Esa es la razón por la cual me cuesta entender que a la mayoría de las personas les da pánico a la hora de compartir lo que son. Se sienten vulnerables y las paraliza el temor a ser desaprobadas o rechazadas. Quizás no se dan cuenta, o no son conscientes, de que en sus manos está ayudar a otros, la noble tarea de aliviar la pesada carga que ha convertido su vida en un infierno.

En estos tiempos convulsos, cargados de incertidumbre y de motivos para estar preocupados, todos necesitamos de los otros. Lo vivido durante la pandemia provocada por el COVID-19 es una clara muestra de ello. Y el duro impacto provocado por esa dolorosa experiencia nos exige, o cuando menos nos invita, a estar presentes para los demás cuando lo pidan o lo necesiten.

El problema, porque siempre hay un problema, es que creemos, nos han metido en la cabeza, que no podemos ayudar a otros. Que no estamos capacitados o que, simplemente, lo que sabemos y lo que hemos vivido “a nadie le importa”. Y también nos dicen que “debes ser un experto” en el manejo de la cámara, de las herramientas, de los programas de edición, en fin, de la tecnología.

La realidad es que nada de eso es cierto. Lo único importante es el contenido que transmites, el valor que aportas. Esas experiencias que viviste, la forma como resolviste los problemas a los que te enfrentaste, y que son luz en el camino de otros. Así como el mensaje de alguien, muchas veces de un desconocido, iluminó tu vida, así mismo tú puedes sacar de la oscuridad a otra persona.

Los canales digitales, en especial las redes sociales, se inundaron de vendehúmos, estafadores, patéticos influenciadores y más especies tóxicas porque encontraron tierra fértil. ¿Eso qué quiere decir? Que, aunque no aportan valor, encontraron una audiencia ávida de algo distinto, de algo diferente a lo ofrecido por los medios de comunicación tradicionales. Encontraron un mercado.

La infoxicación, las fake-news, los bulos y los memes, entre otras manifestaciones tóxicas, ganaron terreno con rapidez entre otras razones porque no tenían competencia. ¿Y por qué no la tenían? Porque las personas en capacidad de aportar valor real, de compartir contenidos que informen, que eduquen, que inspiren, no se atreven a hacerlo. Quizás tú eres una de ellas.

No se atreven a hacerlo por varias razones: temor a ser rechazadas, a hacer el ridículo, a no llamar la atención de nadie, a ser criticadas. También, algo que ya mencioné: están convencidas de que lo que les sucede a nadie le interesa. Pero, en especial, porque creen que van a tener que pasar horas y horas frente a la cámara o al computador creando contenidos. ¡Nada más alejado de la realidad!

La única herramienta que requieres ya está en tus manos. ¿Sabes cuál es? El celular. Allí tienes una buena cámara, micrófono, aplicaciones de grabación y edición, otras de inteligencia artificial y conexión a internet para compartir contenido en vivo o publicarlo en distintos canales digitales. Lo importante, repito, lo que puede ayudar a otros, es lo que sale de ti, el valor que aportas.

Se trata de comenzar, probar, ajustar, corregir y seguir adelante. Cualquiera puede hacerlo, o si no los tales influenciadores no lo harían. Si ellos haciendo el ridículo llaman la atención de miles, imagina lo que tú puedes hacer si compartes valor real. En últimas, tal y como lo dijo Jim Rohn, se trata de elegir entre el dolor de la disciplina, de la constancia, y el dolor del arrepentimiento.

Nos han enseñado que la disciplina es difícil, aburrida o que es una cualidad concedida a unos pocos. En realidad, es una habilidad y como tal cualquiera que lo desee la puede desarrollar, la puede cultivar. Piensa en todos aquellos logros de los que te enorgulleces: tras ellos hay una gran dosis de disciplina, que a veces no fue agradable, pero que a la postre marcó la diferencia.

Y eso, precisamente, es lo que tú puedes hacer si eliges aceptar mi invitación a compartir quién eres y qué haces. Sí, puedes marcar la diferencia en la vida de otros. O también puede cargar con el arrepentimiento de no haberlo hecho, de ni siquiera haberlo intentado, y permitir que eso que la vida te concedió en forma de múltiples bendiciones se marchite porque no lo compartiste.

