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“Inspiración, ven a mí (por favor…)”: no te lo creas, ¡ella ya está en ti!

Ese es un clamor que escuchamos sin cesar, en especial cuando vamos a comenzar un proceso creativo. Que no se limita a la escritura, sino que abarca también la música, la pintura, la escultura y hasta la cocina. Es decir, todos aquellos en los que la creatividad es un ingrediente básico, el que le da el toque original a tu producción, el que te diferencia del resto.

Los seres humanos, quizás por nuestra naturaleza, también porque es lo que nos enseñan en la niñez y lo que reforzamos durante el resto de la vida, nos obsesionamos con buscar lo que ya poseemos. La versión más perversa es que nos obsesionamos con comprar algo inmaterial que nadie puede ofrecernos: la salud, la felicidad, el amor, la paz, la imaginación y la creatividad.

Todos nacemos saludables, en esencia. Inclusive, las personas con algún tipo de discapacidad pueden vivir una vida normal si consiguen adaptarse. Lo demás, la conservación de esa salud, depende de cada uno: de los hábitos que adquirimos, de nuestro comportamiento, de cuánto amamos y respetamos nuestro cuerpo, de cuánto lo cuidamos, lo cultivamos, lo potenciamos.

Todos tenemos mil y un motivos cada día para ser felices. Sin embargo, son muy pocos los que aseguran ser felices. El problema es que nos dicen que la felicidad es un destino, y no es así; nos dicen que la felicidad es un estado, y no es así. La verdad (al menos, así lo creo), es que la felicidad es una actitud que nos permite disfrutar la vida, inclusive en los momentos difíciles.

Todos nacemos rodeados de amor, fruto del amor. Y tenemos la posibilidad de brindar amor. De mil y una forma, en todas y cada una de las situaciones de la vida. Amor de padres, amor de hijos, amor de hermanos, amor de amigos, amor de cuidadores (de nuestras mascotas, por ejemplo), amor en general, que se disfraza de caridad, de generosidad, de solidaridad.

Todos tenemos tanta paz como deseemos. Por supuesto, hay circunstancias que no es posible controlar, que se presentan como aprendizajes camuflados que encierran alguna lección para nosotros. Luego, esa paz dependerá de la calidad de personas las que te rodees, de que te alejes de personas y ambientes tóxicos que nada te aportar, que seas tu propia prioridad.

Y, ya lo supondrás, todos tenemos imaginación y creatividad. Y no una dosis limitada, ¡sino toda la que es posible atesorar! La imaginación y la creatividad están ahí, son parte de la configuración de origen de todos los seres humanos, pero cada uno tiene que encontrar cómo se manifiesta, cuál es la habilidad que te permitirá generar un impacto positivo con ellas.

¿Entiendes? No tienes que salir a buscarlas en ninguna parte. Nadie te venderá imaginación o creatividad, nadie te las transferirá, porque ya están en ti. De hecho, y esto es importante que lo comprendas, nadie te enseñará a ser imaginativo o creativo: tú, solo tú, podrás descubrir para qué te sirven, cómo utilizarlas. La premisa es que sea en beneficio de otros.

Cuando una persona me pide que le ayude a escribir, lo primero que me interesa que esté claro es que ya sabe escribir. Es decir, no vamos a partir de cero, sino que vamos a identificar en qué punto del proceso se encuentra, cuáles son las virtudes que tiene y, por supuesto, las dificultades que le impiden avanzar. Por lo general, más que dificultades se trata de miedos.

Miedo a fracasar, miedo a quedarse a mitad del camino, miedo a que lo que escribes no le guste a nadie, miedo a la crítica negativa, miedo a que a nadie le interese… Lo primero que hay que entender es que escribir es una aventura llena de riesgos: solo los que están en capacidad de asumir, de vencerlos, pueden escribir textos, contenidos u obras dignas de leer y recordar.

Pero, volvamos al comienzo: la inspiración no llega a ti porque ya está en ti. No necesitas ir a buscarla en ningún lado, porque ya la tienes. Está en todos y cada uno de los gratos recuerdos de tu niñez, en los momentos inolvidables que has vivido con tus amigos, en los instantes felices que experimentaste con tu familia, en las risas que compartes cada día con tus hijos.

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Está, así mismo, en esos logros que tanto te costaron y de los cuales te sientes muy orgulloso, o en el conocimiento que has adquirido gracias a tu disciplina y disposición para aprender. O en los maravillosos libros que has leído desde la niñez, o en las canciones que escuchas y que te transportan a escenarios increíbles o en las series y películas que has visto una y otra vez

El problema con la imaginación y la creatividad es que creemos, porque así nos lo enseñan, que están ligadas a algo extraordinario. Y la verdad es distinta: las mejores ideas, aquellas que marcan la diferencia y que atraen la atención, son aquellas que están ligadas a lo que tantas veces pasamos por alto: los pequeños detalles y las emociones. ¿Habías caído en cuenta?

Todo, absolutamente todo lo que está a tu alrededor, lo que sucede a tu alrededor, es una inagotable fuente de imaginación y creatividad. Sin embargo, lo más valioso se encuentra en los detalles y en las emociones. Para apreciar y aprovechar los detalles debes usar estas dos habilidades: observar y escuchar. Te ayudarán a activar tu imaginación y tu creatividad.

Las emociones son tan poderosas que condicionan lo que pensamos y lo que creemos, en consecuencia, también lo que hacemos. Cuando estamos alegres y confiados, nos sentimos invencibles; mientras, en medio de la tristeza y la confusión somos vulnerables. Cuando la vida nos sonríe con salud, bienestar y prosperidad, los miedospasan a un segundo plano.

Mentiría si te dijera que es posible dominar las emociones: nadie lo hace. Sin embargo, sí es posible aprender a tomar distancia de ellas, abstraerte de su entorno. Así, les quitarás el poder que ejercen sobre ti, evitarás que jueguen contigo. Esa, créeme, es una de las habilidades que un buen escritor (o cualquier otro creativo, sin importar la especialidad) debe aprender.

Las emociones que experimentas en las diferentes circunstancias de tu vida son una increíble e ilimitada fuente de inspiración y creatividad, siempre y cuando no te dejes llevar por ellas. Si puedes verlas en perspectiva, te servirán para ver esos pequeños detalles que los demás omiten, para descubrir los secretos que esconden esas situaciones debajo de lo obvio.

No pretendas que la inspiración, la musa o como la quieras llamar, llegue a ti y te ilumine. Eso no va a ocurrir. Es una mentira que se ha propagado con el fin de venderte productos que, en teoría, te van a permitir inspirarte. Sin embargo, repito: es una mentira. La inspiración está dentro de y solo tienes que descubrir cómo activarla, tomar control de ella y aprovecharla.

Tu tarea consiste en saber qué te inspira: ¿la música? ¿La lectura? ¿El deporte? ¿El cine? ¿Una actividad al aire libre? ¿Jugar con tu mascota? ¿Salir con tus amigos a tomar cerveza? ¿Estar con tu pareja? ¿Caminar solo por un parque? ¿Meditar? ¿Conversar con tus padres o con tus abuelos? ¿Ayudar a tus hijos con las tareas escolares? ¿Qué es, en últimas, lo que te inspira?

La buena noticia es que no es una sola actividad, no hay una sola fuente. De hecho, lo más probable es que sea una combinación de varios o, por qué no, de todas las anteriores (y, claro, de algunas más que solo tú conoces). Una vez lo hayas identificado, enfócate en las emociones que experimentas en esas situaciones, en los pequeños detalles que la mayoría omite.

Una pista: eso que tantos llaman inspiración no es más que una oportunidad. Si la dejas ir, tienes que crear una nueva, propiciar otra. Pero, por favor, no olvides lo importante: la imaginación y la creatividad están en ti, así que cuanto mayor sea tu autoconocimiento, mayor será la información que obtendrás de ese apasionante viaje a lo más profundo de tu interior.

La próxima vez que te den ganas de invocar a la tal inspiración (que no existe), más bien despójate de los miedos y acepta la aventura de explorar en tu vida (pasado y presente) y en tus sueños e ilusiones (futuro). Profundiza tanto en lo doloroso, como en lo que te produjo placer, en lo que te hizo llorar y lo que te provocó felicidad. Luego, deja correr la imaginación

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Cómo la imaginación llena los vacíos del conocimiento

La línea entre la realidad y la ficción, o la imaginación, es muy delgada. De hecho, con frecuencia la traspasamos, aun sin darnos cuenta. Y es inevitable, sin duda, no solo porque es la naturaleza del ser humano, sino también porque es imposible controlar la mente, que es traviesa, caprichosa, que nos juega malas pasadas. Que, además, es infinitamente poderosa.

Tan poderosa, que muchas veces, en muchas circunstancias, no somos capaces de saber a ciencia cierta si vivimos en la realidad o en la ficción (imaginación). Nos montamos películas, vemos enemigos que no existen, creamos escenarios que solo están en nuestra mente y nos mortificamos por situaciones o hechos que no se dieron o que se dieron de una forma distinta.

Quizás lo sabes, quizás lo has experimentado, la mayoría de los males que nos aquejan a los seres humanos están en nuestra mente, surgen de nuestra mente. Así mismo, habrás escuchado que los pensamientos tienen poder curativo y de transformación: lo que piensas y aquello en lo que crees determina lo que haces, tus comportamientos, hábitos y deseos.

La clave radica en que tu vida tenga más realidad que ficción (imaginación), porque de lo contrario la puedes pasar muy mal si vives en un mundo irreal. Esta, seguramente lo sabes, es una premisa que se aplica a todas las actividades de la vida y, por supuesto, la escritura es una de ellas. Pero, no solo la escritura: cualquier forma o especialidad de creación que elijas.

Por allá en el lejano año 1981, cuando a Gabriel García Márquez le otorgaron el premio Nobel de Literatura, los periodistas colombianos corrieron a Aracataca, su pueblo natal, un lugar polvoriento, caluroso y enigmático, con la intención de saber más de Gabo. Una de las paradas obligatorias era la casa natal del laureado escritor, donde los atendía doña Luisa Santiaga Márquez.