“Lo que no se comparte, no se disfruta”, le aprendí a un amigo. Y, créeme, nada de lo que posees, de lo que has vivido, de lo que has aprendido, es casual. Sin embargo, carece de sentido si lo guardas solo para ti, porque la única razón por la cual te fue concedido es para que lo transmitas, lo multipliques. El dolor que elijas, disciplina o arrepentimiento, determinará tu recompensa…

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Wikipedia desvela el ‘vicio’ de la IA generativa: la trampa del cliché

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No me sorprendió el contenido, que lo esperaba hace rato y sospechaba que llegaría en cualquier momento. En cambio, me llamó la atención la fuente: Wikipedia. Sí, la enciclopedia colaborativa en línea, creada y mantenida por voluntarios de todo el mundo. Me gusta que este análisis no provenga de fuente contaminadas, involucradas en el frenesí de la creación de contenidos.

El caso es que Wikipedia publicó un documento, denominado Signos de escritura generada por IA, en el que pone el dedo en la llaga. ¿Por qué? La conclusión más importante es que, a diferencia de lo que se espera, de lo que pregonan los promotores de la inteligencia artificial, esta tecnología nos conduce a un destino equivocado y preocupante. ¿Cuál? La homogeneización del lenguaje.

¿Eso qué significa? Que los contenidos generados por herramientas como ChatGPT, Claude o Gemini, entre otras, replican sin cesar modelos narrativos. Es decir, repiten frases, recursos, encabezados y conectores en todos los formatos. En consecuencia, los posts de redes sociales, artículos de blogs, emails, e-books y demás contenidos están cortados con la misma tijera.

El problema, ¿sabes cuál es el problema? Que la mayoría de los usuarios utiliza esta tecnología sobre el supuesto de que le garantiza creatividad y diferenciación. Sin embargo, hay un largo trecho entre la teoría y la realidad. A pesar de esto, hay quienes defienden los resultados basados en una premisa cuando menos cuestionable: “Yo sería incapaz de hacer algo así, jamás lo haría.

No soy enemigo de la tecnología, no intento tapar el sol con un dedo y sí uso algunas de las herramientas de inteligencia artificial. Pero no para escribir textos o contenidos que claramente yo hago mucho mucho mejor. Las utilizo para creación masiva y generar diversos contenidos a partir de una fuente única. Por ejemplo, transcripciones, resumen, preguntas frecuentes, un pódcast…

Me gusta que haya sido Wikipedia la que puso el dedo en la llaga porque este portal ha sido una de las principales víctimas de los contenidos falsos generados con IA. Es lo que podríamos llamar un doliente. Muchos de los contenidos publicados en su web han sido contaminados con informaciones que no son reales, que incluyen errores o, lo peor, que son tendenciosas.

La Guía de campo de Wikipedia es producto del trabajo que a diario realizan sus editores a la caza de contenidos generados con IA. Ofrece ejemplos extraídos de artículos en línea y borradores en los que han descubierto que fueron escritos por los denominados grandes modelos lingüísticos (LLM, por sus siglas en inglés) impulsados por chatbots de IA y no por seres humanos.

El problema es que este fenómeno es transparente para la mayoría de las personas. Es decir, no están en capacidad de distinguir entre contenidos artificiales y reales. O, peor, identifican el origen, pero hacen caso omiso. Por mi práctica y experiencia de más de 38 años creando textos casi todos los días, detecto esos contenidos a leguas. Tienen un aroma que es inconfundible.

Hay que reconocer, asimismo, que las capacidades de estos modelos de lenguaje han mejorado sustancialmente en comparación con los contenidos que nos ofrecían hace dos años. Sí, han mejorado, pero están lejos de ser impecables y, mucho menos, perfectos. La legibilidad, que es la característica que distingue a los textos de calidad, es precaria y su sintaxis aún es deficiente.

Lo que me llama la atención es la falacia detrás del bum. ¿Sabes a qué me refiero? Todas estas herramientas generativas son hijas de lo que se conoce como machine learning. Por si no lo sabes, es una rama de la inteligencia artificial que les permite a las máquinas o sistemas informáticos aprender a partir de datos. Igualmente, pueden mejorar su rendimiento de forma automática.

A diferencia de otros modelos tecnológicos, en el machine learning las máquinas aprenden en función de la información con la que se las alimenta. Que, básicamente, son ejemplos. Una vez obtienen los datos, los analizan, los procesan e identifican tendencias y patrones. Luego, cuando se le encomienda una tarea, los utilizan para brindar los resultados esperados.

Y ese es el trasfondo del problema que desvela Wikipedia: la uniformidad de los contenidos. Un ejemplo: le pides a ChatGPT que escriba un correo electrónico para un cliente. Le das las instrucciones, el contexto del mensaje y el objetivo que persigues. Inclusive, le pides que use un lenguaje profesional, serio, pero amable, y le pides que resalte un llamado a la acción específico.

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Este es el mensaje que quiero grabes en tu mente (posa el 'mouse' para verlo al respaldo)
Si decides utilizar alguna de las herramientas de IA generativa para crear textos o contenidos, te sugiero ponerlos a consideración de un profesional de la escritura natural antes de publicarlos.

En teoría, el prompt perfecto. Entonces, la herramienta acude a su base de datos, a esas informaciones que ha almacenado, y te brinda una respuesta. Que, por supuesto, es fruto de los patrones que ChatGPT conoce, lo que en la práctica se traduce en más de lo mismo. Cumple con la tarea, pero el texto que recibes está lejos de ser auténtico, único y diferente. ¡Es más de lo mismo!

Algo lógico, por cierto. Para que ChatGPT o cualquier otra de las herramientas de la IA generativa te proporcionen algo que rompa el molde de las tendencias y de los patrones aprendidos, primero debes educarla. ¿Sabes qué significa? Que no basta con instrucciones, por muy precisas que sean, sino que debes alimentarla con contenidos que reflejen las características y el estilo que deseas.

Por ejemplo, si le alimentas las obras de Gabriel García Márquez, cuando le asignes una tarea te entregará textos con frases, ejemplos y citas propias del famoso escritor colombiano. Un proceso que se replicará con cualquier otra fuente que elijas. En resumen, estas herramientas no pueden darte algo que no les has enseñado, no tienen (todavía) la capacidad de crear algo propio.

Cuando le pido a ChatGPT que me cree 100 o 500 frases para postear en redes sociales no solo le doy las instrucciones (estilo, extensión, cantidad de palabras, tono). También lo alimento con los contenidos (básicamente, artículos de mi blog) de los que debe extraer la información. Con todo y eso, nunca sale perfecto: hay que revisar con cuidado, para no ser víctima de sus alucinaciones.

Ahora, volvamos a la guía de Wikipedia. Estos fueron los problemas identificados:

1.- Narrativa inflada, simbolismo excesivo.
Los modelos LLM (Large Languaje Models) abusan del simbolismo, lo enfatizan y le dan una importancia que, en realidad, no tiene. Hay exceso de grandilocuencia: la naturaleza es “impresionante”, las ciudades son “vibrantes”, los animales son “majestuosos”, y así sucesivamente. En el fondo, sin embargo, es un recurso que no oculta el argumento vacío

2.- Abuso de resúmenes, exceso de conectores.
La mayoría de los párrafos escritos por la IA comienzan con “Además”, “Por otro lado”, “En resumen” y otras alternativas. Lo peor, sin embargo, es que presume conclusiones contundentes que son más bien forzadas, algunas veces hasta traídas de los cabellos. Abusa también del recurso de dar sentencias al final de cada párrafo, que no es propio de la escritura humana

3.- Argumentos superficiales con buena gramática.
Este, sin duda, es el principal problema, el gran defecto de los LLM. Con frases hechas, con una prosa fluida, camufla explicaciones superficiales. Muchas de sus aseveraciones son en realidad atribuciones vagas, sin sustento, sin una fuente creíble, pero están bien escritas y en apariencia son ciertas. En ocasiones, asimismo, sus argumentos suelen ser contradictorios

4.- El riesgo de la ‘regla de 3’.
Otro de los vicios frecuentes. ¿En qué consiste? Reúne tres adjetivos o frases cortas para dar la impresión de que ha realizado un profundo análisis, pero no es cierto. De hecho, el resultado es lo contrario: superficialidad (de nuevo). Este uso contraría, también, la recomendación de emplear menos adjetivos, que son considerados como un recurso que reduce la calidad de los textos

5.- Graves (y elementales) fallas de estilo.
La calidad de un texto no solo está determinado por la prosa. Hay otros aspectos que son más importantes: la legibilidad y el estilo. Que son únicos, irrepetibles, auténticos de cada escritor. Hay penosos errores de puntuación, en las citas coloca el punto seguido dentro de las comillas, el uso del punto seguido suele ser incorrecto. También abusa de las frases largas