Ella, la madre de Gabo, con gentileza y paciencia, también con una encomiable naturalidad, respondió todos los interrogantes. Algunos de ellos, decenas de veces, porque las preguntas se repetían. Una de esas, de las más frecuentes, era cómo Gabo había aprendido (o quién le había enseñado) a crear esos personajes e historias fantásticas que maravillaban a los lectores.

No tengo ni idea. Lo único que les puedo decir es que todo lo que Gabo escribió es cierto porque a él se lo contaron”, decía la matrona. Por supuesto, nadie, absolutamente nadie, a excepción del propio escritor, sabía qué tanto de cada personaje, qué tanto de cada historia, era realidad y cuánto era ficción (imaginación). O, probablemente, ni él mismo lo sabía.

Y este, a mi juicio, es uno de los mayores poderes de la escritura, de la mente humana: puedes crear lo que sea, inclusive un mundo nuevo, y vivir allí aunque sea solo un rato, mientras lees. O puedes convertirlo en tu refugio privado, secreto, un espacio al que solo tú tienes acceso y en el que te sientes libre por completo. Sin ataduras, sin límites, sin preocupaciones.

Como lo mencioné en algún artículo anterior, escribir es el acto de rebeldía más increíble del ser humano. Entendiendo eso de la rebeldía como la resistencia a ser encasillado, a vivir una vida ajena condenado a seguir los patrones impuestos por otros; como la decisión voluntaria y valiente de vivir la vida bajo tus propios términos y aceptando los riesgos que esto implica.

De eso, justamente, se trata el privilegio de escribir: de hacerlo bajo tus propios términos, los que tú eliges, sin límites, y aceptando los riesgos que se presentan en camino. Aceptarlos y enfrentarlos, enfrentarlos y disfrutarlos. Un de los ineludibles es la creación de los personajes y de las situaciones (contexto) que le dan forma a tu historia, que le dan vida a tu historia.

Y este, créeme, es uno de los obstáculos más complicados para muchas personas, para la mayoría. ¿Por qué? Porque requiere darle rienda suelta a tu imaginación, dejar que tu creatividad vuele libremente. Y no saben cómo quitarse las ataduras, no saben cómo despojarse de los miedos y de las creencias limitantes, del peso de los errores del pasado.

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Por eso mismo, a lo mejor no lo sabías, escribir es también un acto de valentía. Las experiencias más ricas, más poderosas y las que te permiten generar mayor identificación con las personas que leen tus textos son aquellas que, irónicamente, más pánico nos producen. ¿Por qué? Porque son las que nos obligan a enfrentarnos a nuestros demonios internos.

Esa es la razón, una de las razones, por las que cuando creamos un personaje o una situación para una historia o un relato no podemos basarnos por completo, al ciento por ciento, en algo real, en una persona. “Nunca terminarás de conocer a una persona”, reza una popular frase. Le agregaría “ni a ti mismo”, porque hay mucho de nosotros mismos que desconocemos.

Son esas misteriosas profundidades de la mente y del corazón del ser humano que, quizás, sea mejor no explorar. Pero, no importa porque, al fin y al cabo, disponemos de un maravilloso recurso que nos permite llenar ese vacío: la imaginación (creatividad). Es lo que nos brinda la posibilidad de convertir en bueno lo malo, en hacer un villano de un héroe… ¡genial!

El de la realidad y la ficción es un círculo virtuoso: la una nutre a la otra, una se nutre de la otra. No hay realidad sin ficción y, por supuesto, no hay ficción sin realidad. En este caso, distinto de lo que ocurre con el huevo, sí sabemos qué fue primero: la realidad. Primero conocemos lo que el mundo nos ofrece y luego, a través del poder de la mente, lo recreamos, lo adaptamos.

Es usual que, cuando vas a escribir una historia, tomes algún modelo de la realidad. Sobre todo, a la hora de crear tu protagonista. La tendencia que seguimos, porque es lo que nos enseña el mercado, es tomar el modelo de alguien que conocemos, de alguien que nos es muy familiar, alguien muy cercano, y lo involucramos en la trama. Sin embargo, no siempre es bueno.

No si lo que haces es un copy+paste, es decir, si el protagonista de tu historia es, por ejemplo, tu abuelo o un amigo o una pareja que tuviste en el pasado. Recuerda: “Nunca terminarás de conocer a una persona”, así que ese modelo no es suficiente para tu relato. Para que no se noten los vacíos, tienes que echar mano de la imaginación, debes retocar a tu personaje.

El personaje o la situación en la que se desarrolla tu historia (el contexto) siempre es una mezcla de realidad y ficción. Siempre. Toma solo los rasgos más característicos de esa persona real que conoces y agrégale los matices que desees, surgidos de tu imaginación. Por supuesto, debe haber coherencia, debe ser creíble, debe tener un sentido y un propósito para tu historia.

Más que aquello que puedas leer (que no se puede descartar, por cierto), la mejor fuente de información para un escritor, para alguien que desea transmitir un mensaje, es su realidad. Sí, las experiencias que vive, las lecciones que surgen de sus errores, las interacciones que tiene con otras personas y con su entorno y, de manera muy especial, con sus emociones.

Una de las características que distingue a los buenos escritores es la capacidad para conectar con otras personas, para identificarse con ellas, a través de las emociones. Tu miedo quizás sea distinto del mío, pero es miedo al fin. Gracias a las emociones, nos acercamos a otros, nos sentimos acompañados, nos ayudamos unos a otros. Gracias, también, a la imaginación.

El oficio de escribir, en cierta forma, es muy similar al de cocinar: todos los chefs pueden preparar una deliciosa pasta con los mismos ingredientes, pero cada uno, gracias a la imaginación, le dará toque personal. ¿Entiendes? Y en esos, justamente en eso, radica la genialidad de cada uno, aquello que lo hace diferente y por lo que un comensal lo elige.

No te frenes simplemente porque no lo sabes todo, porque no lo conoces todo. Nadie, absolutamente nadie, lo sabe todo. Y, aunque se antoje una contradicción, es lo mejor. ¿Sabes por qué? Porque, entonces, puedes echar mano del maravilloso recurso de la imaginación, de la creatividad, una facultad única del ser humano que te permite ser el amo del mundo, de tu mundo…

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Con estas dos habilidades, escribir te parecerá un juego de niños

A veces (casi siempre), corro el riesgo de tornarme cansón con este tema. Sin embargo, de manera consciente asumo el riesgo porque estoy completamente convencido de que no me equivoco. ¿A qué me refiero? A que los seres humanos, todos los seres humanos, y eso te incluye a ti que estás leyendo estas líneas, llevamos un buen escritor en nuestro interior.

Que quizás está dormido, que quizás es un poco distraído, que probablemente no has identificado y, por lo tanto, no has aprovechado. De hecho, y esto es algo que también repito sin cesar, escribimos todos los días: correos electrónicos, informes de trabajo, conversaciones de mensajería instantánea, comentarios en redes sociales, en fin. Escribimos todos los días.

Lo malo es que lo hacemos de manera automática, limitada. En otras palabras, escribimos como respuesta a un impulso inconsciente, de modo que no tenemos control de lo que producimos. Por eso mismo, carecemos de un vocabulario abundante, de variedad de ángulos en nuestros escritos, de recursos que nos permitan que esos textos sean más atractivos.

Además, escribimos de temas muy limitados: aquello en lo que nos consideramos expertos y, por ende, no enfrentamos el temor de hacer el ridículo. La política, el deporte, las relaciones sentimentales y los negocios son algunas de las áreas en las que nos aprendemos dos o tres frases de combate que repetimos como un loro viejo. Y no salimos de ahí por nada del mundo.

Honestamente, y te pido que me disculpes si eres una de esas personas, me parece un gran desperdicio. ¿Por qué? Porque los seres humanos tenemos un potencial ilimitado, ¿lo sabías? Que está condicionado, sí, por el conocimiento que hemos adquirido, por las experiencias que hemos vivido, por las creencias y, de manera muy especial, por nuestros miedos y emociones.

Crees que no puedes, pero sí puedes. Solo que no lo has intentado las veces suficientes o no sabes bien cómo hacerlo. Pero, ¡sí puedes! Esta es una premisa que se aplica a cualquier actividad de la vida. Por supuesto, y esto es muy importante, que sí puedas hacerlo no significa de manera alguna que vayas a ser el mejor, el referente, o que lo asumas como una profesión.

Me explico: puedes disfrutar el tenis, si es un deporte que te llama la atención, sin necesidad de ser Roger Federer. Puedes sorprender a tu familia con algún platillo que aprendas sin tener que ser el chef Jorge Rausch. Puedes animar una reunión de amigos o de la familia si tocas unas canciones con tu guitarra sin ser Paco de Lucía o cantar como tu vocalista preferido.

Del mismo modo, puedes escribir bien sin necesidad de ser Gabriel García Márquez, o Julio Cortázar, o Mario Benedetti, o Gabriela Mistral o J.K. Rowling. Esas son las grandes ligas, a las que pertenece una élite que nació para estar allí y que, además, convirtió algo normal, como es escribir, en algo extraordinario. Muy probablemente, ese no sea lo que te interese, tu meta.

Sin embargo, y aunque no te conozca o jamás haya leído una línea escrita por ti, estoy seguro, completamente seguro, de que puedes escribir bien. ¿Esto qué significa? Que estás en capacidad de transmitir un mensaje poderoso, de impacto, inspirador y empoderador a partir de tu conocimiento, experiencias, del aprendizaje de tus errores, de tus sueños y tus miedos.

Puedes hacerlo, créeme. ¿Cómo? Requieres algunas cualidades y, en especial, desarrollar algunas habilidades. Algunas ya están dentro de ti, mientras que otras tendrás que buscarlas e incorporarlas. Lo principal es que debes establecer qué para ser un buen escritor, por un lado, y qué te hace falta, por otro. Mientras no llenes algunos vacíos, escribir será difícil para ti.

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Estas son algunas de las cualidades y características de un buen escritor:

1.- Un buen conocimiento del lenguaje, la sintaxis y la gramática, entendiendo aquello de bueno como superior al promedio (y esto incluye, claro, el vocabulario)
2.- Disciplina y constancia. Si tienes la primera, pero te falta la segunda, en algún punto vas a abandonar. Escribir bien es un hábito que cultivas en la medida en que practicas más
3.- Organización y planificación. Igual que lo anterior. Olvídate de la tal inspiración, que no existe, y entiende que con un buen plan y la adecuada estrategia puedes escribir bien
4.- Capacidad para sobreponerte a los vaivenes de las emociones. Si permites que ellas te dominen, la tarea de escribir será harto difícil porque siempre tendrás una buena excusa
5.- Curiosidad y deseos de mejorar. Lo que sabes quizás te sirva para comenzar, pero solo llegarás a escribir biensi aprendes, si mejoras tu estilo, si pruebas estilos distintos
6.- Autocrítica y tolerancia. Creer que todo lo que escribes está bien no te ayudará, pero tampoco te servirá asumir que todo está mal. Recuerda: los extremos son viciosos
7.- Resistencia a la soledad. El éxito en el oficio de escritor depende de que puedas lidiar con la soledad, que es necesaria para producir mejor y, sobre todo, para activar la imaginación
8.- Paciencia (y más paciencia). No vas a escribir bien de la noche a la mañana, así que no hay más remedio que aceptar que es un proceso y que tienes que trabajar (arduamente)
9.- Creatividad. Todos somos creativos, pero no todos sabemos cómo transformar esa cualidad en buenos escritos. Está ahí, dentro de ti, pero tiene que activarla, potenciarla
10.- Saber tomar decisiones. Si vas a escribir, no puedes evitar tomar decisiones, una habilidad que distingue a los buenos del resto. Si además aciertas en tus decisiones, mucho mejor

No sé cuántas de ellas poseas; ojalá sean todas, porque esto te acortará el camino. Sin embargo, debo decirte que todas estas y otras más no son suficientes. Sí, lo siento. No mientras no tengas las dos más importantes, las que en la realidad, en la práctica, te van a permitir ser algo más que un buen escritor y, además, disfrutar de lo que haces.

¿Sabes a cuáles me refiero? Observar y escuchar. Que, valga aclararlo, son bien distintas de ver y oír. Por si no lo sabías, son las dos cualidades más escasas en la especie humana, no porque carezcamos de ellas, sino porque no las utilizamos. La mayoría de las personas se quedan en el nivel básico, ver y oír, que no les permiten percibir y apreciar lo verdaderamente valioso.

Cuando observas y escuchas, otros sentidos también se activan, como el tacto y el olfato. Y tu cerebro se pone en modo activo, despierto, dispuesto a recibir información, a experimentar nuevas sensaciones. Y, lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Se conecta con tu corazón para que él complete el equipo. ¿Cómo? A través de las emociones, las que aportan el color y el sabor.

Cuanto más desarrolles las habilidades de observar y escuchar, más activa será tu imaginación. Cuanto más activa esté tu imaginación, más podrás apreciar los detalles que hay alrededor, aquellos que para la mayoría pasan inadvertidos, los significativos. Cuanto más observas y escuchas, más y mejor información vas a incorporar, más y mejor será lo que puedes escribir.

Observar y escuchar con atención te permiten ir al fondo, a lo importante, sin distraerte en lo superficial. Además, te brinda argumentos para analizar la situación, para entenderla, para forjarte una opinión sustentada y estás en modo aprendizaje permanentemente. Y, por si esto fuera poco, te permite mantener prudente distancia sobre los hechos para analizarlos.

Observar y escuchar con atención es el paso inevitable para descubrir lo que otros no perciben y encontrar la solución adecuada al problema más complejo. Observar y escuchar te permite establecer un sólido vínculo de empatía con otros, con tu entorno, al tiempo que genera confianza y, algo crucial, te da la posibilidad de transmitir un mensaje asertivo, de impacto.

Hay un buen escritor dentro de ti, uno capaz de ayudar a otros con tu conocimiento, con tus experiencias, con tus sueños y a pesar de tus miedos. Si quieres descubrirlo, si quieres activarlo, debes desarrollar las habilidades de la observación y de la escucha. Ellas serán tus mejores aliadas, tus grandes amigas, tus confidentes, las musasmás poderosas…

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Esta habilidad, si la dominas, te facilitará el proceso de escribir

Lo complejo del arte de escribir no es la escritura en sí. Menos cuando sabemos que a todos no enseñan a escribir en la escuela primaria y que, además, todos los días escribimos. La dificultad reside en que lo hacemos instintivamente, de manera impulsiva, sin tener control de lo que producimos. Lo complejo, mientras, está representado por las otras habilidades necesarias.

La clave para escribir bien es hacerlo con frecuencia, ojalá un poco cada día. Y lo hacemos, ciertamente, pero inconscientemente. Nos limitamos a responder a estímulos externos y por eso casi nunca obtenemos el resultado que anhelamos. Escribimos, pero no desarrollamos la habilidad, no establecemos el hábito y, lo que nos impide avanzar, no tenemos un método.

Entonces, recurrimos a las excusas fáciles: “Es que no tengo tiempo”, “Es que todavía no puedo inspirarme”, “Es que he comenzado mil y una veces, pero no consigo avanzar”, es que… Siempre hay una justificación que nos libera de la responsabilidad y que, sobre todo, nos ayuda a liberar la carga de la culpa. Y en esas se nos va la vida, sin escribir lo que deseamos.

Disciplina, constancia y organización son tres habilidades que todo escritor necesita desarrollar, tres cualidades sin las cuales el proceso de escribir es prácticamente imposible. En especial, si lo quieres hacer bien, si quieres que tus escritos sean bien recibidos por sus lectores, si quieres que tus textos generen un impacto positivo en las personas que los reciben.

Olvídate de la famosa inspiración, una de las excusas recurrentes: olvídate de ella porque no existe, porque no es necesaria como la mayoría piensa. Nos han vendido la idea de que es un don reservado a unos pocos, a unos privilegiados, pero esa es una gran mentira, pura ficción. Lo que necesitamos para escribir es imaginación y todos los seres humanos contamos con ella.

El problema, porque siempre hay un problema, es que no sabemos cómo activarla, cómo aprovecharla. Creemos, porque es lo que nos enseñan, que es como prender una lámpara: basta operar el interruptor. Sin embargo, ya sabrás que no poseemos ese interruptor. ¿Y sabes por qué? Sencillamente, porque no lo necesitamos, porque la imaginación siempre está activa.

Es como la respiración: no tienes que pensar “voy a comenzar a respirar”, porque esa es una acción que tu cerebro tiene programada y la realiza de manera autónoma. Una maravilla, porque algunos somos tan despistados que no tendría nada de raro que algún día se nos olvidara respirar. Con la imaginación ocurre lo mismo: está ahí, activa, lista para ser usada.

A diferencia de la respiración, la imaginación es tanto autónoma como consciente. Es decir, el cerebro la pone a volar o bien podemos hacerlo nosotros mismos. Sucede cuando leemos un libro, o cuando vemos una película, o cuando apreciamos un atardecer pintoresco, o cuando nos dejamos llevar por el vaivén de las olas del mar o cuando escuchamos alguna canción.

El libro, la película, el atardecer, las olas o la canción son lo que podríamos llamar disparadores de la imaginación. La imaginación está ahí, revoloteando pacientemente a la espera de que tú decidas utilizarla. Luego, en el momento en el que apelas a ella, te ofrece un abanico increíble de opciones, algunas surgida de lo consciente (conocimiento) y otras, de la ficción (creatividad).

Otro problema, porque siempre hay más de un problema, es que equiparamos imaginación con inspiración y, entonces, nos quedamos esperando a que llegue, a que la lamparita del genio se prenda de manera automática. Sucede, sí, pero solo cuando ya has incorporado el hábito, cuando has entrenado tu cerebro: la práctica lo vuelve proactivo y se anticipa.

Además, y este es un punto muy importante, la imaginación está estrechamente ligada a las emociones. Ah, las benditas, traviesas y caprichosas emociones, ángeles y demonios, luz y sombra, placer y dolor. Si permites que las emociones te dominen, si reacciones de modo instintivo, la imaginación estará relegada a un segundo plano, sometida y frustrada.

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Si quieres escribir bien, si quieres que tu mensaje sea poderoso, si quieres provocar un impacto positivo en la vida de otros con el conocimiento y la vivencias que transmites, es indispensable controlar tus emociones. No solo porque de esa manera permitirás que la imaginación vuele a placer, sino, en especial, porque solo así podrás tomar mejores decisiones.

Y esta habilidad, mi querido amigo, es una de las grandes fortalezas o mayores debilidades de un escritor. Los buenos escritores aprendemos a tomar decisiones, que no significa de ninguna manera que jamás nos equivoquemos. Lo hacemos, claro, a menudo, pero en una cuantía menor a la del resto de las personas. Dado que tenemos mayor control, erramos menos.

No desarrollar la habilidad de tomar decisiones, buenas o malas, es una de las razones por las cuales tantas personas no se atreven a adentrarse en la aventura de escribir. Así mismo, es uno de los motivos por los que en algún momento del proceso nos agobia la ansiedad y nos frenamos. Sí, ese momento en el que hablamos del tal bloqueo mental, que tampoco existe.

Cuando vas a escribir, así sea un simple email, tienes que tomar varias decisiones:

1.- ¿A qué tema me voy a referir?

2.- ¿Por dónde comienzo?

3.- ¿Cuál va a ser el mensaje principal que voy a transmitir?

4.- ¿Cuál va a ser el tono que voy a elegir para mi mensaje?

5.- ¿A quién me voy a dirigir? ¿A quién no?

6.- ¿Qué fuentes de información requiero consultar?

7.- ¿Qué dosis de ficción va a incorporar mi escrito?

8.- ¿Qué estructura voy a utilizar en este escrito en particular?

9.- ¿Qué reflexión voy a hacer que sea de utilidad para el lector?

10.- ¿Cuál es la moraleja (lección) del mensaje que voy a transmitir?

No son todas las decisiones que debes tomar, es claro, pero sí las más importantes. Si eludes alguna, tarde o temprano tendrás que enfrentarla o, de lo contrario, perderás el control. La escritura es más fácil cuando dejas el miedo y tomas las decisiones necesarias. Y todavía más fácil cuando las decisiones que tomas son las correctas. Y solo acertarás si practicas mucho.