6.- Simplicidad de los formatos.
Otra de las características de la riqueza de un texto surge de la estructura. Es uno de los temas clave más difíciles de incorporar no solo porque exige conocimiento, sino práctica. Todas estas herramientas carecen de una estructura consolidada y deambulan de las frases largas a los párrafos de una frase. Esto reduce la legibilidad, daña el estilo y resta calidad al texto

7.- Formatos repetidos, creatividad limitada.
Algo a lo que la mayoría de los usuarios que delegan sus textos a la inteligencia artificial no le presta la atención requerida. Una vez el LLM identifica un formato que te agrada, lo adopta como modelo preferido y lo utiliza para todos los contenidos que le solicitas. Esta actitud riñe con la presunción de creatividad que envuelve a estas herramientas. ¿Un ejemplo? Las incontables listas (bullets)

Por supuesto, y más allá de que tú mismo le alimentes la información básica sobre la que debe trabajar, estas herramientas no dejan de alucinar, de inventar. Y cada vez lo hacen mejor, cada vez es más difícil de detectar. La verdad es que la inteligencia artificial, muy al estilo de los humanos, sabe cómo maquillar sus debilidades, cómo disfrazar sus vicios, y resaltar sus habilidades.

Lo anterior no significa que no debas utilizar ChatGPT o alguna otra IA generativa. Hay usos muy confiables, tareas que hacen muy bien. La creación de textos, en especial si eres una empresa, un emprendedor o un profesional independiente, por ahora no deberías delegarla en las herramientas porque te expones a los riesgos relacionados. Por ahora, la inteligencia natural gana la batalla

Mi recomendación es que, a pesar de que uses la IA generativa todos los días, de que la hayas alimentado con datos de calidad, de que hayas pulido tu sistema de creación, antes de publicar acudas a un profesional de la escritura natural. Recibirás una retroalimentación que hoy la IA no está en capacidad de brindarte y la calidad de tus textos superará con creces el promedio del mercado.

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Las 5 claves para ser una marca personal de alto impacto

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Cuando te miras al espejo, ¿a quién ves? Cuando escuchas a otros hablar de ti, ¿qué dicen? Cuando miras el espejo retrovisor de tu vida, ¿qué observas? Cuando haces un balance de la vida que has construido, ¿estás satisfecho? Estos interrogantes, que para algunos pueden ser incómodos, deberíamos responderlos con seguridad, recitarlos casi de memoria.

La realidad, sin embargo, nos muestra algo distinto: la mayoría de las personas rehúye la respuesta. O se aleja tan pronto escucha las preguntas. ¿Por qué? Por el consabido temor a ser rechazados, cuestionados o criticados, a recibir la desaprobación de otros. A mi juicio es una idea equivocada, porque son interrogantes para formularse y responder uno mismo.

Es decir, se trata de un ejercicio de introspección. Sí, esa apasionante aventura que muy pocos nos atrevemos a experimentar: el viaje a nuestro interior. A las insondables profundidades de nuestro ser, allí donde reposa nuestra esencia en su estado más puro. A ese baúl de recuerdos y experiencias en el que también reposan los miedos y los fracasos.

Una realidad patética de las redes sociales, de los canales digitales en general, es que en ellas todos intentamos posar de perfectos. En mayor o menor medida, en una u otra actividad. No solo exageramos lo que consideramos es bueno, sino que, en especial, nos esmeramos en tratar de ocultar lo malo. O lo que nos desagrada o nos produce vergüenza.

Dentro y fuera de las redes sociales, dentro y fuera de internet, en la vida real, la autenticidad es un bien escaso. Quizás porque lo asociamos con la vulnerabilidad y nos da temor que los demás se aprovechen. Entonces, erigimos muros para protegernos, nos ponemos una armadura, nos resguardamos en una trinchera para evitar un eventual daño.

El problema, porque siempre hay un problema, es que así no se puede vivir. Así no es la vida. Nadie, absolutamente nadie, es perfecto. De hecho, nadie, absolutamente nadie, está cerca de serlo. La vida consiste en aceptar lo que somos, cómo somos, y aprender a lidiar con esas características. Que, no sobra recordarlo, nos convierten en algo único y especial.

Además, seguro ya lo sabes, la vida nunca se da, nunca resulta como la esperamos. A veces, muchas veces, se da mejor, resulta mucho mejor. Sin embargo, nos enfocamos en lo que no se dio, en lo que no llegó, en lo que se fue, en lo que nunca sucederá, en lo que no se presentará. Es algo que aprendemos de otros, de nuestro entorno, y que replicamos con gran disciplina.