Lo complejo del arte de escribir es aprender a decidir. Perder el miedo a tomar decisiones. Porque lo que hace único cada escrito, lo que lo hace valioso y poderoso, es el conjunto de decisiones que el autor toma durante el proceso. Y tomar decisiones implica descartar, desechar, postergar; también, valorar, destacar, potenciar. Es un juego divertido, créeme.

A la hora de escribir, el procedimiento más efectivo para tomar decisiones es, a la vez, el más simple. ¿Sabes a cuál me refiero? Plasmarlo en un papel, a mano. Responde las preguntas que formulé antes y escribe las respuestas en una hoja, en una servilleta. Cuando termines, verás que la estructura de tu escrito está lista, que solo debes darle rienda suelta a la imaginación.

Antes de esto, sin embargo, hay otras decisiones trascendentales que debes tomar. ¿Aceptas el reto de sacar el buen escritor que hay en ti? ¿Te permites el privilegio de generar un impacto positivo en la vida de otras personas con tu mensaje? ¿Te animas a compartir tu conocimiento, tus experiencias y el aprendizaje surgido de tus errores para ayudar a otros, para inspirarlos?

La escritura, como la vida misma, requiere compromiso. De verdad, uno que no se quede en las palabras, sino que pase a la acción. Y eso, puedes suponerlo, implica tomar decisiones. No te obsesiones con tomar lasacertadas, porque siempre te equivocarás. Entonces, lo que hay que aprender es a aprovechar el conocimiento y las lecciones que surgen de cada error.

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Y tú, ¿sabes qué comunicas, cómo lo comunicas y su impacto?

Aunque no pronuncies una sola palabra, aunque no escribas en papel o en la pantalla de un computador, aunque permanezcas inmóvil, estás comunicando un mensaje. Comunicar, por si no lo sabías es un de las actividades que el ser humano más repite a lo largo de su vida, casi como respirar. Inclusive cuando estamos dormidos, nos las arreglamos para comunicar.

Creemos que una persona comunicativa es aquella que habla mucho o que, en esta era de los medios digitales, es activa en internet, en las redes sociales. Sin embargo, tanto comunica este locuaz como el que es introvertido, de pocas palabras. Comunicamos con palabras habladas y escritas, con miradas, con gestos, con movimientos, también comunicamos con el silencio.

Una gran ironía, porque el gran drama de la humanidad en estos tiempos modernos de poderosas herramientas, de hiperconexión, es que no podemos comunicarnos con otros, que no sabemos comunicarnos con los demás. El problema es que entendemos mal el privilegio de la comunicación: los utilizamos para responder (reactivo), no para construir (proactivo).

En la escuela, nos enseñan a hablar y a escribir, nos enseñan el cómo. Sin embargo, les falta enseñarnos lo más importante: el con quién, el para qué, el por qué. Nos enseñan la parte operativa, pero no la estratégica. Por eso, en la práctica, en la realidad, la mayoría de las veces no nos comunicamos, sino que hacemos ruido, mucho ruido. Y daño, mucho daño también.

Nos preocupamos más por impartir órdenes, por dar instrucciones, que por persuadir, que es el gran secreto de la verdadera comunicación. El problema, porque siempre hay un problema, es que olvidan enseñarnos la parte más importante, la más valiosa, del proceso: observar y escuchar. Son habilidades que todos poseemos, pero que muy pocos desarrollamos.

Nos quedamos a mitad del camino. ¿Sabes a qué me refiero? Que nos limitamos a ver, en vez de observar; nos limitamos a oír, en vez de escuchar. Cuando vemos y oímos, solo la vista y el oído están enfocados en el objetivo, mientras que cuando observamos y escuchamos son varios los sentidos que se combinan, nos concentramos y prestamos la atención requerida.

Pero, la verdad, observamos poco, escuchamos poco. En cambio, vemos mucho, oímos mucho y, sobre todo, hablamos mucho. Somos expertos en el arte de responder, que es un atajo que nos conduce directamente a los conflictos, a los malos entendidos. Un inconveniente que se manifiesta de mil y una formas en todas las actividades de la vida. ¡Toda una pesadilla!

La buena noticia (¡siempre hay una buena noticia!) es que todos los seres humanos estamos en capacidad de encontrar una solución a este problema. ¿Cómo? La condición fundamental es aprender a no ser reactivos, a no responder instintivamente, emocionalmente. Porque, sí, son las emociones, siempre traviesas y caprichosas, las que nos meten en líos y nos condenan.

“No es necesario decir todo lo que se piensa, pero sí es necesario pensar todo lo que se dice” es una genial frase que veo con frecuencia en internet. Y no podría estar más de acuerdo con ella. Necesitamos desarrollar una estrategia que nos permita comunicarnos adecuadamente, a través de la cual nuestros mensajes produzcan un impacto positivo, sean constructivos.

Antes de continuar, no obstante, es menester aclarar algo: no necesitas ser comunicador graduado en una universidad, o un periodista vinculado a un medio de comunicación o un experto en los medios digitales para conseguir el objetivo. Como mencioné, comunicar es una habilidad incorporada en todos, absolutamente todos los seres humanos. Es un privilegio.

Ahora, volvamos a lo importante, al motivo de estas líneas: aprender a comunicar. Eso es, en otras palabras, que tengas el máximo control posible de lo que dices, de lo que escribes, de lo que los demás perciben a través de tus gestos, de tus movimientos. Hay que entender que no es posible un control total, pero que, al menos, tu comunicación no sea fuente de conflicto.

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¿Cómo conseguirlo? Tu comunicación debe incorporar estas estrategias:

1.- ¿Quién soy?
Estamos acostumbrados, estamos educados, a dejar que nuestros títulos y nuestros cargos hablen por nosotros. Y no está bien, porque casi nunca comunican lo que nos interesa, que es nuestro valor, lo que en verdad podemos hacer por otros. Es saber aprovechar el poder de la primera imagen, esa que se queda grabada en la mente de los demás, que nos condiciona.

Lo que otras personas quieren saber de ti es cómo las puedes ayudar, cómo tu conocimiento y tus experiencias, el aprendizaje surgido de tus errores, les ayudarán a llegar adonde quieren ir. Lo que quieren saber es cómo lo hiciste, cómo superaste las dificultades. La base de este tipo de comunicación es la empatía, aquella habilidad que nos permite entender a los demás.

2.- ¿Qué tengo para ti?
En estos tiempos, hagas lo que hagas, sea cual fuerte tu profesión y oficio, trabajes dentro o fuera de internet, si no eres visible, no existes. Y ser visible no consiste en ser omnipresente o en estar en todos lados (en especial, en todas las redes sociales), sino allí donde tus clientes potenciales, aquellos a los que puedes ayudar, pueden verte y saber quién eres.

Lo fundamental de esta estrategia es responder a la pregunta que inquieta a tu cliente potencial, aquella de ¿Qué hay aquí para mí? De lo que se trata es de llamar su atención y despertar su curiosidad para que averigüen por ti, para que se interesen en lo que estás en capacidad de ofrecerles. La idea es abrir la puerta y dejar que investiguen, que pregunten.

3.- ¿Por qué confiar en ti?
Nadie, absolutamente nadie, quiere tener una relación, y mucho menos si esa relación está encaminada hacia una venta, con alguien en quien no confía. No en estos tiempos de internet en los que hay tanto vendehúmo, tanto engaño a la vuelta de un clic. Tristemente, la web se convirtió en una cloaca a la que llegan los más bajos instintos de los seres humanos.

¿Por qué debería confiar en ti, comprarte a ti, por encima de cualquier otra opción? Este es el interrogante que la confianza que brindas puede disipar. Olvídate de argumentos como “soy honesto” o “soy ético”, porque eso se da por descontado. Ten en cuenta que, si no consigues generar esa confianza, la relación con esa persona terminará ahí, quizás definitivamente.

4.- ¿Por qué puedes ayudarme?
La estrategia de comunicación destinada a exponer autoridad es, seguramente, la más incomprendida de todas. ¿Por qué? Porque normalmente se la confunde con hablar de ti mismo, de tus hazañas, de tus títulos académicos, de tus cargos, de tu cuenta bancaria, de tus seguidores en redes sociales. Y, no, no es por ahí: nada de eso te ayudará a posicionarte.

De lo que se trata es de hacer que tu cliente potencial, esa persona que recibe tu mensaje, comprenda la capacidad de transformación que tiene tu producto o servicio. Que le queden claros los resultados que va a experimentar y cómo será esa transformación (qué se espera de ella). La clave es posicionarte en la mente de esa persona como la mejor opción, la solución.

Todo el tiempo, de distintas maneras, algunas de ellas inconscientes, nos comunicamos. Es inevitable hacerlo. Lo que sí podemos controlar es lo que comunicamos y lo que los demás conocen de nosotros, es decir, podemos evitar las percepciones equivocadas, superficiales. Entiende que cada persona es un mensaje y cada uno es responsable de lo que comunica.

Una buena comunicación consiste tanto en saber qué expresar (cualquiera que sea el formato o el medio utilizado) como qué callar cuando es necesario o conveniente. Si los seres humanos aprendiéramos esto, muchos de los conflictos que nos amargan la vida, que son tormentas en un vaso de agua, se evitarían. El cambio solo se dará cuando cada uno aporte su granito de arena.

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Cliente ideal vs. Avatar: errores frecuentes y cómo evitarlos

Uno de los problemas más comunes y también de los más graves que cometen los empresarios, dueños de negocios y emprendedores es NO definir sus avatares. Sí, en plural, porque no es solo ese que llamamos cliente ideal, que además es una especie escasa. Son muchos los que omiten este paso, en especial porque desconocen las consecuencias.

Este, por decirlo de alguna manera, es un problema estructural, que surge de los mensajes que el propio mercado emite. Son otros empresarios, otros dueños de negocio y otros emprendedores los que se encargan de extender y perpetuar esas equivocaciones. ¿Cómo? Replican el esquema perverso que ha hecho carrera y que induce las acciones de tantos.