Dicho en otras palabras, nos pasamos la vida aparentando lo que no somos, intentando ser quienes no somos. Y así se nos va la vida, la desperdiciamos. Por suerte, siempre recibimos una segunda oportunidad. Una a través de la cual la vida nos brinda la posibilidad de mirarla de otra manera, de vivirla de otra manera. Y, sobre todo, de agradecerla, de disfrutarla.

De hecho, no es una oportunidad, sino cientos de ellas, miles de ellas. Cada nuevo día es una oportunidad. Algunas las aprovechamos, pero la mayoría la dejamos pasar en vano. Quizás porque estamos convencidos de que vendrán más, muchas más, cuando la verdad irrefutable de la vida, la realidad insoslayable, es que no sabemos cuánto tiempo nos queda.

Asumimos, porque así nos lo enseñan, que llegamos a este mundo en la búsqueda de respuestas. Sin embargo, es justo lo contrario. ¿Eso que significa? Que estamos acá para brindar respuestas a los interrogantes de otros, a los miedos de otros, a los sueños de otros. Esa es la razón por la cual cada día la vida riega maravillosas bendiciones en nuestra vida.

El conocimiento, las experiencias, el aprendizaje de tus errores; el contacto con otros, con la naturaleza, con otras especies. Todo, absolutamente todo lo que nos es concedido, solo tiene un fin: ayudarnos en la misión que nos ha sido encomendada, la de construir nuestra mejor versión, una marca inspiradora, y compartirla con los demás. De eso trata la vida.

Si bien el concepto de marca personal es relativamente nuevo, poco menos de tres décadas, se instaló con rapidez en todos los ámbitos. En especial, en el laboral. Por cierto, es un grave error pensar, como tantos, que la marca personal es exclusiva del trabajo y que todos los demás ámbitos se excluyen. En verdad, la marca personal es el ciento por ciento de tu vida.

O, si lo prefieres, tu vida es tu marca y tu marca es tu vida. Si has leído alguno de los artículos que he publicado sobre este tema (que seguro lo sabes me apasiona) sabrás que entiendo que la marca no se construye o se crea. ¿Entonces? Se vive. Desde el momento en que naces hasta el instante en el que agotas el último suspiro. Vivimos en modo marca personal.

Moraleja

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En un mundo en el que nada es como parece, una marca personal auténtica hará la diferencia. Por eso, preocúpate por el mensaje que transmiten tus acciones.

En algún momento, todos nos inquietamos por lo que nos sucede en la vida. “¿Por qué a mí?”, “¿Por qué esto?”, pensamos, en especial en eventos negativos o traumáticos. Estamos tan absortos en el frenesí, en la histeria colectiva, que perdemos la capacidad de mirar la vida en perspectiva, de alejarnos un poco de los hechos para aceptarlos y comprenderlos.

Es la razón por la cual a veces, muchas veces, no nos damos cuenta del porqué de las situaciones que vivimos. Que no se dan por casualidad, por supuesto. Que tienen un sentido, un propósito. Que incorporan una valiosa lección que en ocasiones no logramos descifrar porque la vida utiliza mensajes encriptados. Que son pepitas de oro que la vida nos regala.

Retomo: llegamos a este mundo porque nos ha sido encomendada la misión de proporcionar respuestas a las inquietudes de otros. De los que no han disfrutado de los mismos privilegios que nosotros, de los que no poseen los mismos dones y talentos que nosotros, de los que no han desarrollado las mismas habilidades que nosotros. Es un deber brindar buenas respuestas.

Para cumplir con ese objetivo, debemos ser conscientes del impacto que producimos como marca personal. ¿Eso qué quiere decir? Que todo lo que hacemos, cómo lo hacemos, así como lo que dejamos de hacer, lo que omitimos, transmite nuestra marca personal. Es decir, les da cuenta a los demás de quiénes somos. Forja la percepción que los demás tienen de nosotros.

Tu marca personal es la música que escuchas, la ropa que vistes y los libros que lees. Es la forma en que tratas a los demás, cómo reaccionas cuando te agreden verbalmente y cómo te comportas cuando tienes autoridad. Es también tu silencio ante las injusticias, tu complacencia a las burlas, tu actitud explosiva cuando la vida y el universo se ríen de ti.