La primera equivocación, ya lo mencioné, es hablar de cliente ideal. ¿Por qué es un error?, te preguntarás. Porque cliente ideal y avatar NO son lo mismo. ¿Lo sabías? Seguramente no. Sé que habrá muchos que no estarán de acuerdo con esta diferenciación, y es respetable. Sin embargo, voy a exponerte argumentos que te ayudarán a forjarte una opinión propia.

Un cliente ideal es aquel que cumple con estas cuatro condiciones:

1.- Alguien que es accesible económicamente (puedo pagar lo que vale el proceso para convertirlo en cliente)
2.- Alguien que tiene una necesidad manifiesta y consciente y que, además, está dispuesto a pagar por una solución efectiva
3.- Alguien que en ese momento específico tiene la capacidad económica para pagar por esa solución (o, como mínimo, tiene cómo conseguir el dinero)
4.- Preferiblemente, alguien con quien ya tienes una relación establecida, alguien que ya confía en ti, alguien que sabe qué haces y entiende que lo puedes ayudar

Si leíste con atención, coincidirás conmigo en que, sin importar a qué te dedicas, si lo que vendes es un producto o un servicio, 9 de cada 10 de tus prospectos (clientes potenciales) NO cumplen con estos requisitos. Eso quiere decir, entonces, que NO son tu cliente ideal. Por lo general, porque no son conscientes de su problema y, por ende, no buscan una solución.

El problema es que nos venden esta definición de cliente ideal como si fuera perfecta, pero no lo es. Esta definición se ajusta al perfil de un prospecto caliente, es decir, aquel que está listo para comprar y que solo necesita hallar la solución a su problema, a su dolor. En la práctica, sin embargo, tienes que educar a tu prospecto para que sea consciente de su necesidad.

El avatar, en cambio, es el perfil de tu prospecto en función del punto del proceso de compra en el que se encuentra. Por si no lo sabes, hay tres niveles: el frío, que no sabe que tiene una necesidad, que no busca una solución, que no está interesado en que le hagan una oferta. Además, no sabe quién eres, no sabe qué haces, no sabe por qué o cómo puedes ayudarlo.

Está el tibio, que es un híbrido. Comienza a sentir que tiene un problema, pero todavía no es consciente de él. Se despierta su curiosidad, pero no está en plan de comprar, no aún. Además, tiene momentos en los que da unos pasos atrás y se convierte en prospecto frío otra vez. Es un avatar que requiere que lo eduques, que lo nutras, que lo ayudes a calentarse.

Por último, el prospecto caliente, el que personifica al cliente ideal. Es decir, el que cumple con las cuatro condiciones expuestas anteriormente. Pero, lo repito, es tan solo uno (o máximo dos) de cada diez de los que ya en el mercado. Si enfocas tus estrategias y tus mensajes en este tipo de prospectos, la vas a pasar mal. Será como estrellarte una y otra vez con un muro.

Esto significa, quizás ya lo percibiste, que cualquier empresa, negocio o emprendedor debe definir, estos tres avatares: el frío, el tibio y el caliente. Aunque el dolor, el problema de fondo, sea el mismo, las manifestaciones en cada etapa del proceso son muy diferentes. También lo es el nivel de conocimiento, de conciencia, de interés en buscar una solución definitiva.

Además, y esto es algo que casi todos omiten, cada uno de esos avatares tiene dos versiones: el masculino y el femenino. Ningún negocio, NINGUNO, vende productos o servicios solo para hombres o solo para mujeres. Menos en estos tiempos modernos en los que la diferencia entre masculino y femenino cada vez es más difusa y cada vez más productos son unisex.

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Si aún no hiciste la cuenta, son seis los avatares que es necesario definir: el prospecto frío (hombre y mujer), el prospecto tibio (hombre y mujer) y el prospecto caliente (hombre y mujer). Además, están el cliente ideal(el de las cuatro condiciones mencionadas) y otro que muchos omiten: el NO avatar, al que no puedes o no quieres venderle, no puedes ayudar.

Ahora, cuando vas a definir esos avatares, cualquiera de las ocho versiones, la prioridad es que evites el error más común: NO darle una vida propia, una vida real. Casi nadie, por ejemplo, le da un nombre y un apellido. O un lugar específico para vivir. O un trabajo determinado con un cargo, unas funciones, unas responsabilidades, en una empresa real. ¿Me comprendes?

La construcción del avatar, en cualquiera de sus versiones, combina tanto realidad como un poco de ficción. Esta última corresponde a esos vacíos de la historia que debes cubrir con tu imaginación, bajo una condición: tienen que ser creíbles. ¿Por ejemplo? El nombre de su pareja, los de sus hijos (si tiene), su autor de cabecera, su ídolo en la música o el deporte…

Estos detalles son los que en realidad te permitirán conocer en profundidad a tu prospecto, sea cual sea el punto del proceso de compra en que se encuentre. Solo si conoces esa información estarás en capacidad de conocer cuáles son sus emociones, sus anhelos, y conectar con ellas. No olvides que la compra es una decisión emocional que después justificamos racionalmente.

El problema es que la mayoría define su avatar como si fuera Robinson Crusoe: el único ser de una isla desierta. No tiene amigos, no tiene familia, no tiene pasiones, no tiene defectos, no tiene aspiraciones, en fin. Es un avatar irreal, de ahí que es imposible que cualquier estrategia dé resultados. El avatar no es un ser humano, cierto, pero tiene que ser muy parecido a un ser humano.

Todos, absolutamente todos, somos resultado de lo que hemos vivido y de quienes nos han rodeado (o nos rodean): el colegio y la universidad en que estudiamos, los amigos de la juventud, las parejas, las aficiones que nos mueven, los entornos que nos impulsan o que, por el contrario, nos frenan. Y, claro, también los dolores, problemas, miedos y creencias limitantes.

La clave de la definición de tus avatares radica en entender que la información importante, la más valiosa, es la que surge de su pasado, de todos esos hilos invisibles que conforman la compleja red de su vida: relaciones, trabajos, lugares, circunstancias, creencias, formación. De hecho, los dolores que lo aquejan y las ilusiones que lo motivan tienen el mismo origen.

Un apunte final: sea cual fuere la actividad a la que te dediques, DEBES definir tus avatares. No importa si eres médico, abogado, contador, arquitecto, coach, instructor deportivo, profesor universitario, dueño de un restaurante o un profesional independiente. Para vender, hoy, en el siglo XXI, requieres conectar con tu avatar y eso solo lo puedes hacer si ya lo definiste bien.

Dicho de otra manera, todos aquellos que vivimos de vender un producto o un servicio, y esto por supuesto incluye a los que son empleados formales (ellos son el producto o servicio), estamos en el mismo negocio. ¿En cuál? Conseguir más y mejores clientes potenciales a los que podamos solucionar el problema que los aqueja, a través de nuestro conocimiento.

No te engañes: un médico o un odontólogo necesitan más pacientes; un abogado necesitan clientes con problemas legales; un diseñador necesita personas o empresas que quieran sus diseños; el dueño de una panadería necesita clientes que gusten del pan; el mecánico necesita que se dañen los autos para poder repararlos, y así sucesivamente. ¿Entiendes el mensaje?

De hecho, si eres padre de familia, ¡tienes que definir tus avatares! Porque, aunque nunca lo hayas visto así, ¡tus hijos son tus avatares! Solo podrás suplir sus necesidades, satisfacer sus gustos y brindarles la solución a sus problemas si en realidad los conoces. Solo si en realidad los conoces podrás conectar con sus emociones y, entonces, tu mensaje tendrá impacto.

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¿Qué necesitas para que escribir sea algo agradable y productivo?

La satisfacción personal, que poco o nada tiene que ver con el ego (vale la pena aclararlo de una vez), es uno de los ingredientes indispensables de la fórmula del ¡sí puedo! Dicho de otra manera, si aquello que haces, sea lo que sea, no lo disfrutas, no es un tiempo que consideras bien invertido, tarde o temprano lo vas a dejar. Es la triste historia del ser humano.

¿Por qué? Porque nos han enseñado que aprender está relacionado con sacrificio, con esfuerzo, con trabajo, términos que asumimos con una carga negativa. Que, por supuesto, no la tienen. No se trata de renunciar a, ni de perder algo, sino de priorizar. ¿Entiendes? De ser consciente de lo que en realidad es importante para ti, de lo que quieres en tu vida.

Para ser una persona saludable, por ejemplo, nos han vendido el tema de las dietas, que ya sabemos no funcionan y, más bien, derivan en daños colaterales. También, el del ejercicio casi profesional, con sesiones diarias de 45-90 minutos en el gimnasio, como si no hubiera mañana. Sin embargo, hay una fórmula más sencilla y, sobre todo, más efectiva: los buenos hábitos.

El problema con los buenos hábitos es que no nos los enseñan, no nos los cultivan. Una buena alimentación, la supervisión médica adecuada y una vida alejada del sedentarismo y malos hábitos como el cigarrillo, el excesivo consumo de licor, el estrés o el mal descanso, entre otros, es suficiente. Si nunca lo intentaste, te sorprenderían los resultados que podrías lograr.

Lo que sucede es que los buenos hábitos son menos rentables para la industria del consumismo. Por eso, justamente por eso, nos refuerzan los mensajes surgidos del miedo, de la ignorancia, del patético tienes que ser, como si todos los seres humanos fuéramos iguales. Por eso, justamente por eso, el 99,9 por ciento de las personas fracasa en el intento.

Nos venden la idea, así mismo, de que el esfuerzo es un precio demasiado alto. Es por aquella terrible mentalidad del éxito exprés, de creer que merecemos lo mejor y que es suficiente con rogar a una deidad, a un ser supremo (sea cual fuere la idea que tengas de este) para obtener lo que deseamos. Y si no lo conseguimos, a convencernos de que era porque no lo merecíamos.

Un esquema perverso del que hemos sido víctimas todo el tiempo y que, lo peor, nosotros mismos nos hemos encargado de replicar, de perpetuar. Sin embargo, y esta es la buena noticia, un esquema perverso que podemos frenar, que podemos (¡debemos!) cambiar. Y que, lo mejor, si lo hacemos, nos ofrecerá resultados impactantes en todas las facetas de la vida.