Por eso, justamente por eso, la marca personal ni se crea ni se construye. ¡Se vive, se es! El problema es que la vivimos de manera inconsciente, sin darnos cuenta del impacto que producimos en la vida de otros. Y como casi nunca miramos hacia adentro, como evitamos vivir la aventura de viajar a nuestras profundidades interiores, vivimos y morimos engañados.

¿Cuáles son, entonces, las claves para vivir tu marca personal, para ser una marca personal?

1.- La autenticidad. Eres único e irrepetible y eres perfecto dentro de la imperfección de la naturaleza. Esa condición es la que te da valor, la que te hace útil para otros. Eres tanto tus fortalezas como tus debilidades. Tus aciertos como tus errores. Tu conocimiento como todo lo que ignoras. Nadie es igual que tú y, asúmelo, nunca serás del agrado de todos

2.- El diferencial. Si bien los seres humanos no somos un producto común y corriente, todos poseemos un diferencial por el que otros nos eligen. ¿Cuál es el tuyo? Descúbrelo, cultívalo y poténcialo. Ese diferencial suele ser la forma en que los demás se sienten cuando están contigo: ¿felices?, ¿atendidos?, ¿apreciados?, ¿valorados?, ¿ignorados?, ¿menospreciados?

3.- El enfoque. ¿En qué eres muy bueno, mejor que la mayoría? Es esa actividad por la que se te reconoce más allá del ámbito profesional. Esta habilidad está estrechamente relacionada con tus dones y talentos, tus pasiones, y limitada por tus defectos y tus errores. El enfoque permite que los otros te identifiquen con claridad, más allá de las percepciones

4.- La coherencia. Es el hilo conductor que une lo que piensas, lo que crees, lo que dices, lo que sientes y, en especial, lo que haces. Si la cadena se rompe en algún punto, la coherencia desaparece. La forma más auténtica de ser coherente es el ejemplo: tu comportamiento dice de ti mucho más que las palabras. Además, las acciones son una fuente de inspiración

5.- La credibilidad. Es el resultado del impacto que tus acciones producen en la vida de otros. Esta cualidad se construye a partir de la sumatoria de los cuatro factores anteriores. Si alguno falta, el castillo de naipes de derrumba. En un mundo en el que nada es como parece, la credibilidad es un valor apreciado. Es, también, el poderoso blindaje de tu marca personal

Cuando te miras al espejo, ¿a quién ves? Cuando escuchas a otros hablar de ti, ¿qué dicen? Cuando miras el espejo retrovisor de tu vida, ¿qué observas? Cuando haces un balance de la vida que has construido, ¿estás satisfecho?  La respuesta, ya lo sabes, es tu marca personal. Por fortuna, siempre es posible corregir, dar marcha atrás, buscar otros caminos.

La mayoría de los seres humanos nos preocupamos por el legado que dejaremos el día que ya no estemos aquí. Una preocupación sin sentido, porque ese legado ya está, siempre está: es la marca personal. Entonces, dependerá del impacto que estemos en capacidad de producir en la vida de otros a través de nuestras acciones. Preocúpate, más bien, por ellas.

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¿Me escuchas? Qué sucede si aprendemos a convivir con el ruido…

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Podríamos llamarlo un enemigo invisible. Es uno de los factores externos que más afecta la salud y al que, irónicamente, no le prestamos la atención que se merece. ¿Sabes a cuál me refiero? Al ruido. Que, según evidencias científicas, afecta la salud auditiva (lógico), la mental (cada vez más común) y la cardiovascular. También produce trastornos del sueño, estrés y otras alteraciones.

Estoy en una etapa en la que la vida me exige sosiego, bajar las revoluciones y, sobre todo, alejarme del ruido. En cualquiera de sus manifestaciones. Que, por cierto, están por doquier. El tráfico y el transporte, las obras en construcción y la vida nocturna (bares, tiendas, conciertos). También, los ruidos humanos, los animales, la vida doméstica (electrodomésticos) y hasta la naturaleza.

Por si todo lo anterior fuera poco, a través de nuestros hábitos agregamos algunas otras fuentes de ruido. ¿Por ejemplo? Las incesantes notificaciones de los dispositivos digitales, que son causa de distracciones constantes, producto de mensajes recibidos. Y, por supuesto, ese que llamamos ruido mediático, que aunque no suene nos hace daño a través de mensajes tóxicos frecuentes.

Lo insólito es que, fruto de nuestra increíble capacidad de adaptación, los seres humanos somos capaces de acostumbrarnos al ruido. A comienzos del siglo pasado, tiempos lejanos en los que la vida era muy distinta de la actual, en los que los ruidos eran distintos de los actuales, el célebre científico Robert Koch, ganador del premio Nobel, nos dejó una frase célebre. ¿Sabes cuál fue?