Inclusive, en aquellas actividades que consideramos más difíciles, o lejos de nuestro alcance, o que no son para nosotros, a de esas para las que ‘no nacimos’. Como, por ejemplo, escribir mejor, escribir bien (¿qué tal publicar un libro?). La verdad, toda la verdad, es que el ser humano, cualquier ser humano, nació para hacer lo que quiera, para conseguir lo que quiera.

Si otros pudieron hacerlo, ¿por qué crees que tú NO puedes hacerlo? Es cuestión de disciplina, de establecer un método (incluidos el plan y la estrategia) que te permitan lograr las metas previstas y, en especial, de eliminar de tu mente las terribles creencias limitantes que te frenan. Porque, sí, tristemente, el enemigo está dentro de ti, el obstáculo está dentro de ti.

Tengo que confesarte que escuchar a las personas que acuden a mí en procura de ayuda para eso que llaman aprender a escribir (que no les puedo enseñar, porque ya lo saben hacer), es descubrir esa variedad de creencias limitantes. Que son aprendidas, pero también, cultivadas. Y que, así como se grabaron en tu mente, también pueden ser borradas para siempre.

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Estas son algunas de las más comunes, de las más fuertes:

1.- “Mi historia no le va a gustar a nadie”.
Y eso, ¿cómo lo sabes con tanta certeza? Uno de los aprendizajes básicos y necesarios, cuando quieres escribir o transmitir un mensaje de cualquier índole en cualquier formato, es que no puede agradarle a todo el mundo, nunca serás aprobado por todo el mundo. Y está bien porque así es la vida. Olvídate de las benditas expectativas y concéntrate en lo importante.

¿Qué es lo importante? Lo que tú puedes controlar, lo que tú puedes crear. Enfócate en que tu mensaje sea positivo y constructivo, que cualquier persona que lo reciba se beneficie de alguna manera. Nunca sabes en qué situación está esa persona que lo recibe, así que no puedes anticipar el impacto. Escribe, que lo que deba ocurrir ocurrirá, para bien o para mal.

2.- “No sé por dónde empezar”.
Otra habitual excusa que a muchos les funciona bien. “Es que tengo muchas ideas en la cabeza y no puedo elegir solo una de ellas para empezar”, dicen. Si ese es el problema, entonces, no hay ningún problema. ¿Por qué? Porque se trata simplemente de elegir una. Las demás, que pueden ser muy buenas, las dejas para después, para más tarde, para otros mensajes.

Es como cuando abres tu armario y no sabes qué ropa ponerte: ¡elige una cualquiera! El resto permanecerá ahí y la podrás lucir cualquier otro día. Un consejo: escribe (a mano) esas ideas en una hoja, haz una lista, y juega al tin marín, deja que la suerte escoja por ti. O pídele a alguien que le asigne a cada una un número, que determinará el orden en que las utilices.

3.- “Nunca voy a escribir como lo hace…”.
Compararse con otros es el peor error que un escritor, novato o experimentado, puede cometer. ¿Por qué? Porque cada escritor es único, como único es su proceso. No hay fórmulas que le sirvan a todo el mundo, porque el único camino es crear la fórmula que a ti te resulte, esa que puedas replicar con éxito una y otra vez. No puedes imitar y/o copiar a nadie.

Tu trabajo, especialmente en la etapa inicial del proceso, es descubrir qué tipo de escritor hay en ti, qué tipo de temática es la que más se te facilita (y cuál no), cuál es tu estilo. No son respuestas que vayas a recibir de manera inmediata o tajante: es un descubrimiento, entiende, y por lo tanto se dará paso a paso, lentamente. Cuando lo hagas, ¡aprovéchalo al máximo!

4.- “Cometo demasiados errores, soy terrible”.
Si es así, agradécelo. ¿Por qué? Porque el mayor aprendizaje, el más valioso, proviene de los errores. ¡En cualquier campo de la vida, en cualquier actividad! Si no te equivocas, no aprendes. El problema es que intentamos evitar los errores y eso es imposible. Por supuesto, se trata de que, a medida que avanzas, mejores y no repitas siempre los mismos errores.

Estudia, acude a personas con preparación y trayectoria idónea que puedan ayudarte, consulta diversas fuentes (Mr. Google y otras poderosas herramientas digitales te sirven) y practica. Una y otra vez, un día sí y al otro, también. Un poco cada día. Si trabajas bien, con disciplina, notarás que los errores disminuyen, como también disminuye tu prevención a cometerlos.

5.- “Escribo y escribo, pero no termino”.
Esto sucede, principalmente, porque comenzaste sin un plan definido, sin una estructura definida, sin una historia definida. Comenzaste confiado en que la tal inspiración (que no existe, que nadie la ha visto) llegara y te brindara una mano. Y no sucedió, por supuesto. Entonces, escribes y escribes, sin ton, ni son, y te agobias, te llenas de ansiedad.

No me canso de repetirlo, porque es crucial: sentarte frente al computador a escribir es (debe ser) el último paso del proceso, uno que solo puedes dar cuando todos los demás hayan sido cubiertos a cabalidad. De eso se trata, precisamente, el método de trabajo que les permite a los escritores profesionales trabajar aun cuando la cabeza esté en otra parte, en otro planeta.

Cuando te das a la tarea de crear un mensaje, bien sea escrito o en cualquier otro formato, las dificultades aparecerán en la medida en que no erradiques tus creencias limitantes y, sobre todo, en que te dejes llevar por las emociones (traviesas y caprichosas como son). Para que sea exitoso y productivo, el proceso de escribir debe ser consciente, tú debes tener el control.

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La premisa (no fórmula) de Albert Einstein que te ayudará a escribir

¿Cuántas veces te dijeron que no podías, que no eras capaz, que eso no era para ti, pero al final lo hiciste? ¿Una, diez, cien, mil, miles? Cada día, todos los días, personas de tu entorno más cercano (familiares, pareja, amigos, compañeros de trabajo) y ese duendecillo travieso que hay dentro de cada uno de nosotros nos dicen, nos gritan, “¡No puedes hacerlo!”.

Es una de las más comunes manifestaciones del nefasto modelo educativo con el que nos criaron a nosotros y a las generaciones anteriores. Lo peor es que, como si no hubiera una alternativa, nos encargamos de replicarlo, de perpetuarlo: educamos así a nuestros niños. No solo les cortamos las alas, sino que limitamos su libertad, su independencia, su crecimiento.

Durante mucho tiempo, escuché que “los hombres en la cocina huelen a popó de gallina”. No estaba bien visto que un hombre ingresar a este templo femenino. De hecho, fruto de una concesión muy especial, solo los chefs titulados podían entrar a la cocina. Hoy, por fortuna, se trata de un espacio de libre circulación para cualquiera que quiera poner a prueba su sazón.

Durante mucho tiempo, escuché que “el periodismo deportivo es para los hombres”. Otra premisa peyorativa, discriminatoria, que hizo carrera durante décadas. Cuando comencé mi carrera en los medios, las mujeres se contaban con los dedos de una mano (y sobraban dedos). Hoy, muchas mujeres pueden cumplir su sueño y dar rienda a su pasión en este oficio.

El mundo ha cambiado, a veces para bien, a veces para mal, y gústele a quien le gusta ya son cada vez menos las costumbres o espacios exclusivamente masculinos o femeninos. La ropa es un claro ejemplo de ello: los colores, las texturas, los modelos, ahora son unisex. Un gran avance, una transformación increíble que derribó paradigmas, que nos liberó de pesadas cargas.

Hay, sin embargo, mucho trabajo por hacer en este sentido. Todavía hay muchas creencias limitantes que se transmiten de generación en generación, muchos miedos, muchos “¡No puedes hacerlo!”, muchos “¡Eso no es para ti!”. Hay demasiadas personas interesadas en que el mundo no cambie para poder sacar provecho de esos miedos, de esas creencias limitantes.

Uno de los ámbitos en los que esto es claro es el de la escritura. Algo insólito, como lo he mencionado en publicaciones anteriores, porque todos, absolutamente todos, aprendemos a escribir en la escuela primaria. Y escribimos todos los días como parte de nuestro trabajo y de la vida privada. Sin embargo, abundan los gurús que prometen “enseñarte a escribir”.

Por supuesto, hay que hacer una puntualización que no es menor: si quieres ser un escritor profesional, si quieres vivir de escribir, tienes que estudiar. Si no deseas ser uno más, otro del montón, tienes que estudiar. Puedes comenzar por tu cuenta, pero en algún momento te vas a dar cuenta de que no hay opción: debes especializarte, como lo hace cualquier profesional.

Sin embargo, supongo que eso no es lo que te interesa, no quieres ser un escritor profesional. Tan solo deseas pulir tu habilidad, adquirir algunos conocimientos y estrategias que te permitan hacerlo mejor que el promedio de las personas. Quizás sueñas con escribir un libro o abrir un blog, o aprender algunos truquitos para tus presentaciones y reportes laborarles.

Si ese es tu caso, si esa es tu aspiración, tengo buenas noticias para ti. ¿Por qué? Porque ya tiene prácticamente todo lo que se necesita para escribir bien o tan solo para escribir. Lo primero, ya se mencionó, el conocimiento que adquiriste en la escuela primaria; lo segundo, la habilidad que, bien o mal, has desarrollado a lo largo de tu vida. Pero, hay mucho más.

¿Sabes qué? Lo que sabes, lo que sientes, aquello en lo que crees, lo que has vivido, eso con lo que sueñas. Cada experiencia de tu vida es la idea que da origen a una buena historia o, mejor aún, una buena historia por sí misma. Y algo más: tienes tu inteligencia, tu creatividad, tu imaginación, que son las herramientas más poderosas que existen. ¡Están dentro de ti!

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La imaginación y la creatividad no son, a diferencia de lo que cree mucha gente, un don o un privilegio de unos pocos. Tampoco son una suerte de magia. Se trata de habilidades que vienen incorporadas en la configuración original de cualquier ser humano. El Diccionario de la Lengua Española las define como “facultad de crear” y “facilidad de formar nuevas ideas”.

Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que, sin darte cuenta, de manera inconsciente, las has desarrollado a lo largo de tu vida. Todos y cada uno de los días de tu vida has utilizado la imaginación y la creatividad para todas las actividades posibles. Desde cepillarte los dientes hasta estudiar matemáticas; desde jugar algún deporte hasta conquistar a tu pareja.

Como ves, no es un don, ni un superpoder; de hecho, y esto es muy importante, tampoco es algo que te puedan enseñar. La vida misma, en el día a día, te pone a prueba, te reta, te ayuda a ser creativo, a usar la imaginación. Una canción, un juego, un plato de comida, una serie de la tele, un libro o el paseo con tu mascota ejercitan tu imaginación, desarrollan tu creatividad.

Según Albert Einstein, “La creatividad está al alcance de todos. El impulso creativo comienza con la visión, la emoción, la intuición. En definitiva, existe el arte de ser creativos en cualquier momento de la vida”. Ciento por ciento verdadero. La cuestión, entonces, es saber cómo activar la creatividad, cómo poner a volar la imaginación cuando estás frente al computador para escribir.

Un método para potenciar la imaginación y la creatividad consiste en observar y tomar notas, observar y escuchar, observar y sentir (dejar que las emociones fluyan). Lo mejor es que estés solo (o que tu compañía esté en el mismo plan) y que no te aceleres, es decir, que no te sientes frente al computador antes de estar seguro de que ya tienes la historia en la cabeza.

En otras palabras, usa tu imaginación y tu creatividad, inventa, interpreta. Toma lápiz y papel y ve creando tu historia paso a paso: define la idea básica, los personajes (principalmente, a tu protagonista y al antagonista), el conflicto, el contexto, el héroe, el punto bisagra y el final, con la moraleja (la lección, el aprendizaje que nos deja) incluida. No importa cuánto te demores.

Pueden ser uno o dos días, quizás una semana. No importa. Si es pertinente, lee acerca del tema que versará tu historia, lee textos similares al que deseas escribir, mira películas o escucha canciones que cuenten historias parecidas. Cocina, ordena tu cuarto, sal al centro comercial a pasear, haz mercado; mientras, tu cerebro irá creando e imaginando la historia.

Lo que importa es que cuando estés frente al computador en tu cabeza la historia esté terminada para que solo sea cuestión de transferirla al papel. Algo crucial: una vez comiences a escribir, no significa que el proceso creativo haya terminado, que no requieras más de la imaginación. Son indispensables de principio a fin, aun si eres un experto con experiencia.

¿Difícil? Quizás al comienzo sí lo sea, mientras adquieres el hábito, mientras desarrollas el método. La clave está en la práctica: recuerda que se trata de una habilidad y que, por lo tanto, cuanto más practiques, mejor lo harás cada vez. Por supuesto, requieres paciencia porque como menciono con frecuencia no es magia y solo tú sabes cuándo estás listo.

La imaginación y la creatividad son como un músculo: si las ejercitas adecuadamente, si llevas a cabo la rutina adecuada, se potenciarán, rendirán más, te brindarán mayores posibilidades, serán más recursivas. ¿Qué hacer para ser más creativo, para tener más imaginación? No hay una respuesta correcta: solo tú, a partir del autoconocimiento, puedes determinarlo.

Un secreto final: la imaginación y la creatividad son el antídoto contra el vaivén de las emociones, que son duendecillos traviesos que nos enredan. Lo fundamental es que aprendas a tener el control, que utilices los recursos que la vida te proporciona, que seas consciente de las acciones que realizas. El resto lo harán la constancia y la disciplina, la bendita práctica.

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Qué es, cómo puedes usar y aprovechar el método AIDA

Lo primero que tengo que decir (reafirmar) es que soy enemigo acérrimo de las tales plantillas para escribir. Son el más grotesco atentado contra la imaginación y la creatividad, además de un límite para la habilidad que cualquier ser humano puede desarrollar. Y, por si esto fuera poco, van en contra de una de las características de un buen texto: el estilo propio.

Si has leído las publicaciones que hago con regularidad sabrás que soy un profundo creyente de la capacidad innata del ser humano para imaginar, para crear. Sé que todos, absolutamente todos, aprendimos a escribiren la escuela primaria y lo hacemos a diario, aunque de una manera semiautomática: sabemos cómo hacerlo, pero no cómo hacerlo realmente bien.

Sí, escribimos todos los días en las redes sociales o en las aplicaciones de mensajería instantánea; escribimos correos electrónicos o, eventualmente, diversos documentos en nuestro trabajo o en el estudio. Escribimos todo el tiempo, de manera semiautomática. Y, además, tenemos el ferviente deseo de hacerlo mejor, de hacerlo realmente bien.

Es, entonces, cuando estamos en riesgo de caer en aquellos que nos dicen que tienen la plantilla perfectapara enseñarnos a escribir (algo que ya sabemos hacer) y, lo peor, en el caso de los dueños de negocio y emprendedores, la plantilla perfecta para vender más (traducción: millones de dólares). Sin embargo, en la práctica el resultado suele ser cercano a 0 (cero).

En el marketing de hoy, en el siglo XXI, una de las claves del éxito es la diferenciación. Que, valga decirlo, significa ser distinto de los demás o, en otras palabras, no ser más de lo mismo. Y las benditas plantillas perfectas son, justamente, más de lo mismo. Si todos utilizan la misma plantilla, ¿dónde está la diferenciación? ¿Y la autenticidad? ¿Y la propuesta de valor única?

Ahora, hay algunas técnicas o, modelos de estructura, como prefieras llamarlos, que son útiles, aunque distan mucho de ser la panacea o la formula perfecta para ganar millones de dólares, como tantos pregonan por ahí. Que, si bien se crearon para escribir textos publicitarios, textos para vender, también pueden ser adaptados (no copy+paste) para cualquier tipo de texto.

Una de ellas, quizás la más conocida, es la técnica AIDA. Seguramente escuchaste hablar de ella, porque es muy popular. Significa Atención (A), Interés (I), Deseo (D) y Acción (A). Llamar la atención, despertar el interés, inspirar el deseo y ejecutar una acción. Es la técnica que las agencias de marketing utilizan en su copydesde hace más de un siglo, con buenos resultados.

En estos tiempos modernos en los que estamos presos de los algoritmos de las redes sociales, que nos obligan a pagar publicidad para ser visibles, la técnica AIDA recobró vigencia. NO es algo nuevo, no es producto de la revolución digital, no se inventó gracias a internet. Fue creada por Elias St. Elmo Lewis, uno de los precursores de la publicidad, por allá en 1898.

Sí, leíste bien, 1898, a finales del siglo XIX. Él fue uno de los primeros que se dedicó al estudio del comportamiento de los usuarios y trató de adaptar sus técnicas de venta a sus intereses y hábitos. Inicialmente, la técnica era solo AID, pero después de algunos años se incluyó la A del final, la acción. Desde entonces, ha sido la base de millones de textos persuasivos y de impacto.

Llamar la atención significa conseguir que esa persona que lee el texto se enfoque en él, que sus sentidos estén concentrados en el mensaje que le ofrecemos. Es como cuando vamos por la calle y escuchamos un ruido estruendoso, como una explosión o un choque. De inmediato, nuestros sentidos, quizás por sentido de supervivencia, se enfocan en el origen del ruido.

Por supuesto, no necesitas gritar, no necesitas provocar una explosión, no necesitas mostrar imágenes desagradables o inapropiadas para llamar la atención. De hecho, en esto radica una de las claves del éxito de la fórmula: lo que atraes está directamente relacionado con la clase de mensaje que enviaste, es decir, no esperes clientes cualificados si tu mensaje es general.

Despertar el interés se refiere a activar la curiosidad de esa persona, es decir, que tenga ganas de saber de ti, de tu empresa, de lo que le ofreces. Que vaya más allá del factor precio y pregunte por los beneficios. Este es el punto exacto en el que tienes que conectar con sus emociones para que sus sentidos estén alerta. Si no lo consigues, el proceso se abortará.

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En este caso, las preguntas son una herramienta muy útil y poderosa si las sabes utilizas. Es decir, si haces la pregunta correcta. ¿Cuál es? La que impacte sus emociones. Para lograrlo, debes conocer bien a ese cliente potencial, saber cuál es ese dolor que lo aqueja, cuáles son las manifestaciones de ese dolor y, especialmente, cuáles son sus deseos y aspiraciones.

Esto último es muy importante porque la mayoría de los emprendedores comete el error de centrarse únicamente en el dolor. Y, supongo que coincidirás conmigo, nadie compra un dolor. Es decir, tú no vas a la farmacia y pides “véndame un dolor de muela” o “véndame un malestar estomacal o un dolor de espalda”. Lo que inspira la acción es el deseo, el bienestar.

El tercer paso es, justamente, el deseo. El miedo o el dolor sirven para llamar la atención y, en una dosis conveniente, para despertar su curiosidad. Enseguida, sin embargo, debes aportar la solución, ofrecer aquello que acabará con ese dolor, que evitará más noches de desvelo y tantas preocupaciones. Lo fundamental en este momento es mostrar y convencer.

Un prospecto difícilmente dará el siguiente paso, que es tomar acción (básicamente, comprar), si todavía persisten las objeciones, si todavía desconfía de ti, si no está claro el proceso que sigue a continuación. Debes tener mucho cuidado en eso, para que no te sumes a esa gran legión de emprendedores que sufren pesadillas por aquello del carro de compra abandonado.

Debes saber que los adjetivos, de los cuales se abusa con frecuencia, no son la panacea para reforzar el deseo. A mí me gustan más las preguntas, porque activan una respuesta interna, el impulso incontrolable. La idea es que hagas que su imaginación alce vuelo, que el prospecto se traslade mentalmente al escenario ideal, allí donde está su nueva vida una vez no haya dolor.

Ten en cuenta que el deseo de compra es algo natural del ser humano. Natural e incontrolable. A todos, absolutamente a todos, nos encanta comprar; lo que detestamos es que nos vendan. Por eso, el mensaje debe ser sutil, subliminal; debe apuntar más al deseo (bienestar, ilusión) que al dolor (problema). En este punto, los premios, bonos o incentivos son muy útiles.