“Un día el hombre tendrá que luchar contra el ruido tan ferozmente como contra el cólera y la peste”. Bueno, pues vivimos ese día, padecemos ese día. Y lo peor, de muchas formas. Un ruido que no solo nos distrae y nos hace daño, sino que también distorsiona lo que percibimos, lo que consumimos a través de los sentidos. Es difícil hallar algo que no esté contaminado por él.

El ruido, en alguna de sus manifestaciones, contamina las relaciones con otros. Gritos, histeria, impulsos posesivos, cualquier tipo de violencia (física o verbal), manipulaciones o mentiras son ruidos que rompen los vínculos. O, peor, que los convierte en tóxicos que desgastan, que poco a poco minan la salud. Sus efectos son terribles porque acaban con la confianza, con la paz.

El ruido, también, contamina la relación que tienes contigo mismo. Ruido es la cantidad de pensamientos negativos que permites que vuelen silvestres en tu mente. Ruidos son también las creencias limitantes que te impiden obtener las maravillosas bendiciones que la vida tiene para ti. Ruido es, asimismo, el síndrome del impostor por el que no confías en tu potencial.

Otra forma común del ruido que nos amarga la vida es la dependencia de los demás. ¿Por ejemplo? Necesitar la aprobación de otros para sentirte bien, adaptarte a sus exigencias para encajar o renegar de lo que la vida te ofrece para encajar socialmente. Hay exceso de ruido en los mensajes que te condicionan, que te manipulan, en los que te hacen sentir alguien inferior.

Si bien cualquiera de las manifestaciones del ruido es dañina, la que a mi juicio es la más perjudicial es aquella ligada a la comunicación. Nada más desagradable que una interacción enrarecida por el ruido. De hecho, y seguramente lo has experimentado, lo has sufrido, este ruido es el punto de partida de los cortocircuitos de la comunicación y, claro, de los malentendidos.

Como profesional de la comunicación desde hace 38 años y consultor de estrategias de contenidos, sin embargo, entiendo las consecuencias del exceso de ruido. En especial, del que consumimos de manera inconsciente, automática; de aquel al que nos acostumbramos y lo convertimos en un hábito. Y, claro, de ese que nos impide escuchar y nos limita solo a oír.

¿Por qué? Porque los mensajes que consumimos se transforman en pensamientos, en creencias y en emociones que cultivamos en nuestro cerebro. Luego, esos pensamientos, esas creencias y esas emociones se traducen en acciones, en decisiones, en comportamientos y en hábitos. Condicionan lo que sentimos, lo que hacemos y, principalmente, cómo lo hacemos.

El problema, porque siempre hay un problema, es que programamos nuestro cerebro para oír, en vez de acondicionarlo para escuchar. Cuando solo oyes, estás sometido al ruido porque este se encuentra incorporado en esas dinámicas de comunicación distorsionadas y manipuladas. Son parte de la esencia de esas interacciones contaminadas, tóxicas, que tanto daño nos hacen.

Moraleja

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La capacidad de escuchar, que es voluntaria, una decisión, es imprescindible para comunicarnos con otros y, lo más importante, establecer sólidos vínculos e interrelacionarnos.

Cuando escuchas, en cambio, lo primero que debes hacer es callar el ruido. O, dicho de otra manera, mientras haya ruido es imposible escuchar. Imagina que vas caminando por el centro comercial, mientras miras las vitrinas de los almacenes, y suena tu teléfono. Contestas porque es uno de tus hijos, pero no puedes hablar: no lo escuchas por el exceso de ruido, solo oyes ruidos.

En estas épocas de infoxicación, de matoneo mediático, de bombardeo mediático y, sobre todo, de fake-news y versiones de inteligencia artificial que suplantan a los humanos, los decibeles del ruido sobrepasaron, por mucho, los límites de la cordura. Todas nuestras comunicaciones, todos nuestros mensajes, están contaminados por el ruido y las consecuencias son catastróficas.

Por eso, es necesario aprender a escuchar y dejar de oír. ¿Cómo hacerlo? Te propongo cinco acciones sencillas y efectivas:

1.- Oír es pasivo, escuchar es activo. Mientras cocinas, cuando vas al gimnasio o si juegas con tu mascota, oyes música. Que te acompaña, que te distrae, pero no le prestas atención. Solo quieres que haya un poco de ruido porque no te gusta el silencio. Lo mismo sucede si conduces tu auto: la atención está en la carretera, en los transeúntes, pero la música te ayuda a relajarte, es agradable.