Por último, está la acción. Que debe ser puntual, sencilla y fácil de ejecutar. Cuando menos pasos deba dar tu prospecto para cerrar la compra, mucho mejor. Además, es importante que el mensaje sea tan claro que lo entienda y lo pueda llevar a cabo tanto una persona que tiene cultura digital como una que es principiante. Y debes hacer UN SOLO llamado a la acción.

Bien sea que el contenido sea un email, un aviso publicitario en redes sociales o un video, solo debe haber un llamado a la acción. Y la idea es que conduzca a ese prospecto a la página de compra, cuyo diseño y funcionalidades deben ser sencillas y precisas. Ah, y no te amarres a que la acción sea únicamente comprar: hay muchas otras acciones que son viables.

¿Por ejemplo? Que se suscriba a tu lista de correo electrónico, que se inscriba en una masterclass o un webinar, que descargue algún documento (e-book, reporte), que vea un video, que asista a una sesión de Clubhouse, que responda una pequeña encuesta, en fin. Eso dependerá de cómo estructures tu estrategia, de cuán cualificado y caliente está tu prospecto.

En este punto, es importante apelar a la escasez y a la pérdida de los beneficios, dos de los más poderosos y efectivos disparadores emocionales. El ser humano se moviliza muy fácil cuando ve una oportunidad que desaparece en poco tiempo y, también, cuando siente que, si no lo compra, después va a arrepentirse. Por supuesto, la combinación es dinamita pura.

Por último, dos puntualizaciones importantes. Primero, si bien el método AIDA se creó para los avisos publicitarios, también es posible utilizarla en textos como el artículo de un blog, un reporte, una presentación, en fin. Segundo, ten en cuenta que, especialmente si lo que quieres es vender, esta técnica es más útil en la medida en que tus prospectos estén listos para comprar.

Un consejo final: antes de correr cualquier campaña con avisos o textos publicitarios basados en la técnica AIDA (o cualquiera otra que utilices), no olvides implementar el test A/B. No asumas que tu texto (contenido) es perfecto, o que producirá sí o sí la acción que esperas. La clave del éxito de esta prueba radica en la adecuada segmentación de las audiencias.

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Las 3M que te evitarán caer en una comunicación tóxica

No soy padre, pero, quizás por la magia de la empatía, siempre tuve buen feeling con los niños. Por eso, me causa algo de sorpresa y un poco de risa cuando mis amigos, que sí son padres (en especial, con niños de edades entre 6 y 16 años), se quejan de las dificultades que enfrentan a la hora de comunicarse con ellos. “Los chicos de hoy vienen de otro planeta”, suelen decir.

No cabe duda de que se trata de una gran contradicción, una penosa contradicción. ¿Por qué? Porque es justamente la capacidad para comunicarnos de diversas formas lo que nos hace a los seres humanos distintos del resto de las especies que habitamos este planeta. No nos damos cuenta de que, al renunciar a esa poderosa capacidad, renegamos de nuestra esencia.

Y quizás tampoco somos conscientes de que esa mala comunicación o, peor, esa imposibilidad de comunicarnos adecuadamente con otros es el origen de la mayoría de los problemas y de los conflictos que nos amargan la vida. No hay nada más tóxico que una mala comunicación, que una comunicación problemática, llena de ruido. Y eso, créeme, sí lo he experimentado.

No solo en carne propia, sino también, en cuerpo ajeno. ¿Cómo así? A través de mis clientes, de los emprendedores que me han dado el privilegio de compartir con ellos mi conocimiento y experiencia para ayudarlos a conectar con el mercado con sus clientes. Un problema que se manifiesta de comienzo a fin del proceso de marketing y que se traduce en que no venden.

Y este, por supuesto, es un resultado que nadie desea. Lo malo es que la mayoría de las veces, casi siempre, atribuyen el origen del problema al factor equivocado. Por lo general, culpan al vilipendiado embudo de marketing, que tan solo es el reflejo de tus acciones y decisiones. En otras palabras, ven el problema río abajo, cuando en realidad se encuentra en el origen.

En su libro 8 Reglas de los emprendedores exitosos (récord de descargas en internet, lo puedes descargar gratuito aquí), mi amigo y mentor Álvaro Mendoza nos dice que la clave del éxito de una estrategia de marketing está en las 3M. ¿Sabes cuáles son? Mensaje, Medio y Mercado. Lo demás, incluida una eventual venta, vendrá después, pero estará determinado por las 3M.

Si eliges el mensaje equivocado, no lograrás que les llegue a las personas adecuadas, aquellas que en verdad necesitan lo que tú puedes ofrecerles. Aunque tu mensaje sea el correcto, si eliges el medio que no corresponde, se perderá en el vacío. Por ejemplo, si publicas en Facebook, pero tus clientes potenciales están en TikTok o en YouTube. Nadie te atenderá.

Finalmente, aunque mensaje y medio sean los adecuados, los convenientes, si se transmite al mercado equivocado no pasará nada. ¿Quién es el mercado adecuado? Todas las personas a las que eso que ofreces, un producto o un servicio, un mensaje o una experiencia personal que te dejó grandes enseñanzas, les puede servir, les puede ayudar a solucionar un problema o dolor.

Los problemas que se presentan con las 3M del marketing tienen un origen común: la definición del avatar o, dicho de otra manera, el perfil de tu cliente ideal. ¿Por qué? Porque la concepción que tenemos del cliente ideal no es la real. ¿Lo sabías? Asumimos que todo aquel que toca la puerta de nuestra empresa, negocio o emprendimiento es un cliente ideal, pero no es así.

Deberíamos hablar, más bien, de cliente real. Porque el cliente ideal es aquel que ya sabe quiénes somos, qué hacemos y qué le ofrecemos. Aquel con el que ya establecimos un lazo de confianza y credibilidad y con el que ya sostenemos una interacción, una conversación a través de diferentes canales, dentro y fuera de internet. Y esa clase de clientes son la inmensa minoría.

Uno o máximo dos de cada diez que hay en el mercado. Y más en estos tiempos modernos en los que claramente la demanda supera la oferta. Los que abundan son clientes potenciales o prospectos fríos, es decir, personas que no saben quién eres, qué haces y qué les ofreces. Que, por ende, no han establecido un vínculo de confianza y credibilidad y que no te van a comprar.

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No en ese momento, al menos. De hecho, son personas que no quieren saber nada de una venta. Si tocan la puerta de tu empresa, negocio o emprendimiento es solo porque con tu mensaje atrajiste su atención y despertaste su curiosidad. Y quieren saciarla. Después, una vez termine esa etapa, si lo que recibieron fue satisfactorio, darán el segundo paso del proceso.

El problema es que, dado que asumimos que se trata de clientes ideales, intentamos venderles desde el comienzo. ¿Y qué recibimos? Un rechazo rotundo. Generamos malestar, provocamos desconfianza, cuando lo que intentábamos era justamente lo contrario. En vez de atraerlos, de despertar su curiosidad, lo que hacemos es alejarlos, establecemos una barrera que nos separa.

¿Se te antoja similar a lo que les ocurre a los padres con sus hijos entre 6 y 16 años, principalmente? No es solo que parezca que vienen de otro planeta, sino que no sabemos cómo comunicarnos con ellos. Elegimos mal el mensaje o el canal, o las dos opciones. Elegimos mal el mercado, es decir, intentamos comunicarnos con un adulto, no con un niño o un adolescente.

Entonces, claro, no nos entendemos, no nos escuchan, no hay interlocución. Más bien, hay ruido, hay distorsión de la comunicación. Entonces, cualquier comunicación que intentamos termina mal, los mensajes son malinterpretados y en vez de conseguir entendimiento y armonía lo que obtenemos es discordia, malestar. ¿Lo peor? Sucede todo el tiempo.

¿Sabes por qué? Porque permitimos que las emociones determinen nuestro mensaje, las que conduzcan nuestra comunicación. Y, seguramente ya lo aprendiste, seguramente ya lo sufriste, las emociones son traviesas, inquietas y, sobre todo, son malas consejeras. Entonces, debemos aprender a comunicarnos con las emociones, no a través de las emociones. Y no es un acertijo.

Las emociones también tienen su punto débil, son frágiles. A veces, inclusive, son ingenuas. Bien sea que quieras comunicarte con un hijo de la generación centenial o con un cliente frío, debes apelar a sus emociones, su punto débil. En este punto, sin embargo, es menester hacer una aclaración pertinente: en realidad, solo existen dos emociones, que son el amor y el dolor.

¿Lo sabías? Las demás, todas las demás que comúnmente llamamos emociones, son solo las manifestaciones de estas, manifestaciones de amor (o placer) y de dolor. Alegría y tristeza, risa y llanto, afecto y celos… Cada una tiene una cara opuesta. Si no entiendes la diferencia entre emociones y manifestaciones de las emociones, estás perdido, no podrás comunicarte.

O tendrás muchas dificultades para hacerlo. O tus mensajes te conducirán directo a conflictos y discusiones. Y cada vez que intentes comenzar una conversación, te enfrentarás a un muro muy alto, muy grueso, contra el que tus palabras se estrellarán. Y tus mensajes destruirán en vez de construir, derribarán puentes en vez de levantarlos. ¿Esta situación te es familiar?

La habilidad de la comunicación, en especial a través de la palabra, es una cualidad única del ser humano, una característica que lo distingue del resto de las especies que hay en el planeta. Una habilidad diseñada para establecer relaciones armónicas con los demás, inclusive con nosotros mismos. Si no la desarrollamos, si no la optimizamos, la vamos a pasar muy mal.

¿Cómo hacerlo? Acude a las manifestaciones de las emociones para activar las emociones básicas, el amor y el dolor. Las emociones son reacciones psicofisiológicas automáticas y espontáneas que no podemos controlar. Ese es su gran poder, de ahí que si aprendemos a utilizar ese poder vamos a estar en capacidad de construir mensajes impactantes.

Moraleja: las 3M de las que nos habla Álvaro Mendoza en 8 Reglas de los emprendedores exitosos no solo son la clave del éxito en el marketing. También son la clave del éxito en la comunicación. Lo mejor es que podemos aprender a utilizaras, a aprovecharlas, de manera muy sencilla. Ponlas en práctica y verás cómo, en corto tiempo, cambian los resultados.

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