Por el contrario, si quieres escuchar un audiolibro o el video de una conferencia que te interesa, lo más seguro es que te pongas los audífonos. No quieres ruidos, necesitas estar concentrado para escuchar esos mensajes que te interesan. Tu atención ya no está dispersa, sino que se concentra en esa voz que te transmite conocimiento. Solo así puedes establecer una conexión poderosa.

2.- Oír es un sentido, escuchar es una habilidad. Oír es un privilegio que nos fue concedido a la mayoría de los seres humanos. Es uno de los cinco sentidos, maravillosos regalos que nos brindó la naturaleza, es una capacidad biológica innata. No tienes que pedirla, no tienes que educarla, porque ya lo incorporas, porque es una tarea de tu cerebro, que la usa para recibir información.

En cambio, escuchar es una acción consciente. Que, por si no lo sabías, se aprende. Exige tu atención, tu concentración, tu determinación, tu disciplina para aislarte del ruido. Escuchar no es algo que hacemos por instinto, como oír, sino que es producto de una decisión. Además, algo muy importante: para escuchar, debes brindar toda la atención posible, una actitud de disposición.

3.- Oír es involuntario, escuchar requiere atención. Oyes el canto de los pájaros, oyes el motor de los automóviles, oyes las conversaciones de quienes viajan en el transporte público, oyes porque la naturaleza te dio los oídos. Oyes los ruidos, o los sonidos, inclusive aquellos que son molestos, porque están ahí en el ambiente. No puedes bloquearlos, están fuera de tu control.

La escucha requiere, en la mayoría de las situaciones, de la abstracción. Exige que aprendas a aislar los ruidos del ambiente para concentrarte en lo que deseas escuchar. Si estás con tus amigos en un restaurante, oyes conversaciones, pero no escuchas, no puedes hacerlo. Cuando estás atento, tu cerebro se comporta de manera diferente, entiende que es algo importante.

4.- Oír es recibir un sonido, escuchar es comprenderlo. Recibir un sonido es una acción pasiva que podemos realizar de manera simultánea con otras actividades. Así, por ejemplo, puedes oír música mientras ves a tus hijos jugar en el patio de la casa. Lo que haces es aprovechar la capacidad fisiológica de captar las ondas sonoras, una función que es automática.

La comprensión que está ligada a la habilidad de escuchar, mientras, implica prestar atención y requiere conocimiento para procesar, decodificar e interpretar el mensaje que te comunican. Y no solo eso: también es necesario que conozcas el contexto del mensaje para darle el significado adecuado. ¿Un ejemplo? El aprendizaje. La comprensión, además, depende de tu cerebro.

5.- Oír no requiere memoria, escuchar implica recordar e interpretar. Tu cerebro almacena todos los sonidos o ruidos que oyes a sabiendas de que después los vas a identificar y eso te producirá una emoción, desencadenará una reacción. El canto de los pájaros, de cualquier pájaro, lo oyes y sabes que no es un perro o un caballo, pero no necesitas comprenderlo, solo lo procesas.

Lo que escuchas, en cambio, es un proceso más complejo, consciente. No puedes aprender un nuevo idioma si lo que escuchas del profesor no lo procesas, no lo interpretas, no le dices a tu cerebro que lo almacene y lo utilice. Solo si estas condiciones se cumplen puedes hablar en ese idioma y conseguir que otras personas te entiendan. Es una acción deliberada y voluntaria.

Los seres humanos, lo sabes, lo vives, lo sufres, nos comunicamos todo el tiempo. Inclusive, sin pronunciar palabra alguna. Esa interacción con otros y con el entorno es parte vital de nuestra esencia. Necesitamos comunicarnos porque nos hace sentir vivos. Sin embargo, es imposible comunicarnos de manera efectiva si nos limitamos a oír y no aprendemos a escuchar.

El acto de oír, no lo olvides, incorpora el ruido. Que está ahí, por doquier, que se presenta de múltiples formas, y te incomoda, distorsiona los mensajes. La capacidad de escuchar, mientras, es una habilidad adquirida, producto de una decisión consciente y voluntaria. Nos brinda una gran variedad de beneficios, en especial, el de poder relacionarnos e interactuar con otros.